martes, 25 de noviembre de 2025

EL JILGUERO de Donna Tartt

«Tal vez no gritaba, ni golpeaba las ventanas con los puños ni hacía lo que creían que solía hacer la gente que se sentía como yo. Pero a veces, cuando menos me lo esperaba, el dolor me sobrevenía en oleadas que me dejaban sin aliento y cuando estas retrocedían me encontraba contemplando los restos del naufragio iluminado a una luz tan cruda, enfermiza y vacía que me costaba recordar que el mundo había continuado girando.»

Donna Tartt es una novelista estadounidense nacida en Mississippi. Formada en el Bennington College, llamó la atención desde muy joven por su talento literario y su estilo minucioso. Su debut en 1992, El secreto, la convirtió de inmediato en una autora de culto; una década más tarde publicó Juego de niños, y posteriormente El jilguero, novela galardonada con el Premio Pulitzer, entre otros reconocimientos. No es una autora prolífera—apenas un libro cada diez años—, pero cada obra destaca por sí misma con una su prosa cuidada, una historia que engancha y su exploración profunda de la culpa, la identidad y la vulnerabilidad humana. Ha sido traducida ampliamente y reconocida en el ámbito internacional.

Llegué a El jilguero por dos motivos principales. El primero, mi deseo de sumergirme en una novela extensa, y esta lo es con creces: supera las mil cien páginas. Las obras de esta longitud suelen ofrecer una experiencia literaria que difícilmente defrauda; rara vez dan motivos para abandonarlas y, cuando están bien logradas, uno termina por empatizar tanto con los personajes que desearía que las páginas no se acabaran. El segundo motivo fue que El jilguero obtuvo el Pulitzer de ficción en 2014, año en que competía como finalista El hijo de Philipp Meyer, una novela considerada por muchos como una obra maestra que encaja a la perfección en eso que llamamos el canon de la gran novela americana. Si hiciera falta una tercera razón, bastaría recordar que el propio Stephen King la recomienda y la define como una de esas rarezas que aparecen muy de vez en cuando, escrita con audacia y capaz de conectar emocionalmente con el lector. Motivos, pues, no me faltaban, y más adelante quizá añada alguno; antes de ello, sin embargo, he aquí la sinopsis:

«Theo Decker lleva más de una semana encerrado entre las cuatro paredes de un hotel en Amsterdam, fumando sin parar, bebiendo vodka y masticando miedo. Es un hombre joven, pero su historia es larga y ni él sabe muy bien por qué ha llegado hasta aquí. ¿Cómo empezó todo? Con una explosión en el Metropolitan Museum hace unos diez años y la imagen de un jilguero de plumas doradas, un cuadro espléndido del siglo XVII que desapareció entre el polvo y los cascotes. Quien se lo llevó fue el mismo Theo, un chiquillo entonces, que de pronto se quedó huérfano de madre y se dedicó a desgastar su vida: las drogas lo arañaron, la indiferencia del padre lo cegó y sus amistades le condujeron a la delincuencia. Su historia tuvo la ocasión de llegar a su final, en el desierto de Nevada, pero no. Al cabo de un tiempo, otra vez las calles de Manhattan, una pequeña tienda de anticuario y un bulto sospechoso que va pasando de mano en mano hasta llegar a Holanda.»

Si quisiera hacer una reseña breve, diría que El jilguero es una obra que me ha desconcertado. Pero rara vez soy tan taxativo y, en este caso, prefiero no serlo. No comparto las apreciaciones críticas de muchos medios que la comparan con autores clásicos como Dickens, Dostoievski o Tolstói. Es cierto que hay algo de Dickens: el protagonista es un huérfano al que le sucede una tragedia tras otra y, en esencia, estamos ante una novela de formación. Sin embargo, Theo Decker está muy, pero muy lejos de parecerse a un personaje dickensiano. En cuanto a Dostoievski o Tolstói, me cuesta mucho más encontrar el parentesco; no alcanzo a ver esos matices, aunque puedo imaginar que algún lector entusiasta haya querido adivinarlos, de manera tan difusa como discutible. ¿Lo dirán por Boris Pavlikovsky, que de lejos es el personaje más interesante y alrededor de quien quizá habría sido más conveniente que tratara la novela? ¿Lo dirán por la culpa, ese sentimiento tormentoso que acompaña al protagonista durante casi quince años?

