lunes, 29 de diciembre de 2025

SOLARIS de Stanisław Lem

«La modestia nos impide decirlo en voz alta, pero a veces pensamos, de nosotros mismos, que somos maravillosos. Entretanto, no queremos conquistar el cosmos, solo pretendemos ensanchar las fronteras de la Tierra. Unos planetas habrán de ser desérticos, como el Sáhara; otros gélidos, al igual que el polo; o bien tropicales, como la selva brasileña. Somos humanitarios y nobles. No aspiramos a conquistar otras razas, tan solo deseamos transmitirles nuestros valores y, a cambio, recibir su herencia. Nos consideramos caballeros del Santo Contacto. Eso es otra falsedad. No buscamos nada, salvo personas. No necesitamos otros mundos. Necesitamos espejos. No sabemos qué hacer con otros mundos. Con uno, ya nos atragantamos.»

Stanislaw Lem fue un escritor y ensayista polaco, considerado uno de los autores más importantes de la ciencia ficción del siglo XX. Su obra, profundamente intelectual, combina especulación científica, filosofía, sátira y una aguda reflexión sobre los límites del conocimiento humano. Alcanzó renombre internacional con Solaris, publicada en 1961, una novela que indaga en la imposibilidad de comprender al «otro» y en los abismos de la conciencia. A lo largo de su trayectoria escribió ensayos, ficciones experimentales y relatos visionarios como Ciberíada, El Congreso de Futurología y Diarios de las estrellas, todos marcados por un estilo irónico y una mirada crítica sobre la tecnología, la inteligencia artificial y las pretensiones de la ciencia. Sus libros han sido traducidos a numerosos idiomas y siguen siendo referencia obligada para lectores que buscan una ciencia ficción exigente, profunda y filosófica.

Es la primera vez que leo una obra de Stanisław Lem, y debo admitir que la experiencia ha sido muy distinta a lo que anticipaba. Bajo la etiqueta de ciencia ficción, esperaba encontrar un texto más liviano, quizá una narrativa contenida y especulativa al estilo de Isaac Asimov, o tal vez una aproximación más técnica y documentada, en la línea de Michael Crichton. Sin embargo, lo que hallé fue algo radicalmente distinto: una novela de naturaleza profundamente filosófica que utiliza la ciencia ficción no como fin, sino como continente, como un pretexto narrativo desde el cual explorar las limitaciones del conocimiento humano y desmontar, como una crítica, el antropocentrismo que suele dominar nuestra manera de pensar el universo. Al mismo tiempo, en el plano individual, la obra se adentra en cuestiones más persistentes a la condición humana: la culpa, la soledad y el carácter absurdo de la búsqueda de sentido, ya no en el mundo, sino en el universo. Pero antes de continuar, he aquí la sinopsis:

«Kris Kelvin acaba de llegar a Solaris. Su misión es esclarecer los problemas de conducta de los tres tripulantes de la única estación de observación situada en el planeta. Solaris es un lugar peculiar: no existe la tierra firme, únicamente un extenso océano dotado de vida y presumiblemente, de inteligencia. Mientras tanto, se encuentra con la aparición de personas que no deberían estar allí. Tal es el caso de su mujer, quien se había suicidado años antes, y que parece no recordar nada de lo sucedido.»

Antes de adentrarme en Solaris, me es necesario detenerme en la llamada Paradoja de Fermi, que articula una tensión tan razonable como inquietante entre dos constataciones difíciles de conciliar. Por un lado, la vastedad del universo, la abundancia de galaxias y las incontables estrellas acompañadas de sistemas planetarios, la rapidez con la que la vida emergió en la Tierra y la plausibilidad estadística de que existan civilizaciones tecnológicamente avanzadas en algún punto del cosmos. Por otro, un silencio absoluto: la ausencia de señales inequívocas, de artefactos, de visitas o de huellas observables que den cuenta de esas civilizaciones. De esa disonancia nace la pregunta: ¿Dónde están todos? Que dista mucho de ser ingenua u optimista, y que debe leerse, más bien, como una interrogación profundamente filosófica.

