viernes, 22 de noviembre de 2024

LA NÁUSEA de Jean-Paul Sartre

«Si no me equivoco, si todos los signos que se acumulan son precursores de una nueva conmoción en mi vida, bueno, tengo miedo. No es que mi vida sea rica, ni densa, ni preciosa. Pero tengo miedo de lo que va a nacer, de lo que va a apoderarse de mí, ¿y arrastrarme a dónde? ¿Será necesario una vez más que me vaya, que deje todo lo proyectado, mis investigaciones, mi libro? ¿Me despertaré dentro de algunos meses dentro de algunos años, roto, decepcionado, en medio de nuevas ruinas? Quisiera ver claro en mí, antes de que sea demasiado tarde.»

Jean-Paul Sartre fue un filósofo, dramaturgo y novelista francés, figura central del existencialismo y una de las mentes más influyentes del siglo XX. Su obra exploró la libertad, la responsabilidad individual y la angustia inherente a la existencia humana. Entre sus textos más destacados se encuentran El ser y la nada, publicado en 1943, una obra fundamental de la filosofía existencialista, y la novela La náusea de 1938, donde aborda la alienación y la percepción del absurdo. Sartre también escribió teatro, con piezas emblemáticas como A puerta cerrada, que introduce su famosa idea de que El infierno son los otros. Rechazó el Premio Nobel de Literatura en 1964, argumentando que no debía institucionalizarse su rol como intelectual libre.

La náusea, publicada en 1938, es la primera novela de Jean-Paul Sartre y es un relato que se despliega como una confesión íntima y desoladora, narrada a través del diario de Antoine Roquentin, el protagonista, un historiador que, en la ciudad ficticia de Bouville, se enfrenta a un descubrimiento devastador: la existencia misma carece de sentido. Lo cotidiano comienza a parecerle extraño y opresivo, como si los objetos, las personas e incluso sus propios pensamientos se desbordaran de un vacío. Esta sensación, la náusea que lo invade, es el signo de una verdad ineludible: el absurdo, esa contingencia que revela que nada está predestinado, que todo lo que existe lo hace sin justificación. Sartre, con una prosa a la vez densa y precisa, entrelaza el aislamiento de Roquentin con una meditación implacable sobre la libertad, la responsabilidad y el peso de vivir en un mundo, un universo indiferente. Pero la obra no es una oda al nihilismo propiamente dicho, sino una provocación para asumir la existencia como una creación continua, como un acto que, pese a su aparente futilidad, nos confronta con la posibilidad de dotarla de un significado que no está dado, sino que debe inventarse, porque no hay otra manera. 

La náusea es un libro que enfrenté con una mezcla de frustración y persistencia, un texto que dejé y retomé entre cinco y siete veces antes de llegar a su final. Desde sus primeras páginas me incomodaba, pero no por la calidad de su prosa ni por la coherencia de sus ideas, que son innegables, sino porque tenía la sensación de que nada conducía a nada. Los hechos parecían carecer de conexión, los personajes entraban y salían como sombras irrelevantes, y la narración no daba indicios de un propósito claro. Pero cuando finalmente lo terminé, comprendí que esa incomodidad era, precisamente, lo que Sartre buscaba provocar. Su intención no era la de un autor que reconforta o guía, sino la de alguien que fuerza al lector a enfrentarse al vacío, a sentir la náusea de su protagonista. Esa incomodidad no es un defecto, sino el núcleo mismo de la obra: el reconocimiento de que nada tiene sentido porque el sentido es un artificio que nos hemos impuesto. Sartre no solo describe el absurdo, lo obliga a vivirse en cada página. Y aunque soy nihilista desde hace años y comprendo este concepto, no me libré de sentir esa misma náusea. Es aquí donde reside su genialidad, en cómo Sartre logra que el lector comparta el malestar de Roquentin, alcanzando el absurdo no desde la desolación, sino desde la provocación. No es un libro fácil ni devastador en el sentido tradicional, pero sí en el sentido existencial más crudo: aceptar que el sinsentido es inevitable y que, aun así, debemos habitarlo.

Quiero aclarar que el nihilismo no es una corriente que se elija, no es una creencia que se abraza ni una filosofía que se defiende con fervor. Es más bien una ausencia, una conciencia de la nada, un vacío que se impone como quien observa el horizonte y comprende que no hay tierra firme al otro lado. Llegar al nihilismo es doloroso, porque no solo implica la aceptación de que todo lo que es, en algún momento dejará de ser, sino que ese fin será absoluto, sin rastro ni consecuencia. La existencia, vista desde esta perspectiva, se convierte en un ejercicio de insignificancia que se desmorona frente al tiempo, los siglos, los milenios y, finalmente, frente a los evos. Pensar en ello es ya un vértigo, una saturación que colma la mente, y no digamos cuando nuestra mirada se extiende hacia el universo, cuyas dimensiones escapan no solo a nuestra comprensión, sino a nuestra imaginación. Y si miramos hacia adentro, el panorama no es menos abrumador: más allá de los átomos, los sistemas cuánticos se despliegan con una complejidad que parece burlarse de nuestra capacidad de entender.

