lunes, 25 de agosto de 2025

CUENTO DE HADAS de Stephen King

«Decidí recoger a Radar y volver. Replantearme mis opciones. Tratar de concebir un plan mejor, uno que me permitiera ausentarme una semana o incluso dos sin que nadie se preocupara. Ignoraba cuál podía ser ese plan, y creo que en el fondo de mi alma (en ese armario oscuro y pequeño donde guardamos los secretos que intentamos ocultarnos a nosotros mismos) sabía que seguiría postergándolo hasta que Radar muriese, pero eso era lo que pretendía hacer.»

Stephen King es, quizá, el escritor vivo más leído del planeta, y sin embargo, seguir presentándolo resulta casi una redundancia. Nacido en 1947 en Maine, lleva publicadas más de sesenta novelas y alrededor de doscientos relatos, lo cual lo convierte en un género en sí mismo. Ha sido llamado «el maestro del terror», aunque lo suyo ha sido también el retrato de la vida americana en sus variantes más cotidianas y, por eso mismo, más inquietantes. Acusado de prolífico en exceso, de repetirse y de extenderse más de la cuenta, sigue siendo, pese a todo, un narrador con una habilidad inusual para atrapar al lector desde la primera página. Lo curioso es que, si no fura por tanta fama, quizá la crítica más purista y elitista le daría el lugar que merece; y que, ante los lectores y la propia historia de la literatura, se ha ganado ya.

Los cuentos de hadas, esos relatos que hoy parecen inofensivos y hasta infantiles, nacieron de una tradición mucho más antigua y oscura: la oralidad de pueblos que, al explicar el mundo, recurrían tanto a lo maravilloso como a lo temible. No es casual que su origen se halle en las narraciones populares medievales y renacentistas, recogidas con empeño por autores como Charles Perrault en el siglo XVII o, más tarde, por los hermanos Grimm en el XIX, quienes no hicieron sino fijar en la página lo que antes se transmitía junto al fuego, en las plazas, en los mercados, y lo suavizaron apenas para que pudiera circular en la naciente cultura burguesa. Antes que literatura, fueron advertencias, moralejas disfrazadas de fábulas. Y en 2022 Stephen King publica una obra que, para ser un cuento de hadas, le sobran muchos cientos de páginas, aunque eso, viniendo de él, tampoco sorprende. Cuento de hadas no es un simple divertimento fantástico ni una recreación ligera de los relatos tradicionales, sino un intento —a veces logrado, a veces excesivo— de reescribir el género desde la perspectiva de un narrador acostumbrado a la vastedad y al detalle. King retoma los símbolos primordiales del cuento —el héroe adolescente, el portal secreto, el reino devastado, las criaturas monstruosas— y los expande con su prosa inconfundible, que parece incapaz de la concisión. No obstante, antes de continuar con la reseña, he aquí la sinopsis:

«Charlie Reade parece un estudiante de instituto normal y corriente, pero carga con un gran peso sobre los hombros. Cuando él solo tenía diez años, su madre fue víctima de un atropello y la pena empujó a su padre a la bebida. Aunque era demasiado joven, Charlie tuvo que aprender a cuidarse solo... y también a ocuparse de su padre.  Ahora, con diecisiete años, Charlie encuentra dos amigos inesperados: una perra llamada Radar y Howard Bowditch, su anciano dueño. El señor Bowditch es un ermitaño que vive en una colina enorme, en una casa enorme que tiene un cobertizo cerrado a cal y canto en el patio trasero. A veces, sonidos extraños emergen de él. Mientras Charlie se encarga de hacer recados para el señor Bowditch, Radar y él se hacen inseparables. Cuando el anciano fallece, le deja al chico una cinta de casete que contiene una historia increíble y el gran secreto que Bowditch ha guardado durante toda su vida: dentro de su cobertizo existe un portal que conduce a otro mundo.»

Stephen King es el escritor que más he leído. No he leído todos sus libros, claro está, pero puedo decir que al menos he recorrido unas cuarenta de sus novelas, y eso no es poco en realidad. La verdad es que no tenía grandes expectativas sobre Cuento de Hadas. Lo compré el mismo año en que se publicó, pero fueron necesarios tres años para que me decidiera a abrirlo. Quizá porque, en primer lugar, con sus 850 páginas el título de «cuento» suena poco apropiado, y en segundo lugar, porque no me atraía demasiado la propuesta. No era la primera vez que King se adentraba en la fantasía: ya lo había hecho en 1984 con Ojos de Dragón, un libro que no me pareció malo, pero que distaba de ser representativo en el conjunto de su obra. Casi cuatro décadas después, sospechaba que Cuento de Hadas sería algo semejante, una rareza o un divertimento menor. Y acerté sólo a medias. Porque sí, es más ambicioso, más vasto y complejo que Ojos de Dragón, con un mundo trabajado con esmero y cierta hondura simbólica; pero, al mismo tiempo, no deja de situarse en ese terreno incierto de las obras menores, las que, aun bien hechas, no alcanzan a rozar la grandeza de It, El resplandor, Apocalipsis, 22/11/63, La milla verde, El visitante, por mencionar algunas.