Es innegable que el comienzo de la novela posee una potencia difícil de discutir: un niño de trece años pierde a su madre en un atentado terrorista en un museo de Nueva York y, a partir de ese instante, su vida queda definitivamente desarraigada. Theo pasa de un hogar a otro, de una ciudad a otra, de un adulto responsable a otro, como si estuviera siempre de paso en su propia biografía. Sin embargo, a medida que avanzamos y vamos digiriendo cientos de páginas, se instala la sensación de que algo no termina de funcionar, un ruido de fondo: en vez de avanzar, la narración se espesa, se repite, se empantana. La historia está contada por un Theo de veintisiete años que rememora esos años decisivos, de modo que cabría esperar una voz adulta más lúcida, capaz de interrogar sus elecciones y sus fracasos; no obstante, la retrospectiva se diluye con frecuencia en largas escenas dialogadas donde los personajes hablan sin descanso, mientras el narrador, más que pensarse, se limita a registrar lo ocurrido. Creo que no soy el único en percibir ese desajuste, pese al uso de la primera persona, Theo apenas se mira hacia dentro y prefiere contar hechos antes que someterse a un examen de consciencia, a su propio juicio. De ahí que empatizar con él no resulte sencillo. Más que un sujeto que se apropia de su situación, de su camino, de su destino, Theo aparece ante todo como una víctima a la que todo le sucede: la explosión, la pérdida, las drogas, la estafa, el crimen. Es alguien que nunca termina de salir de esa posición de víctima ni de hacerse plenamente cargo de sus actos. Él desea ser una buena persona, pero no sabe cómo, y sus intentos de redención suelen llegar tarde o en la dirección equivocada. Frente a lecturas que subrayan la profundidad traumática del personaje y su dificultad para reelaborar el dolor más allá de los objetos que atesora, mi impresión es que Tartt lo deja demasiado tiempo a merced de la trama, y que Theo rara vez consigue torcerla, sólo sobrevivirla. Por eso, al llegar al desenlace, uno puede sentir que la novela vacila entre justificarlo y condenarlo, y no es descabellado pensar que una salida más trágica habría cerrado con mayor coherencia el arco de un personaje que nunca termina de apropiarse del sentido de su propia vida. Theo Decker tenía que suicidarse.

Vuelvo de nuevo y repito que Boris Pavlikovsky habría sido un protagonista mucho más interesante que Theo Decker. Cada vez que Boris irrumpe en la novela, la historia parece despertar: el ritmo se acelera, los diálogos se cargan de ambigüedad moral y el mundo se vuelve, de pronto, más peligroso, más vivo. Boris no es solo el amigo problemático de la adolescencia; es el verdadero agente del caos, el personaje que decide, que miente, que ama y traiciona, y cuya energía desborda cada escena en la que aparece. Mientras Theo se deja arrastrar por los acontecimientos, Boris los provoca, los manipula, los explota, y encarna de manera mucho más nítida esa mezcla de culpa, deseo de redención y pulsión autodestructiva que la novela pretende explorar. No es casual que uno recuerde con más claridad sus apariciones. Cuando Boris desaparece, el relato pierde tensión y se vuelve, por momentos, innecesariamente aburrido.

Confieso que, al terminar El jilguero, me quedó la sensación persistente de que el Pulitzer de 2014 le habría sentado mejor a El hijo de Philipp Meyer. No termino de entender cuáles fueron exactamente los argumentos del jurado: en sus valoraciones se subraya, en esencia, que la novela de Donna Tartt es un relato de formación escrito con esmero, con personajes cuidadosamente delineados y una evidente vocación de conmover al lector, pero lo cierto es que tenemos a un protagonista victimista que a veces se enreda en melodramas, eso sí, sin caer en la cursilería, pero es que tampoco le hacía falta mucho para llegar allí; mientras que la obra de Meyer se presenta como una gran saga familiar, de aliento histórico y multigeneracional, que explora la violencia y la construcción del Oeste estadounidense con una ambición estructural mucho más firme. No sostengo que El jilguero sea una mala novela, pero me cuesta colocarla en el estante de las obras excepcionales: adolece de problemas de desarrollo de personaje, de ritmo narrativo y, sobre todo, de edición; una poda de un tercio de sus páginas no le habría venido mal. Incluso el leitmotiv de la pintura de El jilguero, de Carel Fabritius, se debilita cuando uno lo piensa con detenimiento: si realmente es el núcleo simbólico de la vida de Theo, cuesta entender por qué apenas se detiene a contemplarlo y por qué, cuando finalmente el cuadro entra en juego de forma decisiva, lo que tenemos a cambio resulta tan poco verosímil.

