lunes, 25 de agosto de 2025

LA BALADA DE MAX Y AMELIE de David Safier

«Aparté la vista de esa madre que no vería nunca a sus hijos y eché a correr con Max hacia la puerta abierta. Pero allí había un tercer humano. Estaba tan pasmado que ni siquiera reaccionó cuando salimos a toda velocidad y enfilamos por la piedra, que el sol de la tarde había calentado, hacia el portón. Detrás de nosotros, los ladridos dieron paso a aullidos y gruñidos. Allí donde antes sólo olía a miedo, ahora olía a profunda desesperación.»

David Safier es un autor y guionista alemán, conocido por combinar el humor irreverente con temas existenciales y estructuras narrativas poco convencionales. Se formó como periodista y trabajó durante varios años en la televisión, donde obtuvo reconocimiento por su participación en guiones de series como Berlin, Berlin, que le valió un Premio Emmy Internacional. Su salto a la literatura se consolidó con Maldito karma, publicada en 2007, novela que se convirtió en un fenómeno de ventas en Alemania y fue traducida a decenas de idiomas. Desde entonces, ha cultivado una narrativa accesible pero no exenta de agudeza, donde lo fantástico y lo absurdo se conjugan con reflexiones sobre la culpa, el amor, la reencarnación o el sentido de la vida. Aunque sus obras a menudo han sido clasificadas como comedia ligera, lo cierto es que, bajo el tono desenfadado, se percibe una mirada irónica y lúcida sobre la condición humana, lo que le ha permitido conectar con lectores de muy distintas edades y culturas.

No he leído demasiadas novelas de David Safier, tan solo tres, incluyendo esta que es objeto de la reseña, por lo que no me atrevería a emitir un juicio categórico sobre su estilo. Es probable que con Maldito karma haya alcanzado notoriedad —y vaya que es un libro peculiar—, pero aún no sé si su encanto proviene de una frescura original o si responde más bien a una recurrencia narrativa propia del autor. En La balada de Max y Amelie, por ejemplo, nos encontramos nuevamente con la reencarnación como eje temático, aunque esta vez planteada desde una perspectiva distinta: más tierna, acaso más introspectiva, pero sin renunciar del todo al humor que parece caracterizar buena parte de su obra. No obstante, antes de continuar, he aquí la sinopsis:

«La existencia de Cicatriz, una perrita salvaje y solitaria que malvive en un vertedero de Nápoles, da un vuelco cuando conoce a Max, un perro domestico que le habla de una vida que ella jamás ha conocido: feliz y al cuidado de bondadosos seres humanos. Ambos emprenderán una aventura épica en una brutal carrera por la supervivencia y la búsqueda de un hogar y descubrirán que ese lugar sólo existe cerca de aquellos a quienes amas; donde se encuentra, en definitiva, tu corazón.»

La idea de la reencarnación en las novelas de David Safier debe entenderse como un recurso narrativo, no como una afirmación doctrinal. Del mismo modo, la transmisión de emociones humanas y la capacidad de comunicación compleja en animales responde a una tradición literaria muy antigua. No debería extrañarnos: las fábulas de Jean de La Fontaine, escritas en el siglo XVII durante el auge del clasicismo francés, utilizaron animales parlantes con el propósito explícito de transmitir enseñanzas morales, inspirándose a su vez en Esopo y en tradiciones orientales. Pero esta humanización simbólica del mundo animal es aún más antigua: se encuentra en los mitos sumerios, egipcios, griegos e hindúes, donde los animales eran portadores de sabiduría o castigo. En la cultura moderna, la lista es interminable: desde la literatura infantil hasta el cine y la televisión, los animales que piensan, sienten y hablan forman parte esencial del imaginario narrativo colectivo.

La balada de Max y Amelie, más allá de compartir con Maldito karma el tema de la reencarnación y el recurso de los animales parlantes, poco se le parece en tono o estructura. Si se me permite la analogía, recuerda más bien a una versión invertida de La dama y el vagabundo de Disney: aquí, Max es el caballero venido de la ciudad y Amelie —inicialmente llamada Cicatriz— la perra salvaje del vertedero. Pero que nadie se confunda: esta no es una historia para niños, ni siquiera creo que lo sea para adultos jóvenes. Hay humor, sí, pero también escenas de violencia bastante cruda, melodrama en dosis generosas y un intento por conferirle profundidad filosófica a una trama que quizá no lo exigía. La novela, al hacer reencarnar una y otra vez a sus protagonistas para reencontrarse, recuerda vagamente la idea del eterno retorno de Nietzsche: la repetición de lo vivido, con sus mismos dolores y anhelos, como condena o como prueba, siempre enfrentados a un adversario humano que, encarnación tras encarnación, busca separarlos por la vía más brutal: la muerte.