La paradoja obliga a considerar explicaciones que van desde lo técnico —quizá no sabemos escuchar— hasta lo biológico —tal vez la vida compleja es extraordinariamente rara—, pasando por lo sociológico —las civilizaciones tienden a autodestruirse—, lo ético —pueden optar por no interferir—, lo temporal —no coexistimos en el mismo intervalo histórico— o incluso lo ontológico —la inteligencia puede no manifestarse de formas reconocibles para nosotros—. En su formulación más incómoda, la paradoja sugiere que el silencio no es un accidente, sino una propiedad estructural del universo: un indicio de que la conciencia tecnológica podría ser excepcional, efímera o incluso condenada a desaparecer. O peor aún, que nuestra expectativa de encontrar otros como nosotros no sea más que una proyección antropocéntrica sin sustento, que es precisamente lo que subraya Stanisław Lem. Así, la paradoja no se resuelve acumulando datos, sino aceptando la posibilidad de que el cosmos no esté vacío de vida, sino vacío de interlocutores, y que lo verdaderamente perturbador no sea la soledad cósmica en sí, sino lo que esa soledad revela sobre nuestro destino, nuestra fragilidad y nuestra radical falta de centralidad en el orden del universo.

La historia que Lem construye en Solaris no comienza en torno a la épica del primer contacto, sino, de forma mucho más inquietante, en torno a su desgaste: el planeta fue descubierto casi un siglo antes del inicio del relato y existe ya una extensa y contradictoria bibliografía —que el narrador examina con una mezcla de rigor y escepticismo— destinada a registrar el progreso, o quizá, y más probable, la ilusión de progreso, del conocimiento humano sobre Solaris. Nos encontramos así en un futuro en el que la humanidad ha logrado dominar los viajes interestelares, un salto tecnológico que, visto desde nuestro presente —marcado por más de medio siglo sin regresar a la Luna y por proyectos marcianos siempre aplazados, inciertos y frágiles— resulta casi inconcebible; y, sin embargo, ese avance monumental no ha producido el resultado que nuestra imaginación antropocéntrica suele anticipar. A pesar de haber extendido su presencia más allá del sistema solar, la humanidad no ha encontrado interlocutores, sino apenas una anomalía radical: el océano protoplasmático de Solaris, una entidad presumiblemente viva e inteligente, pero irreductible a cualquier forma de comunicación humana. Lejos de congregar ejércitos de científicos, la estación está habitada por apenas tres investigadores —en realidad dos, tras el suicidio de uno de ellos poco antes de la llegada del protagonista—, detalle que no remite a una etapa temprana de exploración, sino a una fase tardía, agotada, en la que el entusiasmo ha sido sustituido por la frustración y la perseverancia por la inercia. La escasez de personal no responde a un desinterés trivial ni a un fracaso técnico, sino a algo más profundo y perturbador: la sospecha de que Solaris no es un problema pendiente de resolver, sino el punto en el que el conocimiento humano se revela incapaz de trascender sus propios límites, enfrentado a una inteligencia que no se deja traducir, domesticar ni comprender, y ante la cual la ciencia, despojada de su fe en el progreso acumulativo, queda reducida a una forma de contemplación impotente.

