«Los dioses condenaron a Sísifo a empujar eternamente una roca hasta lo alto de una montaña, desde donde la piedra volvía a caer por su propio peso. Pensaron, con cierta razón, que no hay castigo más terrible que el trabajo inútil y sin esperanza.»
Albert Camus fue un escritor y filósofo francés nacido en Argelia, cuya obra se convirtió en uno de los pilares del pensamiento existencialista del siglo XX. De origen humilde, desarrolló sensibilidad hacia la injusticia, la precariedad de la vida y la necesidad de dignidad en medio del absurdo. Su trayectoria literaria abarca grandes novelas como El extranjero, publicada en 1942; La peste, de 1947 y La caída, de 1956; así como también los ensayos filosóficos. En su obra resuena una misma preocupación: cómo vivir sin consuelos trascendentes, afirmando la vida aun en su carencia de sentido. Ganó el Premio Nobel de Literatura en 1957 y tres años después murió en un accidente automovilístico, a los 46 años, lo que sin duda truncó una mente que nos habría dado más reflexiones filosóficas y quizá hasta otra gran novela.
Sísifo, cuenta la tradición griega, fue un rey astuto y tramposo que desafió a los dioses con engaños y artificios, logrando incluso encadenar a la Muerte por un tiempo. Pero la lección fue que ningún ardid humano puede vencer para siempre a los dioses, al Olimpo, y su castigo fue ejemplar y tácitamente brutal: empujar eternamente una piedra enorme hasta la cima de una colina, solo para verla rodar de nuevo hacia el valle, obligándolo a recomenzar sin descanso. La tragedia de Sísifo no está en el esfuerzo físico, que al fin y al cabo podría aceptarse como cualquier trabajo arduo, sino en la conciencia de que ese esfuerzo es en vano, de que nada se construye, nada permanece, nada se salva. Es esa lucidez —saber que la roca siempre caerá— lo que convierte su destino en la imagen perfecta del absurdo. Y, sin embargo, allí mismo se abre la paradoja: en la repetición inútil puede también habitar una forma de grandeza, porque si la vida carece de sentido último, lo que resta no es la resignación sino la dignidad de continuar, de cargar con la piedra sabiendo que ningún dios vendrá a justificar el peso.
El mito de Sísifo es uno de los ensayos filosóficos más influyentes del siglo XX, porque formula con crudeza la pregunta que trastoca toda reflexión: ¿merece la vida ser vivida? El ensayo está dividido en cuatro partes —Un razonamiento absurdo, El hombre absurdo, La creación absurda y el capítulo final que da nombre al libro—, y en cada una de esas partes Camus recorre la experiencia del sinsentido, sus respuestas posibles y la figura mítica que condensa su conclusión. Como epílogo incluye un apartado dedicado a La esperanza y lo absurdo en la obra de Franz Kafka, donde reconoce en la literatura de este escritor un ejemplo de esa tensión irresoluble. A primera vista, el libro podría parecer gris y pesimista, pues parte de la constatación del vacío y de la ausencia de propósito trascendente. Sin embargo, en esa aceptación radical del absurdo aparece un brillo de esperanza: no la promesa de otro mundo, sino la posibilidad de vivir este con mayor intensidad, plena y conscientemente. Si todo es efímero y nada se justifica más allá de sí mismo, entonces la vida puede ser afirmada como pura experiencia, sin el peso de expectativas imposibles. La esperanza, paradójicamente, nace de la renuncia a esperarlo todo.