El eterno retorno de Nietzsche no es únicamente una hipótesis cosmológica, sino, sobre todo, una proposición ética radical: ¿cómo vivirías si supieras que cada instante de tu vida —cada decisión, cada dolor, cada alegría— habrá de repetirse infinitamente, una y otra vez, sin variación alguna? El planteamiento no exige creer literalmente en la repetición del tiempo, sino asumirla como una prueba de afirmación vital: sólo aquel que pueda decir «sí» a su vida tal como es, y desear que se repita eternamente, ha alcanzado la plenitud del amor fati. De las obras que he leído, la única que ha sabido comprender la verdadera profundidad de esta idea es La insoportable levedad del ser, de Milan Kundera. Allí, el eterno retorno no se enuncia como teoría, sino que se encarna existencialmente en los personajes, que viven entre la ligereza y el peso, entre lo efímero y lo irreversible. Kundera transforma el concepto en una estructura narrativa, en una tensión que da sentido —y a la vez condena—. Lo insoportable, entonces, no es tanto la repetición como la levedad: la posibilidad de que todo ocurra sólo una vez, sin consecuencias eternas, sin redención, sin castigo, y por tanto, sin sentido.

Donde La balada de Max y Amelie tropieza de forma más evidente es en su pretensión simbólica: el relato parece buscar significados profundos sin tener del todo claro cómo sostenerlos, y el lector, en más de una ocasión, queda a oscuras respecto al porqué de ciertos giros o motivaciones. Es cierto que Safier intenta explicar en algún momento el sentido de algunos elementos —las reencarnaciones, las conexiones entre personajes, los enemigos del pasado—, pero tales explicaciones rara vez resultan convincentes. Muchas decisiones, tanto de los protagonistas como del antagonista, se sienten arbitrarias o forzadas, alejadas de lo que uno esperaría de su naturaleza o conciencia. Así, no son ellos quienes impulsan la historia, sino que es la historia —y sus exigencias narrativas— la que parece arrastrarlos sin demasiada coherencia. Si se tratara de una película, no dudaría en señalar que sufre de un guion flojo, plagado de casualidades y conveniencias. Las reencarnaciones, las aventuras, los reencuentros y los obstáculos no surgen como consecuencia inevitable de los actos, sino como recursos colocados allí para sostener el relato, incluso a costa de la verosimilitud o del desarrollo auténtico de sus personajes. Safier nos pide que demos un salto demasiado grande, pero francamente considero que es mucho más apropiado que hubiese construido un puente.

En lo que respecta al apartado técnico, La balada de Max y Amelie está bien escrita, lo cual no sorprende en un autor publicado por una gran editorial. El narrador principal es la perra —Amelie, o Cicatriz—; Safier intercala además un narrador omnipresente en las retrospecciones, los sueños o las vidas pasadas, e incluso reserva una voz narrativa más contenida para la antagonista. En cuanto a la estructuración, es innegable que Safier entrega un texto mucho más pulido y, en ese sentido, más interesante desde el punto de vista del estilo y la técnica literaria. Francamente es destacable el recurso de narrar desde la perspectiva de Cicatriz con una prosa sencilla, bella y ligera, que permite empaparse del mundo desde la inocencia animal, y hace avanzar la lectura con fluidez y empatía. En conjunto, este control técnico refuerza la fábula, y demuestra que Safier domina el relato con recursos narrativos variados y bien ensamblados.

En lo personal, La balada de Max y Amelie me pareció aburrida. Sí, reconozco que quizá estoy siendo severo al emitir este juicio, pero no fueron pocas las veces que el libro me hizo entrecerrar los ojos, no por emoción, sino por el sueño que me provocaba. Nunca logré empatizar del todo con los personajes: cuando parecía que empezaba a conectar con alguno, surgía una decisión, un pensamiento o una acción que me alejaban de inmediato. La historia, además, recurre con insistencia a lugares comunes y soluciones complacientes, como si el único objetivo fuera que la trama funcione, aunque sea a costa de la sorpresa o del riesgo narrativo. Safier no deja de publicar —se ha convertido en un autor notablemente prolífico—, y cuando eso ocurre, es habitual toparse con obras menores. La balada de Max y Amelie no es un libro que recomendaría dentro de su obra, al menos no como una muestra representativa de su potencial literario. Sin embargo, si alguien busca una lectura ligera, entretenida en algunos tramos y que no demande demasiado compromiso emocional o intelectual, tal vez no sea una mala elección. 

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