El antropocentrismo en el cine de ciencia ficción opera, casi siempre, como un marco invisible pero dominante de nuestro imaginario colectivo. Incluso cuando la alteridad parece ocupar el centro del relato —la vida extraterrestre, lo incomprensible, lo radicalmente no humano—, la narración termina replegándose sobre nuestras categorías morales, emocionales y políticas, de modo que la imaginación audiovisual no desestabiliza la centralidad humana, sino que la reafirma. En E.T., el extraterrestre, el otro adopta la forma de una criatura infantil y vulnerable que solicita cuidado; en Encuentros cercanos del tercer tipo, el misterio se organiza como una epifanía estética y casi religiosa, pero siempre legible como un llamado dirigido a nosotros; Alien y Depredador reducen la alteridad a pura biología hostil, nuestro espejo más primitivo, convirtiendo al universo en una amenaza que legitima nuestra lógica de supervivencia; Distrito 9 desplaza el contacto hacia la alegoría social y racial, pero los extraterrestres funcionan, en última instancia, como un dispositivo para hablar de nuestras propias culpas, jerarquías y violencias; Avatar articula una crítica ecológica y colonial explícita, aunque lo hace a través de un arco redentor centrado en un sujeto humano que actúa como mediador moral; y así podría seguir citando una película tras otra, hasta caer en la reiteración de las mismas historias; incluso La llegada, pese a su ambición formal, convierte el contacto en una pedagogía existencial orientada a reconfigurar nuestro lenguaje, nuestro duelo y nuestra relación con el tiempo. En todos estos casos, la alteridad no descentra al ser humano: lo interpela, lo confirma o lo amenaza, pero nunca lo despoja de su posición privilegiada como medida última del sentido. Es precisamente contra esta inercia narrativa donde Solaris se vuelve una obra decisiva, porque no transforma al otro en espejo, enemigo ni redentor, sino en un límite: el océano de Solaris no ataca, no enseña, no dialoga ni consuela; existe como una inteligencia radicalmente ajena que expone la precariedad de nuestro aparato cognitivo. Solaris no ofrece contacto, ofrece extrañamiento; no propone sentido, sino la experiencia —profundamente incómoda— de un fracaso epistemológico que la ciencia no puede resolver.

Las adaptaciones cinematográficas de Solaris suelen agruparse en tres hitos: un telefilme soviético de 1968, hoy de relevancia principalmente histórica; la versión de 1972 dirigida por Andréi Tarkovski; y la adaptación estadounidense de 2002 a cargo de Steven Soderbergh. Sin embargo, la existencia de tres Solaris no implica que alguna haya logrado captar aquello que Lem consideraba el núcleo irreductible de su novela, y su decepción —especialmente con Tarkovski— no fue un desacuerdo estético, sino una objeción de orden epistemológico. Lem sostenía que la película desplazaba el centro de gravedad del relato desde la imposibilidad de conocer a la otra entidad hacia un drama humano de culpa, memoria y redención, llegando a afirmar que se parecía más a Crimen y castigo en el espacio que a una indagación sobre los límites del conocimiento. Esta tensión no es menor, porque revela una dificultad estructural del cine —incluso en sus formas más autorales— para sostener una alteridad que no se pliegue a la psicología, al símbolo o a la metáfora moral. Tanto Tarkovski como Soderbergh, aunque por caminos distintos, convierten a Solaris en un dispositivo de introspección, en un catalizador del dolor humano, justo el desplazamiento que el novelista consideraba una traición conceptual. En este sentido, resulta revelador que la obra cinematográfica que más se aproxima al nervio filosófico de Solaris no sea una adaptación, sino 2001: Odisea del espacio, precisamente porque Stanley Kubrick se niega a psicologizar el contacto y opta por una opacidad deliberada: los monolitos no explican, no dialogan, no redimen. Su función no es emocional ni moral, sino descentradora. Que la novela homónima fuera desarrollada de manera paralela a la película por Arthur C. Clarke y publicada después del estreno refuerza esta singularidad: no se trata de una adaptación subordinada, sino de una cogénesis entre cine y literatura que permitió sostener una pregunta metafísica sin resolverla en términos de nuestra comprensión humana. Allí donde el cine de Solaris retrocede hacia la interioridad, 2001: Odisea del espacio persevera en la opacidad, y en ese gesto —no de comprensión, sino de renuncia a comprender— se revela una afinidad profunda con la intuición más incómoda de Lem: que el universo no está obligado a ser inteligible para nosotros, y que quizá el verdadero error no sea no entenderlo, sino insistir en que debe hacerse.

