«Pensé entonces en ese sentimiento que me acompañaba desde hace algunos años, esa noción de que todos estamos de paso por un corto e irrepetible lapso de tiempo, y sin embargo, nos pasamos la vida pataleando desenfrenados para lograr objetivos que una vez alcanzados no significan gran cosa. Y como si eso fuera poco, pronto iniciamos un nuevo pataleo titánico en pos de otro objetivo, con la esperanza de alcanzar la satisfacción prometida. Ese algo que nunca llega. Y frente a esa evidencia, hasta la más trascendente (o insignificante) de las aspiraciones, como amoblar mi propio departamento, llevar a cabo un proyecto fotográfico o incluso enamorarme, pierde todo sentido.»
Carla Guelfenbein es una escritora chilena con raíces ruso-judías que ha construido una obra que se mueve entre la intimidad de lo doméstico y las turbulencias de la historia de las últimas décadas del siglo XX de su país. Estudió biología y diseño, y vivió parte de su juventud en el exilio londinense, razón por la que en sus novelas la memoria, la pérdida y la búsqueda de identidad aparecen como constantes. Fue ganadora del Premio Alfaguara de Novela en 2015 con Contigo en la distancia, una narrativa que explora las contradicciones del amor, la fragilidad de los vínculos y las huellas de la violencia política.
El revés del alma, publicada en 2002, fue la primera novela de Carla Guelfenbein y, conviene decirlo, un buen debut literario. No me parece una obra extraordinaria, pero sí un libro que, por los temas que aborda, por la manera en que los trabaja, por la estructura narrativa que ensaya y, sobre todo, por el tono y la prosa de la autora, consigue un ritmo que lo sitúa por encima de la media. En realidad, no da la impresión de ser una primera novela, sino la obra de alguien que ya domina sus recursos. No obstante, para poder continuar con la reseña, he aquí la sinopsis:
«Tres mujeres de hoy, tres vidas muy intensas. Todas hablan y preguntan en busca de su propia respuesta. Ana, una prestigiosa fotógrafa que vive en Londres, viene a Chile por primera vez después de veintiún años. Deja atrás su relación con un atractivo científico inglés y a Elinor, su aristocrática amante. Aun cuando huye de sus compromisos, deberá enfrentar la bulimia de Daniela, su sobrina. Al mismo tiempo, lidiará con Cata, madre de Daniela, quien vive presa de su sentido de responsabilidad.»
El revés del alma adopta una estructura polifónica que articula tres voces distintas: una narración en tercera persona focalizada en Ana, que en determinados pasajes se desliza hacia una subjetividad que transmuta a la primera persona, y dos narraciones explícitamente en primera, las de Daniela y Cata. Este cruce de registros produce un efecto de espejo, no porque cada voz deba leerse estrictamente como un alter ego de la autora, sino porque amplían la comprensión de un mismo universo femenino desde ángulos complementarios. Ana, fotógrafa que regresa a Chile tras más de dos décadas de exilio en Londres, encarna la dificultad de habitar de nuevo un país que ya no le pertenece del todo; Daniela, su sobrina de diecisiete años atrapada en la bulimia, ofrece la perspectiva de la adolescencia, interrumpida y herida, con sus fragilidades y contradicciones; y Cata, madre de Daniela, pone en escena la maternidad y sus dilemas íntimos, el control afectuoso que se vuelve conflicto, la crisis de edad y el desgaste de un matrimonio. Tres mujeres, tres formas de narrar, tres maneras de concebir la experiencia y darle voz. El mérito de Guelfenbein radica en entrelazar estas perspectivas sin que una anule a la otra, logrando que la novela funcione como un diálogo de conciencias más que como el simple retrato individual de cada una.
