«La verdad no la sé, porque sobre la verdad no hablé con mi padre ni una sola vez. Nunca habló conmigo sobre su infancia, sus amores, el amor en general, sus padres, la muerte de su hermano, su enfermedad, su sufrimiento, el sufrimiento en general. Tampoco sobre la muerte de mi madre hablamos nunca. Ni una palabra. Tampoco yo le facilité las cosas, no quise nunca iniciar con él una conversación que quién sabe lo que hubiera sacado a la luz. Si escribiera una lista con todo aquello de lo que no hablamos mi padre y yo, llenaría dos libros. Mi padre me dejó mucho trabajo, y aún sigo trabajando.»
Amos Oz fue un escritor, ensayista y periodista israelí nacido en Jerusalén, considerado una de las figuras centrales de la literatura hebrea contemporánea. Estudió Filosofía y Literatura en la Universidad Hebrea de Jerusalén y posteriormente impartió clases en la Universidad Ben-Gurión del Néguev. Su obra, compuesta por novelas, ensayos y relatos, está profundamente marcada por la historia del Estado de Israel, las tensiones sociales y políticas del país. Entre sus títulos más destacados se encuentran Mi querido Mijael, publicada en 1968, Una historia de amor y oscuridad de 2002, y Judas de 2014, que fue finalista del Man Booker International Prize. Oz fue también una voz prominente del pacifismo israelí, cofundador del movimiento Paz Ahora, y un defensor de la solución de los dos Estados. Recibió numerosos reconocimientos, entre ellos el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2007.
Una historia de amor y oscuridad es la autobiografía de Amos Oz que corre en paralelo a la historia de Israel. Francamente he de decir que trasciende la simple narración de recuerdos infantiles para mostrarse como un mosaico donde la intimidad familiar y la historia colectiva de todo un pueblo se reflejan mutuamente. Oz mismo insistió en definir el libro no tanto como unas memorias convencionales, sino como un relato o cuento, una forma narrativa primigenia que «borra la línea entre ficción y no ficción» y permite mezclar todo: lo visto y vivido junto a lo imaginado y soñado. Y, en efecto, aunque el libro se nutre de la propia vida del autor en Jerusalén principalmente durante los años 1940 y 50, su estructura y su tono son literarios más que documentales. Oz admitió que hubo mucha inventiva en su reconstrucción: diálogos, detalles y la arquitectura misma del relato obedecía más a la imaginación que a la memoria literal. Esta libertad creativa da como resultado una prosa evocativa, melancólica y atrapante, como si fuera una antigua fotografía en sepia encontrada en un baúl, con episodios narrados en círculos concéntricos que se acercan paulatinamente al núcleo del dolor personal del autor –la pérdida de su madre– al tiempo que pincela un fresco de una época crucial en la gestación del Estado de Israel. «El amor» y «la oscuridad» del título operan así en múltiples niveles: por un lado, el amor a la familia, a los libros y a la tierra natal; por otro, la oscuridad de la depresión, el suicidio y la guerra.
Oz nació en 1939 en el seno de una familia de judíos europeos asentada en la comunidad judía de Jerusalén, cuando la ciudad aún pertenecía al Mandato Británico de Palestina. Sus padres, Yehuda Arieh Klausner y Fania Mussman, llegaron a Tierra Santa escapando de la creciente hostilidad antisemita en Europa oriental. El padre, Yehuda, provenía de Odessa, ciudad cosmopolita del entonces imperio ruso, y tras la Revolución bolchevique se refugió un tiempo en Vilna (actual Lituania) antes de emigrar en 1933 a Palestina. La madre, por otro lado, había crecido en una familia acomodada de Róvno (hoy Rivne, Ucrania) –por entonces parte de Polonia– y zarpó con los suyos hacia el Levante mediterráneo alrededor de 1934. Ambos eran judíos cultos, fervientes sionistas y profundamente europeos en sus hábitos. Se conocieron y casaron en Jerusalén, formando una pareja un tanto dispar: él, racionalista, políglota y ensimismado en los libros; ella, imaginativa, sensible y de temperamento melancólico. Un año después nació su único hijo, Amos, en una Jerusalén donde convivían el fervor sionista y la fragilidad de una comunidad aún bajo dominio británico. Aunque tanto los Klausner como los Mussman compartían un ardiente ideal sionista, en la práctica nunca dejaron del todo Europa atrás.