No obstante, Solaris está narrada en primera persona y lo que el narrador y protagonista nos transmite también son sus vivencias, por lo que la condición humana se torna también en nuestro propio espejo. En Solaris, el desplazamiento decisivo no se produce en el plano del contacto con una inteligencia ajena, sino en el territorio mucho más incómodo de la memoria y la culpa, cuando el océano deja de ser un objeto de estudio y se convierte en un agente que irrumpe en la intimidad psíquica de los investigadores. Las materializaciones que aparecen en la estación no operan como consuelo ni como restitución afectiva, sino como una forma extrema de confrontación: el pasado, lejos de quedar atrás, adquiere cuerpo, peso y presencia, obligando a cada sujeto a enfrentarse con aquello que creía zanjado o superado. Por ejemplo, la aparición de Harey no representa para Kelvin, el protagonista, un simple reencuentro con su pareja ni una escena de redención tardía, sino una experiencia ambigua que tensiona los límites entre recuerdo, deseo y responsabilidad moral. Harley había muerto muchos años atrás y concebirla como visitante es un quiebre de la propia cordura. Es cierto que el océano accede a los recuerdos de Kelvin y los traduce en una forma tangible, casi insoportablemente real; pero también lo es que el sentido de esa aparición no está dictado por la entidad alienígena, sino por la conciencia del propio Kelvin, que se ve obligado a matizar, reinterpretar y, finalmente, desmontar la ilusión de una segunda oportunidad. Lo que emerge no es la mujer que fue, si no la mujer que él recuerda, o peor aún, el recuerdo idealizado por su memoria, una construcción que revela la imposibilidad de sostener indefinidamente una ficción emocional, por más corpórea que esta se manifieste. Lem sugiere aquí algo profundamente perturbador: que la mente humana puede anhelar la restitución del pasado, pero no está preparada para revisitarlo cuando este deja de ser recuerdo y se convierte en presencia continua. La ilusión, aun cuando adopta una forma material y verificable, no deja de ser una ilusión, y como tal termina resquebrajándose bajo el peso de la lucidez. Kelvin funciona entonces como un conducto moral: no porque comprenda al océano de Solaris, esa es una imposibilidad, sino porque encarna el punto en el que el conocimiento científico se ve desplazado por una interrogación ética ineludible. A través de él, la novela deja claro que el verdadero experimento no es el estudio del océano, sino la exposición del sujeto humano a sus propias culpas, a la fragilidad de su memoria y a la imposibilidad de reconciliarse plenamente con aquello que ha perdido o destruido.

Kelvin es un psicólogo: no llega a la estación como científico en sentido estricto ni como especialista en Solaris, sino como observador del estado mental de los investigadores, alguien cuyo campo no es el conocimiento del objeto, sino la fragilidad del sujeto que intenta conocer. Su función es, desde el inicio, marginal en términos científicos y central en términos conductuales, y en ello resulta inevitable el paralelismo con Esfera de Michael Crichton, donde el protagonista —también psicólogo— es convocado no para explicar un fenómeno posiblemente extraterrestre, sino para registrar cómo el contacto con lo desconocido descompone la estructura psíquica de quienes lo enfrentan. Ambas novelas comparten así un esqueleto narrativo reconocible: un grupo aislado, una presencia no humana que no encaja en los marcos ordinarios de la experiencia y la decisión estratégica de situar a un psicólogo como mediador, no para curar, sino para atestiguar la fisura. Sin embargo, el parentesco se detiene ahí. En Solaris, Lem eleva el enigma hacia una tesis sentenciosa: la inconmensurabilidad de lo verdaderamente otro y el fracaso inevitable de todo intento de traducción. El océano pensante no funciona como antagonista moral ni como máquina de respuestas, sino como una forma de inteligencia cuya comunicación —los visitantes— posee una violencia ontológica: no dialoga ni esclarece, simplemente expone el límite del lenguaje y del conocimiento humano. El drama surge porque Kelvin, y con él toda la tradición científica que representa, insiste en convertir lo ajeno en espejo inteligible, en forzar un sentido allí donde quizá no lo hay. En Esfera, en cambio, la alteridad se repliega hacia una tesis antropológica: la entidad no impone una diferencia irreductible, sino que actúa como catalizador de deseos, miedos y culpas, devolviendo a los personajes su propio contenido psíquico amplificado hasta volverse amenazas tangibles. Allí el conflicto no es la derrota del conocimiento frente a lo incomprensible, sino la fragilidad ética y emocional del ser humano cuando su imaginación adquiere poder causal. Así, aunque ambas obras coinciden en señalar que el llamado «contacto» rara vez amplía el horizonte y casi siempre precipita una crisis interior, divergen en su dictamen último: Lem sugiere que el universo puede ser inteligentemente indiferente y, por ello, inaccesible; Crichton, que el verdadero extraterrestre —el más peligroso y menos comprendido— es cuando la psique humana pierde el control.