El primer gran acierto de King fue, sin duda, el diseño y la hondura de su protagonista, Charlie. Niño que perdió a su madre demasiado pronto y que luego debió enfrentarse al alcoholismo del padre, crece marcado por cicatrices invisibles, por heridas que no lo doblegan pero que lo vuelven más duro, más auténtico. Desde el inicio, King lo presenta como alguien roto, sí, pero no frágil; alguien en quien es fácil reconocerse porque no lloriquea ni se esconde en las sombras de su desgracia, sino que asume la vida con una madurez que desarma. Esa primera parte del relato —no tan breve como se esperaría en un prólogo— constituye, a mi juicio, uno de los tramos más sólidos de la novela, quizá el mejor. Luego, es cierto, sobreviene el cliché del anciano ermitaño en su casa gótica, Bowditch, figura que parece sacada de un molde reconocible y que recuerda a ese otro relato, El teléfono del señor Harrigan. Pero pronto encuentra su propio pulso: el relato se transforma en la historia de un muchacho que, con un pasado de travesuras y algún vandalismo, termina entregando cuidados, compañía y dignidad al hombre más odioso, solitario y hermético del vecindario. Ese arco, cerrado ahí, habría sido perfecto: tragedia, resistencia, redención. Y sin embargo, King decide que esa sea apenas la mitad del libro.

¿Qué viene después? El viejo cliché, desde luego, ese que dicta que en toda casa antigua y medio en ruinas hay un secreto aguardando, o en este caso el cobertizo, como si los muros mismos lo respiraran, como si el anciano que allí vivió no hubiera sido sino su guardián más que su dueño. Y es verdad, son lugares comunes, lugares tan repetidos que casi suenan a farsa, pero en un cuento de hadas, incluso en uno tan desmesurado y sombrío como el de King, no podía ser de otro modo. Lo que sigue es la inevitable caída hacia la fantasía, esa sensación de vértigo que ya conocemos: es como ver a Alicia perderse en la madriguera, como Dorothy arrastrada por el tornado a un país imposible de Oz, como Lucy Pevensie apartando los abrigos del ropero hasta descubrir la nieve de Narnia. Y también, por qué no, como Jake Epping cruzando el portal que lo devuelve al pasado en 22/11/63. Sólo que aquí, en lugar de retroceder en el tiempo, el protagonista traspasa un umbral hacia un mundo fantástico, un territorio quebrado, de fantasía postapocalíptica, porque sería inconcebible en King un reino prístino, inocente y sin sombras: para él la maravilla siempre exige su cuota de devastación.

La segunda parte del libro es, propiamente, el cuento de hadas, y es allí donde la narración, al menos para mí, comienza a flaquear. Charles entra en ese mundo con un arco ya recorrido, con una evolución previa que parecía encaminada, pero cuya motivación ahora resulta endeble: rejuvenecer a la vieja perra de Bowditch. No deja de ser conmovedor, pero si se piensa un poco, arriesga demasiado, no sólo la vida de la mascota heredada, sino también la suya, y con ello, la tranquilidad de su padre, que apenas empieza a reconstruir su vínculo con él. Desde ese punto, las decisiones del protagonista no se corresponden del todo con lo que hasta entonces habíamos entendido de su carácter, y más de una vez da la impresión de que las cosas le suceden, de que se convierte en espectador arrastrado por la corriente de la trama. En su recorrido, es cierto, aparecen figuras extrañas y memorables —personas sin boca, sin ojos, sin orejas, sin rostro—, y la atmósfera remite inevitablemente a El mago de Oz, con la diferencia de que la ciudad que aguarda no es de esmeraldas, sino de ruina, comparada incluso con R’lyeh, y más adelante conoceremos que dominada por una abominación semejante al Cthulhu. Hay de todo: habitantes forzados a ser gladiadores, zombis, espectros, lobos, gigantes y hasta un dragón. Es un carnaval fantástico, pero un carnaval en el que las reglas parecen improvisadas, donde lo absurdo se tolera porque así ocurre en los cuentos de hadas, aunque aquí la moraleja se diluye. Y lo que falla, me parece, no es tanto el fondo —ese mundo extraño, postapocalíptico, casi fascinante—, sino la forma: la ausencia de una motivación sólida para que Charlie decida salvar lo que no le pertenece, el paso repentino de muchacho a héroe sin razón convincente, como si a King le sobrara escenario y le faltara resolución, estirando los hilos sin encontrar nunca el nudo final.