En el Jerusalén de los años 40, los parientes de Amos Oz tomaban té con pastas mientras debatían en ruso, polaco o yiddish; llenaban su pequeño piso con libros en múltiples lenguas y mantenían una mirada escéptica tanto hacia los judíos ortodoxos como hacia los pioneros socialistas. Oz, rodeado de volúmenes, soñaba no con ser escritor, sino un libro: objeto inmune al desgaste del tiempo. Aunque sus padres dominaban más de 16 idiomas, eligieron criarlo solo en hebreo, esa lengua antigua y resucitada que acompañaba el renacimiento del Estado. Su tío abuelo, el erudito Joseph Klausner, contribuía activamente a forjar ese idioma moderno. La familia, impregnada de cultura europea, simpatizaba con el sionismo revisionista de Jabotinsky, en abierta oposición al socialismo de Ben Gurión. Joseph Klausner, por cierto, fue una figura eminente: catedrático de Literatura Hebrea en Jerusalén y candidato presidencial por el partido Herut en 1949, cuando se enfrentó a Jaim Weizmann. Es bastante recordado por su audaz intento de reivindicar a Jesús como parte de la tradición judía, algo inusual en su tiempo. En su casa, donde el joven Oz era visitante habitual, se reunían intelectuales políglotas entre miles de libros, bustos de Beethoven y Jabotinsky, símbolos de su cultura europea y fervor nacionalista. Esa atmósfera marcó a Oz, quien absorbió desde niño tanto el orgullo intelectual como las tensiones políticas de su familia revisionista. Y mientras tanto, en las calles de Jerusalén, presenció el fin del Mandato Británico y el estallido de la guerra de 1948.
La figura del padre de Amos Oz en Una historia de amor y oscuridad es clave tanto en lo familiar como en lo simbólico. Yehuda Arieh, erudito formado en Vilna y políglota, jamás logró una cátedra y reputación como su tío Joseph Klausner. En una Jerusalén repleta de inmigrantes brillantes y escasas oportunidades académicas, Yehuda quedó relegado a un empleo menor: bibliotecario. Lejos del prestigio que deseaba. Oz retrata esa frustración con tacto: su padre, orgulloso del éxito de su tío, cargaba en silencio la herida de no haberlo igualado. Se sugiere incluso que Klausner, para evitar sospechas de nepotismo, prefirió no promover a su sobrino, dejándolo en la sombra por escrúpulo ético más que por falta de mérito. Esta tensión —entre la generación fundadora y sus herederos— revela cómo los ideales no siempre se traducen en reconocimiento ni felicidad. En política, Klausner y Yehuda compartían una visión nacionalista de derecha, anticomunista y crítica del laborismo dominante. Su rechazo al socialismo fue tal que prefirieron enviar a Amos a una escuela religiosa antes que a un colegio laico afiliado al sindicato obrero. Pese a su laicismo, expusieron al niño a estudios bíblicos para evitar la influencia de la izquierda. Así, Amos creció admirando a Jabotinsky y desconfiando de los líderes laboristas. Pero esa orientación se quebró. Tras el suicidio de su madre, Oz se rebeló. A los catorce años pidió ingresar a un kibutz laborista y cambió su apellido por Oz, que significa fuerza o coraje. Abandonaba el linaje Klausner y su mundo burgués para fundirse con el idealismo agrario de los pioneros. En el kibutz halló el reverso de su infancia: trabajo físico, comunidad y un ethos que contrastaba con la figura intelectual y retraída de su padre.