En El mito de Sísifo, Camus abre con una sentencia que redefine toda la filosofía moderna: «No hay más que un problema filosófico verdaderamente serio: el suicidio». La pregunta tan radical como extrema no es si el mundo tiene sentido, sino si la vida merece ser vivida, y en esa formulación elabora la noción de lo absurdo: la fractura entre el deseo humano de encontrar sentido y el silencio inexplicable del universo, indiferente. Lo esencial no es resolver el absurdo, porque es por naturaleza irresoluble, sino aceptarlo, sostenerlo y entenderlo sin evasiones. Hoy, más de ochenta años de la publicación de este ensayo, en una época donde la ciencia explica más pero consuela menos, esa pregunta sigue vigente por su atemporalidad: ¿por qué no quitarnos la vida frente a la evidencia del vacío? Camus nos obliga a reconocer que el problema filosófico no es teórico, sino vital: afecta a cada individuo en su experiencia más íntima. La manera en que respondamos determina todo lo demás —la ética, la política, la religión, la cultura—, porque en el fondo lo que está en juego no es la verdad del mundo, sino nuestra voluntad de habitarlo, de permanecer en él. Pensar el suicidio, entonces, no es invitar a la muerte, sino rescatar el sentido mismo de seguir viviendo en un universo en el que no importa si existimos.
Camus continúa con una sección denominada Los muros absurdos, en la que describe el instante en que la rutina se quiebra y aparece lo absurdo: una ruptura entre lo familiar y lo extraño, cuando el mundo cotidiano se revela sin propósito. El despertar. La consciencia. Ese choque no es una teoría, sino una experiencia —el cansancio en medio de lo repetitivo, el vacío en una jornada cualquiera— que levanta un muro infranqueable entre nuestras preguntas y las respuestas que nunca llegan porque no existen. A diferencia de Sartre, que en La náusea convierte esa experiencia en un vértigo ontológico, Camus la concibe como la conciencia lúcida de un límite. Y mientras Nietzsche responde al sinsentido con el eterno retorno como afirmación trágica de la vida, Camus rechaza cualquier salto metafísico que transforme lo absurdo en esperanza. No hay retorno, ni siquiera eternidad. El muro no se derriba con consuelos, no se escala negándolo ni se rodea con evasiones: se contempla, se acepta, se habita en su sombra. Allí reside la fuerza filosófica. Y ciertamente podemos estar hiperconectados, y tener acceso a la información del mundo, pero lejos de llenarnos, multiplican la sensación de vacío. Ese es el muro.
En seguida Camus continúa con El suicidio filosófico, donde el autor no habla del acto físico de quitarse la vida, sino de una renuncia intelectual: el recurso de los filósofos que, frente al absurdo, saltan hacia un sentido trascendente para evitar enfrentarlo. Kierkegaard lo hace con la fe, Jaspers con la trascendencia, incluso Husserl con la reducción fenomenológica. Todos, a juicio de Camus, cometen la misma evasión: reconocer el abismo y enseguida negarlo con un «salto» que devuelve la ilusión de coherencia. Este es el suicidio filosófico: matar la lucidez para conservar la esperanza. Camus, en cambio, propone sostener la contradicción sin resolverla, vivir con la herida abierta. El absurdo no exige huida sino permanencia, no exige una respuesta sino un coraje: vivir sabiendo que el mundo no responderá. Cada vez que disimulamos el sinsentido con relatos tranquilizadores, repetimos el suicidio filosófico. La enseñanza de Camus es que solo preservando la tensión —sin matar la pregunta con respuestas falsas— es posible una existencia auténtica. El absurdo no se supera: se asume como la condición de toda vida consciente.
Ineludiblemente esto nos lleva a La libertad absurda, donde Camus alcanza una conclusión que parece paradójica: aceptar el absurdo no nos hunde en la desesperanza, sino que nos entrega a la más extraña y radical de las libertades. Si la vida no tiene un sentido trascendente y ningún destino está trazado de antemano, entonces todo queda en nuestras manos. Ningún dios ni ninguna historia universal nos impone deberes; la única exigencia es la de nuestras propias elecciones. La libertad absurda no consiste en hacer lo que se quiera a capricho, sino en reconocer que, aun sabiendo que nada tiene un propósito último, seguimos actuando. Y en esa decisión de actuar, de asumir las consecuencias sin coartadas, excusas o justificaciones, se evidencia un acto de valor consciente. No habrá tribunal cósmico ni divino que nos juzgue ni relato eterno que nos salve, pero precisamente por ello nuestros gestos adquieren una gravedad distinta: cada acto es nuestro, solo nuestro, y no puede atribuirse a nada fuera de nosotros. Esa es la libertad absurda: la de existir sin garantías, la de cargar con nuestras elecciones en un mundo que no nos ofrece otra justificación que la de seguir viviendo.