Un primer acierto técnico en Cuento de hadas es que la voz narrativa no pertenece al Charles adolescente que vive los hechos, sino a un Charles adulto de veintisiete años que los recuerda. Ese recurso introduce una distancia prudente, una madurez que vuelve creíble no sólo la manera en que se relata la experiencia, sino también la reacción que tuvo aquel muchacho en medio de situaciones que, contadas en presente, sonarían demasiado precipitadas o inverosímiles. La narración avanza en línea recta, sin saltos temporales excesivos, y las revelaciones se van dosificando con naturalidad; aunque por momentos se tiene la impresión de que es el propio King quien va inventando detalles sobre la marcha, agregando capas que no estaban del todo previstas al inicio, como si la historia le dictara giros imprevistos a medida que la escribía. En lo que respecta al acto de narrar, es difícil que King falle: su prosa mantiene esa claridad envolvente que lo caracteriza, esa maestría de la sencillez que permite al lector seguirlo sin esfuerzo, pero sin caer jamás en la mediocridad o en lo plano. Además, cada capítulo comienza con una ilustración al estilo de grabado clásico, un guiño estético que añade autenticidad al relato, como si realmente estuviéramos abriendo un cuento antiguo, aunque el protagonista consulte un iPhone o se mueva en coordenadas plenamente contemporáneas. Ese choque entre lo arcaico y lo moderno, entre un mundo encantado y la trivialidad cotidiana, constituye otro de los logros narrativos: la tensión permanente entre lo que creemos pasado y lo que sabemos presente.

Ya para cerrar, el resultado de Cuento de hadas oscila entre lo maravilloso y lo desmesurado: por un lado, la obra hereda la universalidad de Perrault o de los Grimm, esos relatos transmitidos oralmente que cimentaron la imaginación occidental; por otro, encarna la tentación moderna de convertir un mito breve en epopeya, de expandir hasta lo inusitado aquello que en origen vivía de la concisión y de la insinuación. Y sin embargo, en manos de King, esa expansión no se percibe como una traición al género, ni como un abuso de la paciencia del lector, sino como un modo distinto de habitar el cuento, de prolongar su respiración hasta darle una vida mayor. No sentimos que nos robe el tiempo, ni que nos arrastre a un tedio innecesario, porque su prosa sabe mantener la tensión y la curiosidad. Más bien, el efecto es paradójico: lo que debería ser fugaz se convierte en experiencia inmersiva, como si el acto mismo de alargar un cuento fuera otra forma de reescribirlo, de hacer que lo maravilloso, en lugar de desvanecerse en un instante, se instale en nosotros con la permanencia de una novela.

Francamente, todos los libros largos tienen ese efecto de hacernos entrar en intimidad con ellos, siempre que no resulten aburridos o insoportables, y este de King no es la excepción. Uno termina por acostumbrarse a la voz, a los personajes y hasta a sus desvíos, como si fueran parte de una compañía que, al cabo de tantas páginas, ya no se quiere dejar del todo. No es, desde luego, la obra que recomendaría para conocer a King, ni mucho menos el libro que lo representa en su mejor versión; pero tampoco es una pérdida de tiempo. Funciona, más bien, como una novela para pasar el rato sin que quede la sensación ingrata de haber desperdiciado las horas: entretiene, mantiene el pulso narrativo, y hasta logra que se nos escape cierta melancolía cuando llegamos al final, como suele ocurrir con esos libros que, sin ser imprescindibles, acaban acompañándonos más de lo que hubiéramos previsto. Quizá no recordaremos este mundo fantástico llamado Empis como Hogwarts, Narnia, el País de Nunca Jamás, Oz, R'lyeh o incluso el Mundo Medio de la Torre Oscura, pero sí que recordaremos a una perra llamada Radar.

«Siempre hay alguien que comete un error. Lo cual no es lo mismo que ser culpable.» 

«El tiempo es el agua. La vida es solo el puente bajo el que pasa.»


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