Si Una historia de amor y oscuridad es un tapiz donde se entrelazan familia y nación, en el centro del bordado está la figura trágica de Fania, la madre del autor. Desde las primeras páginas flota un enigma persistente: ¿qué le ocurrió a la madre de Amos? La narración avanza como un desvelo lento de ese secreto, a través de recuerdos, anécdotas entrañables y señales ominosas, hasta el clímax revelador de su suicidio. Fania aparece retratada con amor y nostalgia: era una mujer culta, de imaginación vívida, que contaba cuentos a su hijo, hablaba varios idiomas y había crecido en una Europa confortable hasta el arribo de la intolerancia antisemita. Pero la vida en la áspera Jerusalén de los años 40 fue tornándose gris, hasta volverse inhabitable. Oz primero nos la muestra en su esplendor, y poco a poco, revela las grietas interiores. Su depresión no se nombra hasta el final, pero está presente en cada gesto. Amos, niño aún, percibía la tristeza de su madre, intuía traumas arrastrados desde su infancia en Róvno: los pogromos, el antisemitismo latente, la emigración forzada, y más tarde, la pérdida de casi toda su familia durante el Holocausto. Fania sobrevivió a todo ello, escapó a Jerusalén, incluso al asedio de la guerra de Independencia, pero finalmente sucumbió a sus propios demonios. En 1952, con apenas 38 años, decidió poner fin a su vida en silencio. Esa muerte dejó una herida que atraviesa todo el libro. Oz confesó que, de niño, sintió ira hacia su madre; el abandono lo marcó, tanto a él como a su padre, quienes nunca pudieron hablar del tema. Durante décadas, Oz convirtió la memoria de Fania en un tabú, una oscuridad que no se atrevía a mirar de frente, ni siquiera consigo mismo.
Solo muchos años después, ya en la madurez, Oz transformó esa ira y culpa en algo distinto. Al escribir este libro, rondando los sesenta, lo hizo —según sus palabras— «sin una gota de odio ni amargura». Había aprendido a mirar a sus padres como si fuera su padre, con ternura más que reproche. Una historia de amor y oscuridad es, en ese sentido, una reconciliación póstuma, un intento de salvar, mediante la literatura, lo que la vida no pudo sanar. El relato vuelve una y otra vez sobre los últimos días de Fania —sus silencios, sus paseos bajo la lluvia, su despedida tácita—, cada vez con mayor claridad y cercanía emocional. Cuando Oz narra la noche del suicidio, el lector percibe toda la devastación, pero también la indulgencia del homenaje. Allí el título del libro cobra pleno sentido: es una historia de amor —el amor de un hijo por su madre— y de oscuridad —la sombra de la muerte y del dolor que esa historia conlleva—. La oscuridad había estado desde el inicio: la de la guerra, la de los secretos familiares. Y el amor se manifiesta en la escritura misma, que rescata a Fania del olvido y la convierte en personaje imperecedero. A lo largo del libro, la realidad se noveliza: Oz entrelaza recuerdos, relatos maternos y fantasías, fundiendo verdad y ficción hasta inmortalizar a Fania como mujer real y heroína literaria. Compartir ese secreto fue su catarsis.
La exploración de la memoria familiar que Amos Oz realiza en Una historia de amor y oscuridad encuentra ecos, o tal vez sea resonancia, en otras obras de autores judíos contemporáneos, especialmente en Philip Roth y Paul Auster, quienes desde contextos muy distintos también convierten la vida de sus padres en materia literaria. Si bien Roth y Auster escriben desde la diáspora estadounidense –lejos geográficamente de Israel–, sus libros Patrimonio y La invención de la soledad respectivamente, dialogan en sorprendente armonía con el de Oz en cuanto a temas de memoria, identidad y el vínculo padre-hijo. Contrastarlos enriquece la comprensión de la obra de Oz, pues permite situarla en un marco más amplio de la literatura judía de finales del siglo XX, donde el acto de recordar a los padres se convierte en un acto tan creativo como revelador, una oda al recuerdo, una honra póstuma.