En la parte de El hombre absurdo, Camus ejemplifica cómo se vive el absurdo sin negarlo a través de tres figuras. El donjuanismo encarna la intensidad sin trascendencia: Don Juan no busca el amor eterno, sino la repetición de la experiencia, el instante vivido sin promesa futura; en él, la multiplicidad sustituye a la eternidad. En La comedia, el actor representa la fugacidad de la gloria: cada papel desaparece en cuanto cae el telón, pero esa misma caducidad otorga plenitud al presente; el escenario se convierte en metáfora de una existencia que vale mientras se interpreta. En La conquista, el conquistador simboliza la acción pura, no porque espere cambiar el destino de la humanidad, sino porque la lucha en sí misma da sentido al instante. Los tres casos rechazan las ilusiones de permanencia y muestran que una vida lúcida no necesita apoyarse en un más allá.
Y como no debiera ser de otra manera para un literato, en la parte de La creación absurda, Camus aborda Filosofía y novela y señala que los grandes novelistas son, en cierto modo, más fieles al absurdo que muchos filósofos. La filosofía, en su afán de claridad y coherencia, tiende a domesticar la contradicción, a darle un desenlace conceptual; la novela, en cambio, no se ve obligada a cerrar, y esa falta de conclusión se convierte en su verdad. Por eso Camus recurre a Dostoievski, y lo hace no en abstracto, sino mencionando Los hermanos Karamázov, donde Iván plantea la revuelta contra Dios y expone el dilema del sufrimiento humano sin resolverlo nunca, o Los demonios, con Kirilov llevando la libertad hasta la aniquilación de sí mismo. Dostoievski no ofrece consuelo: dramatiza lo insoportable. Y ese es para Camus el núcleo mismo de la novela como creación absurda: sostener el conflicto, poseerlo en los cuerpos y las voces de los personajes. La novela es filosofía hecha relato, pensamiento encarnado en destino, en duda, en desesperación.
Esa tradición, que Camus reconoce en Dostoievski, se ha prolongado en otros autores que, cada uno a su manera, convierten la novela en un laboratorio filosófico. Paul Auster, por ejemplo, con La trilogía de Nueva York, transforma la identidad y el sentido en juegos de espejos que nunca cierran, donde cada búsqueda conduce a otra pérdida. Javier Marías, con Mañana en la batalla piensa en mí o Corazón tan blanco, hace de la conciencia y de la memoria un espacio en el que la verdad se retrasa siempre, donde lo que importa no es resolver la pregunta sino convivir con ella. Y podrían citarse también a Kafka, con El proceso o El castillo, y a Musil en El hombre sin atributos: obras que no se contentan con narrar una historia, sino que exponen, en su inacabamiento, la imposibilidad de resolver lo que somos. En todos estos casos, la novela no predica, no adoctrina, no erige sistema alguno; lo que hace es mostrar, con una fidelidad que la filosofía suele traicionar, lo que significa vivir sin respuestas, lo que significa sostener la pregunta abierta. Por eso Camus, él mismo novelista además de filósofo, encuentra en este género el territorio natural de su pensamiento: porque solo allí, en la narración, puede mantenerse intacta la herida del absurdo sin cerrarla en falso con promesas de sentido.
Continuando con Dostoievski y Los demonios, Camus desarrolla un pequeño ensayo para Kirilov, personaje que decide suicidarse no por desesperación, sino como afirmación: si Dios no existe, el hombre debe convertirse en el único dueño de su destino, incluso de su propia muerte. Para Camus, esta postura extrema encarna el núcleo del absurdo: la libertad absoluta llevada al límite de la autodestrucción. El suicidio de Kirilov es un acto metafísico, un gesto de soberanía que pretende liberar a la humanidad de toda ilusión trascendente. Sin embargo, Camus no lo propone como modelo, sino como espejo de una contradicción: la misma lógica de nuestra consciencia puede también llevarnos a negar la vida. Por eso, si bien reconoce en Kirilov una figura de coherencia radical, defiende lo contrario: la necesidad de vivir sin Dios sin negarnos a nosotros mismos.