El aislamiento humano, conviene aclararlo, no es en sí mismo una condición patológica: la experiencia histórica demuestra que los individuos pueden soportar largos periodos de reclusión cuando el aislamiento es compartido, cuando existe un horizonte simbólico común y cuando el entorno, aun hostil, sigue perteneciendo al mundo humano. Así ocurrió durante siglos en la navegación oceánica, donde las tripulaciones vivían confinadas durante meses o años, pero lo hacían en comunidad, bajo un cielo reconocible, sobre la misma Tierra y con la convicción —siempre precaria, pero suficiente— de que el mundo seguía siendo inteligible, finito y, en última instancia, habitable. El aislamiento que se experimenta en una estación espacial introduce, en cambio, una ruptura cualitativa: no se trata solo de distancia física, sino de un desarraigo ontológico. El entorno deja de ser una extensión del mundo humano para convertirse en un espacio artificial, cerrado y radicalmente inhóspito, sostenido únicamente por tecnología, donde un error no conduce a la incomodidad o a una demora, sino a la aniquilación misma. Incluso en contextos altamente controlados, como la Estación Espacial Internacional, donde existe comunicación constante con la Tierra, protocolos rigurosos y rotación periódica de tripulaciones, los estudios psicológicos evidencian tensiones acumulativas —conflictos interpersonales, fatiga cognitiva, alteraciones del sueño—, lo que sugiere que la conexión simbólica con el planeta mitiga, pero no neutraliza, el impacto del confinamiento extremo. En Solaris, esta condición se radicaliza hasta un punto límite: los investigadores no solo están aislados de su mundo de origen, sino suspendidos frente a una presencia que no pertenece al orden humano y que irrumpe directamente en la intimidad psíquica, anulando la función protectora del grupo y volviendo inútil la compañía. El aislamiento deja entonces de ser espacial o social para convertirse en existencial: aun acompañados, los personajes quedan solos frente a aquello que ningún otro puede compartir, traducir ni comprender. No es la reclusión lo que los erosiona, sino esa soledad última, irreductible.

Solaris no juzga ni absuelve; simplemente devuelve al ser humano aquello que este no ha sabido asumir, y en ese gesto silencioso se consuma una de las intuiciones más radicales de Lem: que el mayor límite del conocimiento no reside en lo que ignoramos del universo, sino en lo que no somos capaces de soportar de nosotros mismos. La novela no ofrece respuestas consoladoras ni clausuras conceptuales; por el contrario, expone una herida abierta entre la ambición cognitiva de la ciencia y la fragilidad moral del individuo, recordándonos que no todo lo que puede ser investigado puede, a la vez, ser comprensible. Pese a no ser una obra extensa, Solaris posee una densidad extraordinaria: de sus páginas se desprenden reflexiones que abarcan desde la naturaleza del cosmos y la posibilidad —o imposibilidad— del contacto con otras formas de vida o inteligencias, hasta cuestiones íntimas como la culpa, la memoria, la identidad y la ilusión de redención. Es una novela que crece con cada lectura, no porque revele nuevos datos, sino porque obliga al lector a enfrentarse, una y otra vez, con preguntas que no se dejan resolver. Por ello, recomendar Solaris no es invitar a una experiencia de entretenimiento, sino a un ejercicio de pensamiento: una confrontación incómoda y lúcida con los límites del conocimiento, con la precariedad de la conciencia humana y con la sospecha —profundamente perturbadora— de que el universo puede ser vasto, inteligente y, aun así, radicalmente indiferente a nuestra necesidad de sentido.

«Lo más horrible es… lo que no ha ocurrido. Nunca.» 

«El destino de un solo hombre puede significar mucho, es difícil abarcar el destino de varios centenares, pero la historia de miles, o de millones de seres humanos, en realidad no significa nada.»

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