Philip Roth, en Patrimonio, narra con honestidad la enfermedad y muerte de su padre, Herman Roth, a causa de un tumor cerebral. A diferencia de Oz, que reconstruye décadas después un trauma infantil, Roth escribe en caliente, casi a modo de diario, sobre los últimos meses de vida de su anciano padre. El tono es íntimo, sin adornos ficticios: Roth expone la progresiva decadencia física de Herman –un hombre de 86 años, tozudo, orgulloso y lleno de ingenio incluso ante la muerte– y registra los cuidados cotidianos, las conversaciones y la mezcla de ternura y exasperación que marcan ese tramo final. Patrimonio es una celebración de la vida del padre y, por implicación, de las raíces de la propia identidad del autor. En efecto, Roth elige el término «patrimonio» para enfatizar que, al acompañar a su padre hasta el final, él está asumiendo y honrando la herencia recibida –no en términos materiales, sino emocionales, culturales y éticos–. Hay en el libro de Roth un impulso parecido al de Oz: fijar por escrito los gestos, palabras y enseñanzas del progenitor antes de que se pierdan en la oscuridad del olvido. Sin embargo, el foco es distinto: Roth se centra en el legado paterno y en cómo la inminencia de la muerte precipita una comprensión más profunda de ese legado. Mientras Oz explora a una madre que murió joven y cuya historia quedó sepultada en silencio, Roth explora a un padre que muere en la vejez, tras una larga vida cuyos rasgos quiere preservar. Ambos, no obstante, comparten la convicción de que escribir sobre sus padres es una forma de mantenerlos vivos. Roth lucha por devolverle personalidad y dignidad a la muerte de su padre, y en ello radica el profundo humanismo del libro. De modo semejante, Amos Oz lucha por rescatar la singularidad de la vida de su madre –sus cuentos, sus frustraciones, sus sueños truncados– de entre las sombras de la historia. Si Roth escribe un panegírico amoroso a su padre, Oz construye una elegía luminosa a su madre. Ambos textos, cada cual a su modo, dignifican la memoria familiar y la incorporan a la gran tradición literaria.
En La invención de la soledad, y particularmente en su primera parte, Retrato de un hombre invisible, Paul Auster aborda la figura paterna desde una óptica más filosófica e introspectiva. Rememora a su padre, fallecido de forma repentina, dejando tras de sí un vacío lleno de preguntas. A diferencia de Herman Roth —el padre vital y tozudo que Philip Roth retrata—, el padre de Auster había sido un hombre distante, enigmático, emocionalmente ausente: alguien cuya intimidad le fue vedada incluso a su propio hijo. Tras su muerte, Auster descubre un secreto que explica, al menos en parte, ese hermetismo: años atrás, su abuela paterna había asesinado al abuelo, un hecho real que el escritor conoció tardíamente y que arroja una sombra sobre la historia familiar. La búsqueda de esa verdad oculta se convierte en una pesquisa literaria: Auster examina fotografías, cartas y recuerdos intentando recomponer la figura del padre que, en vida, siempre le fue opaca. El paralelismo con Oz es evidente: también él, tras perder a su madre, recurre a fragmentos dispersos de memoria e imaginación para comprender una presencia que se le escapaba. La diferencia está en el tono y el estilo. Auster escribe con una prosa fragmentaria, casi meditativa, y reflexiona sobre la naturaleza de la memoria y el acto mismo de recordar. La soledad del título es, en parte, la que deja la muerte, pero también aquella que se llena mediante la escritura, recreando en el papel la silueta del ausente. Mientras Oz ofrece un relato más narrativo, con personajes y escenas vivas, Auster desmonta la narrativa clásica y presenta un mosaico de citas, reflexiones y digresiones. Ambos, sin embargo, dialogan con padres ausentes y coinciden en una certeza: narrar es salvar. Mientras se les recuerde en palabras, algo de ellos persiste.
Resulta revelador que los tres autores —Oz, Roth y Auster—, cada uno desde su estilo y contexto, coincidan en retratar familias infelices y en explorar las tensiones del vínculo filial. La célebre sentencia de Tolstói sobre las familias desdichadas parece tener aquí cierto eco, aunque más que una coincidencia temática, lo que emerge es una sensibilidad compartida hacia la memoria y la identidad, quizás marcada por su origen común. Los tres son autores judíos de la misma generación —Oz nació en 1939, Roth en 1933, Auster, el más joven, en 1947— y, aunque sus geografías difieren (Israel versus Estados Unidos), comparten una necesidad de reconciliarse con la generación anterior, aquella que vivió la diáspora, la inmigración y, en muchos casos, la pérdida. Roth enfrenta la tensión de la asimilación americana: su padre pertenecía a esa generación de inmigrantes que buscó integrarse sin renunciar del todo a su idiosincrasia judía. Auster hurga en el vacío afectivo y el enigma de una familia ya asentada, pero con heridas soterradas. Oz, por su parte, indaga en el contraste entre la esperanza sionista y la tragedia europea que marcó a sus padres como pioneros en una tierra nueva, aunque cargando con los fantasmas del Viejo Mundo. En todos los casos, escribir es un acto de introspección: una forma de entender el propio origen y cómo la historia de sus progenitores los moldeó. Amos Oz dijo alguna vez que toda buena literatura trata sobre familias, de familias infelices particularmente. Esa afirmación podría extenderse a Roth y Auster. Las familias —con sus secretos, lealtades y fracturas— son para ellos el espejo donde se reflejan las paradojas de la condición humana.
