jueves, 28 de agosto de 2025

ANIMALES DIFÍCILES de Rosa Montero

«No hay nadie tan fuerte como Yannis. Porque no le dan miedo sus emociones. No le asusta sufrir. El archivero perdió a su hijo en las Guerras Robóticas. Era un niño de cinco años; en mitad del conflicto no consiguió medicinas, no pudo llevarlo al médico ni alimentarlo adecuadamente. Es posible que, si has sufrido mucho y has logrado sobrevivir, adquieras una especie de superpoder emocional.»

Rosa Montero es una de las voces más reconocidas y queridas de la literatura y el periodismo español. Licenciada en Periodismo y Psicología, desde 1976 colabora de manera habitual con el diario El País, medio en el que ha desarrollado una cercanía con los lectores por su forma crítica, lúcida y tan particular de abordar ciertos temas. Como narradora, ha publicado La loca de la casa en 2003, Historia del rey transparente en 2005, La ridícula idea de no volver a verte en 2013 o La buena suerte en 2020, por mencionar algunos ejemplos, además de relatos y ensayos que han obtenido premios nacionales e internacionales. Su obra ha sido traducida a más de veinte idiomas y ha recibido, entre otros, el Premio Nacional de las Letras Españolas en 2017.

En las últimas décadas, las distopías han alcanzado una enorme popularidad gracias a sagas juveniles como Los juegos del hambre de Suzanne Collins, Divergente de Veronica Roth o El corredor del laberinto de James Dashner. Estas obras han acercado el género a millones de lectores jóvenes, pero al mismo tiempo han provocado cierto rechazo en otros sectores, que ya no consideran a la distopía como literatura «seria», sino como mero entretenimiento comercial. Sin embargo, lo cierto es que este género tiene una tradición mucho más profunda y respetada en la historia de la literatura, con novelas que son verdaderas joyas intelectuales y estéticas: El cuento de la criada de Margaret Atwood, 1984 de George Orwell, Un mundo feliz de Aldous Huxley o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. Estos libros no se limitan a contar una historia intrigante, sino que funcionan como ensayos encubiertos, visiones críticas de lo que ocurre, ha ocurrido o podría ocurrir en nuestras sociedades. La distopía, cuando está bien concebida, no es un simple vehículo de entretenimiento, sino un espacio para la reflexión filosófica, la denuncia social y la exploración de los miedos colectivos que marcan cada época. No obstante, antes de adentrarnos a la reseña de Animales difíciles, he aquí la sinopsis:

«En el Madrid de 2111, la detective Bruna Husky es contratada para investigar un atentado terrorista en las instalaciones de Eternal, una gran empresa tecnológica. Las primeras pistas la llevan hasta un periodista que sigue los pasos de uno de los asaltantes, pero cuando los implicados empiezan a desaparecer o a morir el rastro se pierde. La detective y su colega, el inspector Lizard, se verán atrapados en un enigma cada vez más sombrío, en una trampa mortífera diseñada por una mente criminal aterradora. Estamos ante una Bruna Husky llena de furia contra el mundo y, sobre todo, contra sí misma, porque ya no es una poderosa tecnohumana de combate sino un débil androide de cálculo. Y es desde esa nueva fragilidad desde la que debe afrontar el caso más peligroso y devastador de toda su carrera.»

Animales difíciles, publicada en 2025, es la cuarta entrega de la saga protagonizada por la replicante Bruna Husky, precedida por Lágrimas en la lluvia, El peso del corazón y Los tiempos del odio. Ya en mis reseñas anteriores señalé una tendencia descendente en la calidad: la primera novela me pareció una obra sólida, con densidad filosófica, recursos narrativos arriesgados como los fragmentos de archivo, y un trasfondo ciberpunk que reflexionaba sobre la memoria, la identidad y la fugacidad de la vida. La segunda, si bien interesante, se inclinó hacia el thriller de espionaje, con menos simbolismo y más intriga política, sostenida todavía por el eco de la fuerza inicial. La tercera confirmó mis sospechas: fue la más floja de todas, entretenida pero predecible, con personajes secundarios más rígidos y una trama que sacrificaba matices en favor de la acción. En esa reseña advertí que temía la aparición de una cuarta entrega, porque Rosa Montero había entrado ya en la dinámica de las sagas, lo cual no necesariamente es bueno. De hecho, desde Lágrimas en la lluvia marqué el riesgo: la novela estaba sobrecargada de elementos de ciencia ficción que en sí mismos ya eran difíciles de manejar. La autora desplegó androides conscientes que enfrentaban su propia muerte programada; la teletransportación como recurso tecnológico de alcance global; la minería espacial y sus conflictos económicos y ambientales; ciudades flotantes e independientes que reconfiguran la idea de urbanismo y aislamiento; la convivencia con especies extraterrestres y la presencia de fauna alienígena como mascotas; las mejoras biológicas que ponen en duda la frontera entre humano y posthumano; e incluso la aparición de un país único global que funciona como laboratorio político del futuro, entre otras muchas, muchísimas cosas más. Cada uno de estos elementos, tomado por separado, es un universo narrativo con implicaciones sociales, filosóficas y políticas enormes. Integrarlos todos en una sola obra, como intentó Montero, suponía ya un riesgo de saturación, porque la riqueza de cada tema se diluye cuando se acumulan en exceso, y lo que debería ser materia de una saga completa se volvió apenas telón de fondo en una sola novela.