Leída hoy, El revés del alma puede entenderse como una novela feminista en el mejor sentido del término: no una consigna ni un espejo invertido del rencor, sino una ética de la igualdad y la dignidad que reconoce presencia, vulnerabilidad y fortaleza sin convertir a los hombres en enemigos naturales. Guelfenbein articula tres conciencias femeninas —no para levantar dogmas, sino para mostrar modos distintos de afrontar la herida y la responsabilidad— y sitúa el cuerpo como espacio de conflicto y resiliencia: el retorno de Ana tras décadas fuera, la fragilidad de Daniela marcada por un trastorno alimentario, la maternidad exigente de Cata. Así, la novela sugiere que hay diferencias en la manera de enfrentar la adversidad —no mejores ni peores, sino distintas— y que también existen fallas cruzadas: hombres que faltan, que fracasan, que fallan y otros que no, que aciertan, que comprenden, que apoyan; mujeres que sostienen, que defienden, que se entregan y mujeres que traicionan, que dañan, que envilecen.
Y, además de ese trasfondo femenino que atraviesa El revés del alma, se marca y con fuerza otra constante transversal: la tensión entre la identidad propia y las expectativas ajenas. Daniela, a sus diecisiete años, se ve atrapada en un ideal de belleza que no le pertenece: la bulimia no es solo una cuestión física, sino su manera de responder a un estándar que la devora y que no deja de ser un espejismo. Se inventa una identidad de actriz protagónica para no defraudar a su círculo de amigos y familiares, cuando solo obtuvo un papel secundario e irrelevante; vive con un actor, un galán, que quizás no ama, pero que le ofrece una fugaz libertad del control materno, de sentirse una mujer plena cuando todavía no ha abandonado la adolescencia. Y Cata —esa madre enmarcada en el estándar social— se debate en ese deseo inconfeso de seguir protegiendo a su hija que a sus ojos todavía es una niña, y de aferrarse al tiempo, lo cual profundiza su crisis de edad, de lugar, de pertenencia. Y se da cuenta que sus amigas —esas compañeras de sociedad— en realidad funcionan como un club de chismes más que de solidaridad, dispuestas sin saber a debilitar un matrimonio. ¿Y Ana? Su identidad es un territorio mejor trazado: la fotógrafa que vuelve del exilio londinense aún no sabe lo que quiere, ni en el amor ni en la vida —quizá no se trata de haberse perdido, sino de no haber tenido prisa por encontrarse. Su viaje no es solo geográfico, sino íntimo: regresa para retratar rostros humildes, anónimos casi, y en ese proceso cruza el umbral de su propia memoria.
Una de las partes del libro que más me impresionó como lector fue la manera en que se narran los efectos de la bulimia. El sufrimiento de Daniela se sentía demasiado real, palpable incluso en sus gestos, en las secuelas físicas que el trastorno deja sobre el cuerpo y la mente, y en la forma en que va alterando su relación con los demás. Esa veracidad no parece casual: Carla Guelfenbein padeció anorexia a la misma edad que su personaje, y esa experiencia personal dota de un espesor auténtico a la ficción. Conviene recordar que bulimia y anorexia no son lo mismo: la primera implica ciclos de ingesta compulsiva seguidos de vómitos autoinducidos o conductas purgativas, mientras que la segunda consiste sobre todo en la restricción alimentaria extrema y la obsesión con la delgadez. Ambas comparten el mismo trasfondo de autoexigencia y dolor, pero se manifiestan de modos distintos. Y aunque el trastorno alimenticio no sea el tema central de la novela, su aparición me parece una de las formas más honestas y correctas de introducirlo: no como lección médica ni moral, sino como una herida secreta que define a un personaje y revela su fragilidad.
El revés del alma es una novela que, sin dudarlo, puedo recomendar. Ya lo he dicho antes: no me parece una obra extraordinaria, de esas que marcan época o que imponen un antes y un después en la literatura de un país o incluso en las publicaciones del propio escritor, pero sí es una buena novela, en el sentido más pleno del término. Está bien construida, es redonda, se sostiene por mérito propio y con una prosa cuidada que revela calidad literaria. Y, sobre todo, no deja lugar a la indiferencia: interpela, conmueve en ciertos pasajes, incomoda en otros, y obliga al lector a permanecer hasta el final, lo cual ya es mucho más de lo que pueden ofrecer tantas primeras novelas.

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