Es imprescindible situar la obra de Amos Oz dentro del contexto de la literatura israelí, donde comparte protagonismo con otros grandes escritores que han abordado temas afines. Entre ellos destaca David Grossman, a quien podría considerarse colega y discípulo a la vez, pues, aunque pertenece a la generación siguiente —nació en 1954—, se ha convertido, junto a Oz, como una de las voces morales e intelectuales más influyentes de Israel. En su novela La vida entera, Grossman ofrece un contrapunto ficcional y profundamente significativo a la obra memorialista de Oz. Aunque se trata de una novela y no de una autobiografía, está atravesada por vivencias personales: Grossman la escribía cuando su hijo Uri murió en combate durante la guerra del Líbano en 2006, lo que le confiere a la obra una carga emocional y testimonial extraordinaria, al igual que el libro de Oz, vinculado a la generación fundadora de Israel. Ambas obras dialogan en torno al vínculo entre padres e hijos, pero desde ángulos inversos: Oz relata la pérdida de una madre desde la mirada del hijo; Grossman narra la angustia de una madre que teme perder a su hijo. En La vida entera, Ora —la protagonista— emprende una caminata casi ritual por Galilea para eludir la noticia fatal: su hijo Ofer, soldado, se ha ofrecido voluntario para una misión peligrosa, y ella, convencida de que su ausencia detendrá la muerte, decide huir para no recibir la notificación oficial. A lo largo del viaje, Ora le cuenta a Avram, su acompañante, la vida entera de su hijo: recuerdos, gestos, miedos y anécdotas. Esa narración tiene un propósito casi mágico: sostener con palabras la vida de Ofer. Así como Oz escribe para salvar del olvido a su madre, Ora narra para impedir la muerte de su hijo. Comparar Una historia de amor y oscuridad con La vida entera revela un contrapunto conmovedor: Oz escribe la historia de un hijo huérfano; Grossman, la de una madre que podría serlo —y aquí la lengua resulta insuficiente, pues no existe palabra que nombre a los padres que pierden un hijo—. En Oz, el leitmotiv es la búsqueda del sentido de la muerte de la madre; en Grossman, la lucha por mantener viva la presencia del hijo. Hay, además, un paralelismo metaliterario: Oz tardó décadas en escribir sobre la muerte de su madre; Grossman, en cambio, publicó La vida entera apenas dos años después de perder a su hijo. El primero enfrentó su duelo infantil a través de la escritura; el segundo, volcó en la ficción un dolor anticipado que luego se tornó real. Para ambos, la literatura fue un acto de memoria y, quizá, de redención.
Ambos libros han conmovido a lectores dentro y fuera de Israel porque, aunque aborden experiencias profundamente contextualizadas —la fundación del Estado, las guerras con los países vecinos—, en esencia tratan sobre padres, madres, hijos, pérdidas y esperanza: temas universales. No es casual que David Grossman, Amos Oz y A. B. Yehoshúa sean mencionados con frecuencia como la tríada mayor de la literatura israelí contemporánea. Los tres, con estilos distintos, han reflexionado desde la ficción o el ensayo sobre las encrucijadas entre la vida privada y la historia pública de Israel. Grossman, quince años menor que Oz y Yehoshúa, comparte con ellos una preocupación constante por la memoria y la identidad. Yehoshúa, por ejemplo, en novelas como El señor Mani o El amante, exploró sagas familiares a la sombra de los conflictos nacionales, indagando en las relaciones intergeneracionales, en la identidad judía y en las tensiones con los árabes. El señor Mani, construida como una secuencia de diálogos que atraviesan cinco generaciones de una familia sefardí, muestra cómo los dilemas políticos y existenciales se transmiten de padres a hijos. Como Oz, Yehoshúa entiende que la gran historia permea, silenciosa pero tenaz, la historia familiar.