Es cierto que tenemos ciencias y disciplinas que nos acercan a fragmentos de la realidad: físicos, astrofísicos y teóricos cuánticos han descifrado leyes, observado fenómenos y creado hipótesis. Pero leer sobre sus descubrimientos no cierra la brecha, sino que la expande, mostrándonos que lo desconocido no disminuye, sino que crece al ritmo de nuestras preguntas. Es como contemplar el oleaje sin conocer la extensión del océano, sin saber su profundidad ni cuánta agua lo compone. No sabemos si habrá una civilización humana que viva lo suficiente para responder siquiera a estas cuestiones. Apenas llevamos unos diez o doce mil años como civilización, y aún nos debatimos entre si somos un accidente, una casualidad cósmica o una constante universal. Y, aunque llegáramos a saberlo, ¿qué haríamos con ese conocimiento? Si halláramos un planeta como la Tierra a diez, cien, mil o un millón de años luz, es decir, con vida, ¿sería algo más que un espejismo en la vastedad del universo? Nos formulamos preguntas porque es lo único que sabemos hacer, pero ni siquiera tenemos certeza de que nuestras preguntas sean correctas, ni de si merece la pena formularlas. El nihilismo nos enseña que no podemos estar seguros de nada: ni de nuestras identidades, ni de nuestros recuerdos, ni de nuestra capacidad para entender el lugar que ocupamos, si es que ocupamos alguno.

El existencialismo nos invita a construir un propósito, a encontrar sentido allí donde parece no haberlo. Como dice aquella canción de Antonio Machado y popularizada por Joan Manuel Serrat, «Caminante, no hay camino, se hace camino al andar», la vida no nos da un propósito predeterminado; es el individuo quien, paso a paso, lo traza. Sin embargo, este acto de creación personal, aunque necesario, no escapa a su carácter efímero. El propósito que construimos no deja de ser tan frágil y fugaz como el individuo que lo elige. Ese sentido, al que nos aferramos como si fuera la piedra angular de nuestra existencia, es tan contingente como la vida misma, lo que lo reviste de una banalidad difícil de ignorar. Así, caemos en el absurdo: la paradoja de crear sentido en un universo que, por definición, no lo tiene. Comprender esto, o empezar a vislumbrarlo, genera una inquietud que raya en la náusea, esa misma que Sartre describió con tanta claridad. Es un vértigo existencial que asfixia, un estado en el que la ansiedad toma el lugar del propósito y nos arrastra al borde del nihilismo o del absurdismo, donde la diferencia entre ambos, si existe, se vuelve irrelevante. Este vacío puede empujar hacia una aceptación radical de la vida o, en el peor de los casos, hacia la depresión, que no necesariamente implica el fin, pero sí la suspensión del deseo de continuar. Así, el dilema queda claro: o asumimos que la vida carece de sentido y decidimos vivirla a pesar de ello, o nos rendimos ante su falta de propósito. En ambos casos, enfrentamos el absurdo, y nuestra respuesta a él define no solo nuestra filosofía, sino nuestra existencia misma.

Sin embargo: ¿qué hacemos con esta conciencia una vez que la aceptamos? Sartre defendía la libertad radical, la idea de que, incluso en un universo desprovisto de sentido, somos absolutamente responsables de lo que hacemos con nuestra existencia. Pero esa libertad también nos condena. ¿Qué significa ser libre cuando no hay un camino trazado? Y más aún, ¿cómo influye esta libertad en nuestras relaciones con los demás? En La náusea, los otros son, al igual que Roquentin, fragmentos de un mundo carente de coherencia.

Recomendar o no La náusea es un dilema, porque no es un libro que se lea para gustar o no, ni mucho menos para entretener. Lo he terminado con la sensación de que hay mucho que he dejado pasar, fragmentos que quizá no he entendido del todo, o que he visto de manera superficial. No puedo decir que me ha gustado, pero tampoco que no lo recomiendo, porque incluso con la incomodidad que me ha causado, sé que lo volvería a leer. Tal vez en unos años, con una vida más vivida, el yo que lo retome encuentre en sus páginas algo que hoy no fui capaz de ver. Es un libro que se transforma con quien lo lee, y esa es su mayor virtud. Pero no es para todos, ni estoy seguro de que quiera serlo. Su estructura, su narrador, incluso su desarrollo, me hacen dudar de si es realmente una novela o más bien un ejercicio filosófico disfrazado de ficción, una metáfora extendida de esa náusea que Sartre utiliza para enfrentar al lector con su propia existencia. Más que disfrutarlo, se trata de soportarlo, de caminar con él, porque en su incomodidad yace su verdad: no nos habla del mundo, sino de nosotros mismos, y eso no siempre es placentero.

«El mundo de las explicaciones y razones no es el de la existencia.»

«La existencia no tiene memoria, no conserva nada de los desaparecidos, ni siquiera un recuerdo.»

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