«Su tarea, cardenales electores, consiste en elegir a un nuevo capitán que ignore a aquellos de nosotros que dudan y sujete el timón con firmeza: Todos los días surge un nuevo “ismo”. Pero no todas las ideas valen igual. No todas las opiniones tienen idéntica importancia. Una vez que sucumbimos a “la dictadura del relativismo”, como acertadamente se la llama, e intentamos sobrevivir adaptándonos a todas las sectas efímeras y a todas las modas del modernismo, nuestra barca se extravía. No necesitamos una Iglesia que se mueva con el mundo, sino una Iglesia que mueva el mundo.»
Robert Harris es un escritor y periodista británico, conocido por su habilidad para combinar rigor histórico con tramas de alta tensión narrativa. Estudió Literatura Inglesa en la Universidad de Cambridge y trabajó como columnista y editor en medios como The Sunday Times y The Observer, antes de dedicarse por completo a la ficción. Su primera novela, Patria, publicada en 1992, imaginó un mundo alternativo en el que la Alemania nazi ganó la Segunda Guerra Mundial, convirtiéndose en un fenómeno de ventas y crítica. Desde entonces, ha cultivado con éxito la novela histórica y el thriller político, con títulos como Enigma, Pompeya y la trilogía sobre Cicerón —Imperium, Conspiración y Dictator—, donde combina erudición clásica con tensión dramática. En 2010, su novela El poder en la sombra fue adaptada al cine bajo el título The Ghost Writer, dirigida por Roman Polanski. La obra de Harris destaca por su precisión documental, su ritmo sostenido y su capacidad para explorar las complejidades del poder en distintas épocas.
No habría oído hablar de la novela Cónclave de Robert Harris de no ser porque la película homónima de 2024 obtuvo el Oscar al mejor guion adaptado y, además, acumuló otras siete nominaciones, incluida la de mejor película. Vi el filme, y debo decir que tiene méritos suficientes, incluso más que la que se llevó el premio aquel año, aunque esto sea ya cuestión de perspectivas. Lo que de veras me empujó a leer la novela, sin embargo, fue un hecho extraliterario: la muerte del papa Francisco en abril de 2025. Y, claro, por lo poco distante de las fechas entre la ficción llevada al cine y la realidad de los titulares, la coincidencia raya en lo inverosímil, en lo que uno llamaría casualidad demasiado estirada, pero al fin y al cabo, casualidad. No obstante, antes de continuar esta reseña, he aquí la sinopsis:
«El Papa ha muerto. En la Capilla Sixtina, a puerta cerrada, ciento dieciocho cardenales procedentes de todos los rincones del globo emitirán su voto en la elección más secreta del mundo. Son hombres de fe. Pero tienen ambiciones. Y rivales. En las próximas setenta y dos horas uno de ellos se convertirá en el líder espiritual con más poder de la tierra.»
Bueno, dado que comencé hablando de la película, conviene apresurar ese paso y despacharlo de una vez. Haber visto antes la cinta y acudir después al libro me restó, inevitablemente, parte de la experiencia, pues tanto la novela como la adaptación se sostienen en la fuerza de sus giros, y un thriller que ya ha revelado sus cartas rara vez vuelve a sorprender. Salvo algunas mínimas diferencias —demasiado sutiles incluso para comprender del todo su propósito—, considero que la película es una traslación fiel, muy fiel en realidad, lo cual no es poca cosa en estos tiempos de adaptaciones aberrantes que parecen deleitarse en traicionar a sus fuentes. Y es claro que en ello pesa el hecho de que el propio autor haya ejercido como productor, lo cual se nota en el control creativo y se agradece, porque asegura la coherencia de la obra, de la pantalla a la página.
La primera vez que leí una novela en la que un cónclave servía de trasfondo fue Ángeles y demonios de Dan Brown. Recuerdo, a medias, que todo giraba alrededor de los Illuminati y de una bomba de antimateria con su respectivo detonador: una mezcolanza de conspiración, ciencia ficción y persecuciones cronometradas, como si el Vaticano fuese un tablero de pistas y acertijos más que un escenario de intrigas reales. Brown escribe así, ligero, con ideas llamativas y un ritmo que arrastra, pero que casi siempre naufraga en la estructura, en la solidez de sus personajes y en la seriedad de sus planteamientos. Sus novelas son, admitámoslo, un gusto culposo. Cónclave de Robert Harris es otra cosa. Aquí no hay explosiones (salvo una) ni carreras contra el reloj, sino silencios medidos, alianzas que se tejen en la penumbra, reflexiones que pesan más que los gestos, y diálogos que suenan verosímiles porque Harris investigó, entrevistó cardenales y conoció de cerca la maquinaria eclesiástica. Su experiencia como periodista e historiador dota al relato de densidad, de plausibilidad. Por eso, si se me obliga a comparar, Cónclave es por mucho la mejor novela: menos espectacular, sí, pero infinitamente más sólida y convincente.