Volviendo a Oz, su postura crítica frente al nacionalismo agresivo de Israel también se insinúa en Una historia de amor y oscuridad. Hacia el final, rememora breves encuentros infantiles con vecinos árabes de Jerusalén, y desde la mirada adulta reflexiona sobre la tragedia compartida de 1948. Aunque esos pasajes ocupan un lugar menor, su inclusión es reveladora e importante: Oz no quiso contar la épica fundacional solo desde la euforia sionista, sino que introdujo, aunque sea de forma tangencial, la otra cara, la de los desplazados. En eso se distancia de la visión de su padre y de su tío, para quienes tal perspectiva era impensable. Grossman llevaría más lejos esa empatía, dando voz a personajes árabes y criticando abiertamente la ocupación. Yehoshúa también abordó la convivencia interreligiosa, por ejemplo, en Viaje al fin del milenio. Puede decirse que Oz abrió una puerta en la autobiografía israelí, y que Grossman la cruzó. Grossman calificó Una historia de amor y oscuridad como la obra maestra de Oz, no solo por su valor literario, sino porque allí Oz armonizó todas sus facetas: el narrador íntimo, el cronista histórico y el humanista. Grossman no se equivocaba. El libro entrelaza lo íntimo y lo público, mostrando las fisuras de la nación a través de los ojos de un niño —y luego, la pluma de un adulto. Es el retrato conmovedor de una familia, marcada por el dolor y la pérdida, pero también el espejo de un país: euforia, guerra, divisiones internas, y las semillas de futuros conflictos. Oz logró una obra que es memoria, testimonio y, ante todo, gran literatura.
Con una voz lírica, a ratos irónica y siempre honesta, Amos Oz convierte sus memorias en un relato que trasciende lo personal y alcanza lo universal: una historia sobre el amor filial, la pérdida, el tiempo y sus heridas. Ya el título —Una historia de amor y oscuridad— nos anticipa el tono de un cuento, sí, pero de esos cuentos verdaderos que la vida dicta y la literatura depura. Oz no se limita a narrar los hechos; los transforma, mediante una prosa contenida y precisa, en una exploración de lo que significa crecer entre la fragilidad de los vínculos y la densidad de la historia. La lectura de este libro no revela que la realidad supere a la ficción —esa es una frase tan usada que ya suena vacía—, sino algo más profundo: que, cuando un escritor de verdad la toca, la realidad se revela en su dimensión más compleja, como si al mirarla a través de un cristal pulido viéramos por fin sus grietas, su fondo, su fulgor. Oz nos entrega su verdad —hecha de luces y sombras— y al hacerlo nos devuelve algo que es también nuestro: la conciencia de lo irrepetible, de lo que se pierde, de lo que queda. En las últimas páginas, el niño que fue —propagandista ingenuo del nuevo Estado— da paso al narrador adulto que entiende las falencias de sus padres y las contradicciones de su país. Esa es la reconciliación última: la del hombre con sus orígenes, mediante la alquimia de la literatura, que convierte lo vivido en arte. Una historia de amor y oscuridad no solo es la obra más ambiciosa y lograda de Amos Oz, sino también una de las cumbres de la literatura israelí del siglo XX —si no la más alta.
«La vida entera estaba llena de vergüenza.»
«Siempre es preferible la generosidad a la justicia y a la sinceridad.»
«Muchas veces la mente es el peor enemigo del cuerpo: no deja vivir al cuerpo, no le permite disfrutar cuando quiere disfrutar y no le permite descansar cuando suplica descansar.»
Muy interesante el relato de Amos Oz, la forma en que se presenta esta reseña nos muestra que la vida misma puede parecer un cuento, sin embargo depende de como quién lo narre. las vivencias sobre su madre, las preguntas no realizadas, y los enigmas no resueltos, hacen ver el valor de las relaciones y su postura frente al mundo, ahora que se ve desde una perspectiva adulta.
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