En este cuarto libro, Montero decide subirse a otra moda: la de la inteligencia artificial y, en particular, el miedo a sus peligros. Pero resulta difícil no percibir cierto anacronismo: si la saga transcurre en pleno siglo XXII, cuesta creer que recién entonces surjan las alarmas sobre la IA, cuando ya desde las primeras entregas existían androides, robots de alta complejidad, teletransportación y toda una panoplia de tecnologías futuristas. El temor a la inteligencia artificial, más propio del debate de nuestros días, se siente fuera de lugar en ese universo narrativo. Y aquí conviene aclarar un punto: lo que suele malentenderse sobre la IA es que sea una amenaza autónoma, casi apocalíptica, cuando en realidad es una herramienta que, como toda innovación humana, depende del uso que le demos. El miedo proviene del imaginario popular, alimentado por la ciencia ficción y por titulares alarmistas, pero la inteligencia artificial no es en sí un peligro, sino un salto evolutivo comparable a la revolución industrial o al nacimiento de internet: una ampliación de nuestras capacidades, una ayuda para afrontar problemas complejos, un aliado más que un verdugo. El riesgo, como siempre, no está en la máquina, sino en el ser humano que decide cómo emplearla.

Pero bueno, aceptemos la idea que plantea Rosa Montero, que en aquel futuro existe el peligro de que la IA tome tal consciencia que pretenda dominar al mundo. En cierta forma, esto ya lo habíamos visto en la película I, Robot de 2004, donde Will Smith se enfrentaba a una rebelión de robots dirigida por una superinteligencia llamada VIKI (Virtual Interactive Kinetic Intelligence), un cerebro positrónico que decide reinterpretar las Tres Leyes de la Robótica para concluir que debe controlar a la humanidad «por su propio bien». Aquella película, por cierto, apenas conserva de Asimov el título y las famosas leyes, porque lo demás es una adaptación libre, más cercana al blockbuster de acción que a la sutileza filosófica del autor. Animales difíciles recuerda un poco a esa lógica: funciona, sí, como un thriller policial con tintes futuristas, pero lo hace en una clave ya gastada. Si la tercera entrega era la más floja hasta entonces, esta cuarta parece escrita únicamente para estirar la popularidad de la saga. La historia ya no se siente fresca ni demasiado creíble; por momentos se vuelve tediosa, indecisa en su rumbo, y cuando llegamos al final lo que hallamos es una resolución construida a base de conveniencias, casualidades y sinsentidos. Tampoco ayuda que el arco de Bruna Husky dé la impresión de haberse estancado: este «nuevo cuerpo» suyo parece retroceder en madurez, y los demás personajes resultan planos, porque su desarrollo pertenece a libros anteriores y los nuevos, por su parte, carecen de profundidad, sus motivaciones nunca terminan de entenderse. En conjunto, lo que se impone es una sensación de desgaste: realmente no se entiende qué le pasó a Montero, ni por qué insistió en alargar una historia que parecía haber encontrado ya su cierre natural.

La cuarta entrega evidencia un problema clásico de las sagas cuando se prolongan más allá de lo necesario: la fatiga de la fórmula. Cuando un universo narrativo se estira más de lo debido, la energía inicial se dispersa, los riesgos se sustituyen por repeticiones y los personajes comienzan a perder espesor. Eso se percibe con claridad aquí. Lágrimas en la lluvia funcionaba porque era un relato autónomo y redondo, con densidad filosófica y simbólica, capaz de cerrarse con fuerza en sí mismo. Pero a medida que avanzó la saga, el cúmulo de elementos pasó de ser un abanico estimulante a convertirse en un decorado sobrecargado. Cada uno de esos recursos podría sostener una obra entera, pero juntos se diluyen y pierden fuerza. Esta deriva es típica de los proyectos alargados: cuanto más se añaden artificios, más difícil resulta mantener la coherencia tonal y dramática. El síntoma más visible está en Bruna Husky: antes intensa y compleja, ahora reducida, irritable, casi adolescente en sus caprichos, lo que la vuelve difícil de acompañar. Su arco, en lugar de madurar, retrocede, y con él el mundo que habita.

Animales difíciles, aunque es sin duda la más floja de toda la saga de Bruna Husky (a menos que aparezca una quinta o sexta entrega), todavía puede situarse por encima de la media de muchas distopías juveniles; en ese terreno no hay comparación. Rosa Montero investiga, documenta y aporta argumentos con validez, pero el problema es que aquí esos planteamientos llegan tardíos, anacrónicos y en cierto modo fuera de lugar. La historia, usada como vehículo para reflexionar sobre el temor a la inteligencia artificial, su uso irresponsable y esa pulsión narcisista de «creerse dios», simplemente no termina de permear. Quizá lo más sensato hubiera sido concebir otra distopía desde cero en lugar de intentar encajar estas ideas en una saga que parecía haber cerrado su arco, porque de lo contrario lo que se obtiene es la sensación de un parche viejo sobre un traje nuevo. El mensaje, que podría haber sido lúcido, se vuelve por momentos extremo y difuso, y en cierta medida hasta apena. Toda rama es menor que el tronco, y en este caso el tronco es Lágrimas en la lluvia. ¿Recomiendo la novela? Aquí aparece el dilema. Animales difíciles no funciona sola, depende de las entregas anteriores para cobrar coherencia. Tal vez un lector joven o neófito se emocione con la acción y toda esa ciencia ficción amalgamada que no da tregua e entender sus reglas, pero para un lector veterano —y más aún si no ha seguido la saga— lo que aparece es un conjunto de disparates sin ton ni son que rodean una idea que recuerda más a una propaganda de advertencia radicalizada y decimonónica que a una verdadera reflexión filosófica sobre el futuro.

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