El acto de Kirilov es muy distinto, pero en cierto modo comparable al personaje de Nicolas Cage en Leaving Las Vegas, que decide beber hasta morir, no por desesperación psicológica, sino porque ha elegido conscientemente extinguirse en el alcohol como última afirmación de libertad. En ambos casos, la muerte no es un accidente ni una fuga, sino una forma extrema de apropiarse de la vida, de ejercer una soberanía que no concede apelaciones. Sin embargo, la diferencia crucial radica en lo que Camus subraya: esa libertad absoluta que se anula a sí misma termina traicionando al absurdo. El verdadero desafío, según Camus, no es morir por coherencia, sino crear y vivir sabiendo que la creación no tendrá mañana.
Y esto nos lleva a La creación sin mañana, donde Camus plantea que el arte puede ser una respuesta al absurdo, siempre que renuncie a la tentación de eternidad. Crear no debe ser un intento de dejar huella imperecedera ni de construir una obra que salve del olvido, porque eso sería otra forma de consuelo metafísico. La auténtica creación absurda es la que asume su carácter efímero, la que se entrega a la intensidad del acto mismo, sin esperar redención en el futuro. El artista, como el hombre absurdo, trabaja sin garantías: sabe que su obra puede perderse, olvidarse o ser incomprendida, y aun así crea, porque el proceso vale en sí mismo. En este punto, Camus se distancia de concepciones románticas que idealizan el genio como inmortal, y se acerca más a una ética de lo inmediato: cada poema, cada pintura, cada novela es válida por lo que dice aquí y ahora, no por la posteridad que pueda conquistar.
Cuando ardió la biblioteca de Alejandría no solo se consumieron rollos de papiro, sino voces, pensamientos, universos enteros que nunca conoceremos. Filósofos, poetas, artistas quedaron reducidos a humo, y con ellos la certeza de que lo humano es, en gran medida —o quizá del todo— frágil memoria. Camus, cuyo nombre hoy nos resulta cercano y cuya obra sigue vigente, es también un ejemplo: ¿qué será de él dentro de mil o diez mil años? ¿Seguirá leyéndose, o será apenas una sombra de la que se dude su existencia, como hoy dudamos de Homero? Tal vez no importe. El valor de una obra no radica en su perduración, sino en su acto presente, en el instante en que existe y comunica algo, aunque sea a un único lector. Una novela, un poema, una sinfonía, incluso un gesto, cobran sentido en el ahora, no en la promesa de la eternidad. En eso consiste la creación absurda: no esperar que sobreviva, sino afirmarla mientras ocurre. Pienso en bandas de metal extremo que apenas alcanzan diez escuchas al mes en Spotify; no son menos valiosas por ello, porque su música vale para ellos y, en mi caso, también para mí que la encontré. Algún día mi memoria se apagará, como también la de nuestra generación, y quizá la de toda una civilización. Y entonces todo —las canciones, los libros, las batallas, los descubrimientos, los monumentos— se perderá como tantas otras huellas que el tiempo ya borró de pueblos enteros de los que hoy ni siquiera sospechamos su existencia.
En el capítulo final, El mito de Sísifo, Camus condensa y retoma todo su razonamiento en una imagen poderosa: Sísifo, el hombre condenado a empujar eternamente una roca colina arriba, solo para verla rodar de nuevo hacia el valle. Para los griegos, para los romanos y para muchas otras culturas, la tragedia de Sísifo representa un castigo ejemplar; para Camus, es la metáfora perfecta de la condición humana. Vivimos en una repetición incesante, en un esfuerzo que no tiene meta última ni sentido trascendente. Nuevamente, lo trágico no es la tarea, sino la conciencia de su inutilidad. En un mundo que insiste en prometer soluciones definitivas —religiones, ideologías, incluso el mito del progreso ilimitado—, Camus nos invita a aceptar que la roca siempre caerá, que la vida no se redime en otro lugar. Sísifo no es un derrotado, sino un hombre libre, porque ya no espera nada. Su felicidad radica en la conciencia de su condena y en la fuerza de seguir empujando.