Pero, en fin, no sería la primera vez que un finalista parece tener más mérito que el ganador; al final, es el tiempo el que reordena el podio. Pienso, por ejemplo, en el Man Booker de 2017, cuando Lincoln en el bardo de George Saunders se llevó el premio y la monumental 4 3 2 1 de Paul Auster quedó como finalista, pese a que muchos críticos y lectores vieron en la novela de Auster una ambición estructural y emocional más perdurable, una obra maestra en toda regla. O en el caso de Fuego en la garganta de Beatriz Serrano, que, con mucho más mérito tanto en su propuesta narrativa como en su pulso generacional, queda como finalista frente a Victoria de Paloma Sánchez-Garnica, una novela histórica más estándar. Y si entrara a hablar de los Nobel de Literatura, podría empantanarme en ejemplos. Estos desajustes entre la decisión del jurado y el mérito literario no son una anomalía, pero tampoco una regla fija. Sería injusto afirmar que el jurado siempre se equivoca: muchas veces acierta. Lo que ocurre es que somos más severos con sus inconsistencias que agradecidos con sus aciertos.

Volviendo a la obra de Tartt. Sólo desde el dolor se puede escribir el dolor; sólo conociendo el duelo es posible comprender el duelo; sólo padeciendo la herida se aprende a convivir con la cicatriz. Quizá esté siendo excesivamente tajante y exista alguna excepción, pero me resulta difícil desprenderme de la idea de que las mejores historias que escribe un autor no son enteramente ficción: la ficción funciona más bien como una cámara de resonancia donde se amplifican fragmentos de una experiencia íntima, a veces inconfesable, que se filtra en la página. El escritor inventa, sí, pero inventa a partir de una fractura previa, de una zona vulnerable que busca forma. Por eso me cuesta aceptar del todo a Theo Decker como narrador en primera persona: entiendo lo que Donna Tartt intenta hacer con él y admito que, al menos en la primera parte, el experimento resulta razonablemente eficaz; sin embargo, a medida que avanza la novela, esa voz se mantiene curiosamente desprovista de verdadera temperatura emocional. Theo parece mutilado afectivamente: de adolescente uno puede concederle cierta torpeza expresiva, pero lo inquietante es que no termina de crecer, no madura como conciencia narrativa, no se transforma; sigue siendo, esencialmente, el mismo muchacho desorientado. Y cuando el sujeto que cuenta su propia vida permanece inmutable, el relato entero se resiente. La historia de fondo no es mala y no descarto que en una adaptación cinematográfica o televisiva funcione mejor, siempre que un buen actor se encargue de insuflarle la vida que en el libro falta. Cuanto más pienso en la novela, más me convenzo de que Tartt no supo —o no quiso— entrar del todo en la intimidad de su protagonista; da la impresión de no sentirse cómoda habitando su conciencia, y acaso por eso las mejores escenas, los mejores diálogos, pertenecen casi siempre a los secundarios. Son ellos quienes dan ritmo, tensión y espesor humano al relato; ellos impiden que abandonemos el libro. Si dependiera únicamente de Theo, diría que su arco resulta aceptable hasta su llegada a Las Vegas, pero, si en ese punto no irrumpiera Boris, ahí mismo hubiera dejado la novela. Ese es, en el fondo, el problema: siempre tiene que aparecer otro, siempre es alguien más quien sostiene la historia, nunca Theo.

Y ya para cerrar, aquí entro en una disyuntiva: recomendar o no recomendar la novela. Si se tratara de una obra de cuatrocientas páginas, quinientas a lo sumo, diría sin dudar que sí, que vale la pena leerla. Está bien escrita y se deja leer con facilidad, y de vez en cuando arroja buenas metáforas. Pero son más de mil páginas, más de mil cien, y eso ya implica un compromiso distinto: no sólo con el libro, sino con todo lo que uno deja de leer mientras tanto. Ese mes abandoné otras novelas para dedicarle mi tiempo a Donna Tartt y, siendo honesto, creo que esta experiencia dificulta que vuelva a ella, salvo que en el futuro alguna obra suya sea mencionada como una genialidad indiscutible y el tiempo le haya concedido un lugar propio en el canon literario occidental. Novelas de formación hay mejores y en no pocas de ellas la construcción del personaje resulta más coherente, más profunda. Y, si de resonancias dickensianas hablamos, conviene recordarlo con cierta humildad: los mejores personajes de Dickens siguen estando en las novelas de Dickens.

«Porque esta es la verdad: la vida es catástrofe.» 

«De pequeño, después de la muerte de mi madre, siempre me esforzaba en retenerla en mi mente cuando intentaba dormirme para así soñar con ella, pero nunca lo lograba. Mejor dicho, soñaba con ella constantemente pero como una ausencia, no una presencia; una brisa que soplaba a través de una casa recién desalojada, su letra en un bloc de notas, el olor de su perfume, calles en extrañas ciudades perdidas donde sabía que ella había caminado hacia apenas un momento antes de desaparecer, una sombra que se alejaba sobre una pared iluminada por el sol.»

No hay comentarios:

Publicar un comentario