El Mito de Sísifo de cierta manera también me recuerda a El hombre en busca del sentido de Viktor Frankl. Ambos parten de contextos distintos —la reflexión filosófica de Camus y la experiencia vivida de Frankl en los campos de concentración—, pero coinciden en una certeza: aun en medio del sufrimiento más crudo, el hombre conserva la libertad de elegir su actitud frente a lo que no puede cambiar. Para Camus, Sísifo está condenado a empujar eternamente una roca que volverá a caer, y la grandeza radica en aceptar esa condena y seguir viviendo. Para Frankl, la roca fue el hambre, el frío, la humillación y la muerte cotidiana en los campos; y, sin embargo, incluso allí encontró que el hombre no deja de ser libre mientras pueda decidir cómo afrontar lo inevitable. La comparación es clara: el mundo puede quitarnos todo, salvo esa última libertad. Y en esa elección, mínima en apariencia, se encuentra lo esencial: la dignidad de seguir afirmando la vida, aun cuando no haya razones externas que la justifiquen.
En el epílogo de El mito de Sísifo, Camus lee a Kafka como un aliado y, al mismo tiempo, como un contraste. Lo considera el narrador por excelencia del absurdo, aunque con una particularidad: nunca se decide a renunciar del todo a la esperanza. En El proceso, en El castillo, incluso en La metamorfosis, siempre queda un resquicio, una puerta que podría abrirse, una salvación que nunca llega pero que tampoco desaparece del todo. Camus valora esa ambigüedad, aunque también la critica, porque para él el verdadero absurdo debería prescindir de cualquier promesa. Y, sin embargo, allí radica la fuerza de Kafka: en mostrar cómo los hombres viven atrapados en esa oscilación, aferrados a una mínima posibilidad incluso cuando saben que es ilusoria. Su literatura revela, con más crudeza que la filosofía, que la condición humana no se sostiene en certezas, sino en la frágil tensión entre la desesperanza y el deseo de creer que algo, en algún momento, podría salvarnos.
Recomendar El mito de Sísifo es recomendar un libro que sorprende por su claridad. Pese a lo que uno pudiera temer ante la etiqueta de «ensayo filosófico», su lectura es mucho más accesible de lo esperado, infinitamente más transparente que La náusea de Sartre, que tampoco desmerito, vale la pena, aunque nos incomode. Camus escribe con sobriedad y con la voluntad de ser comprendido, como quien quiere conversar y no convencer o imponer. Y aquí debo confesar una duda personal que quizá sea también la de otros lectores: ¿estamos ante la biblia del existencialismo o ante el evangelio del absurdismo? No cabe duda de que es un libro existencial en su núcleo, porque todo lo que plantea nace de la experiencia concreta de vivir y de la urgencia de no rendirse. Pero más que predicar una vida absurda, lo que ofrece es una lucidez: la conciencia de que la vida carece de sentido último, y que precisamente en esa carencia se abre la posibilidad de vivirla con mayor plenitud. En ese matiz está la grandeza de Camus: el absurdo no nos condena, nos despierta. Y por eso este libro no es un manual de desesperanza, sino una invitación a habitar nuestra propia vida con ojos abiertos, sabiendo que cada momento es único e irrepetible.
Para cerrar, algunas líneas que vale la pena volver a leer y releer:
«No hay sino un problema filosófico reamente serio: el suicido. Juzgar que la vida vale o no la pena de ser vivida equivale a responder a la cuestión fundamental de la filosofía.»
«Comenzar a pensar es comenzar a estar minado.»
«Todo comienza por la consciencia y nada vale sino por ella.»
«Nunca se colmará el foso entre la certeza que de mi existencia tengo y el contenido que intento dar a esa seguridad.»
«Lo que es absurdo es la confrontación de esa irracionalidad con el deseo profundo de claridad.»
«Para un espíritu absurdo la razón es vana y no hay nada más allá de la razón.»
«El hombre es su propio fin. Y es su único fin. Si quiere ser algo es en esta vida.»
«Crear es vivir dos veces.»
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