El cónclave, que acaso sea el acontecimiento más seguido de toda la cristiandad, no se limita a concitar la atención de los fieles católicos: cada vez que la Capilla Sixtina se cierra con llave y los cardenales quedan encerrados, no sólo Roma aguarda, sino buena parte de Occidente, pendiente de esa fumarola que anuncia continuidad o ruptura. No es exageración afirmar que allí, entre votos y silencios, se juega una parte simbólica del destino cultural de Europa. Hoy la Iglesia gusta presentarse como institución transparente, democrática en apariencia, pero la historia de sus cónclaves revela pasajes muy distintos: elecciones que duraban años y en las que las potencias se disputaban el control; el cónclave de Viterbo, en el siglo XIII, tan prolongado que los magistrados locales encerraron a los cardenales y les redujeron la comida para forzarlos a decidir; la corrupción del Renacimiento, con sobornos y simonía, que permitió ascensos como el de Alejandro VI, Rodrigo Borgia; e incluso, ya en tiempos modernos, vetos impuestos por monarquías europeas para impedir tal o cual elección. El humo blanco de hoy es más pulcro, pero detrás de esa señal se adivinan aún las sombras de siglos de intrigas.
Y esa cuota de pasajes históricos es lo que hace tan disfrutable la novela Cónclave de Robert Harris, porque él, que se ha movido siempre en la novela histórica con soltura, sabe dosificar en los diálogos y en los pasajes narrativos esas cápsulas de historia que no interrumpen, sino que enriquecen. El lector agradece que, más allá del suspense inmediato, se le ofrezca un contexto más amplio y verosímil, una cultura añadida que convierte la intriga en algo más que mero entretenimiento. Se dirá, con razón, que un thriller pierde su fuerza una vez agotados sus giros, una vez revelado el secreto que lo sostiene; pero cuando los cimientos están bien puestos, cuando los ladrillos de la narración resisten la revisión, siempre queda el interés de volver atrás y descubrir detalles inadvertidos, como si hubiesen estado aguardando nuestra segunda mirada para revelarse.
Otro de los aciertos de Robert Harris en la novela es que aquí no hay un villano en el sentido convencional, no hay un antagonista que encarne el mal o la corrupción absoluta, sino un coro de posturas que se contraponen y se vigilan. Están los más conservadores, aferrados a la historia y a la tradición; los que apelan al reformismo y buscan que la Iglesia se acerque al mundo contemporáneo; los que rechazan el relativismo como amenaza y los que, en cambio, abrazan el progresismo como oportunidad. Pero ninguno de ellos, y esto conviene subrayarlo, desea la destrucción de la Iglesia; nadie pretende un cisma ni un derrumbe institucional. Todos anhelan unidad, fortaleza, comunión. El qué está claro, la permanencia y la vigencia de la Iglesia; lo que no está nada claro es el cómo, y en esa tensión, en ese desacuerdo, es donde la novela halla su fuerza narrativa.
Y uno, como lector, al asistir a esos debates que Harris pone en boca de cada cardenal, no puede evitar asentir, incluso aplaudir, porque en cada postura se adivina una parte de verdad, una lógica que persuade, aunque sea provisional. Es difícil decantarse por un bando u otro: los argumentos de los conservadores parecen tan sólidos como los de los reformistas, y ambos nacen de una preocupación genuina por la pervivencia de la Iglesia. Lo ideal, desde luego, sería que esas ideas encontraran un punto de reconciliación, que lo histórico y lo moderno, lo rígido y lo flexible, pudieran fundirse sin violencia. Pero la novela muestra, con la paciencia de quien sabe mirar de cerca, que en la práctica rara vez ocurre así; la conciliación no se da, y lo que queda es el forcejeo constante, la imposibilidad de unir lo que, en teoría, no tendría por qué estar separado.
En lo que respecta a los aspectos técnicos, en Cónclave, Harris opta por una narración en tercera persona focalizada en el cardenal Lomeli, decano del Colegio de Cardenales, cuya perspectiva establece esa distancia íntima—como si escucháramos su pensamiento con más cuidado que su voz pública. La estructura es esencialmente lineal, desarrollándose en tiempo casi real —del funeral del pontífice, al encierro, al escrutinio de cada ronda de votación—, pero matizada por breves retrospecciones que revelan la crisis interna de Lomeli. El estilo es sobrio, controlado, sin adornos excesivos, lo que potencia la tensión contenida entre diálogos estratégicos y silencios cargados de significado. El manejo de los personajes obedece a un fino equilibrio: cada cardenal encarna un arquetipo –el conservador, el reformista, el pragmático, el idealista–, pero nunca pierden su humanidad: Harris los perfila con economía, apenas lo necesario para que sepamos quienes son sin reducirlos a estereotipos. Hay suspenso en el ritmo, sí, pero también densidad moral y ritual: un thriller técnico, efectivo, levantado sobre la plausibilidad antes que del espectáculo vacío.
Hacía mucho tiempo que no leía un thriller verdaderamente inteligente. Sí, en este blog abundan las reseñas de thrillers, pero últimamente han guardado cierta distancia, quizá porque me he volcado en otro tipo de literatura, menos inmediata y más exigente. El de Harris, sin embargo, me devolvió ese pulso. Ahora bien, confieso que su cierre no me satisface del todo: en la medida en que empieza a tirar de extremos heterodoxos, el desenlace parece descolocar el planteamiento inicial. El arco, a mi juicio, debió haberse centrado en Lomeli, en ese cardenal que atraviesa dudas, crisis de fe y cansancio, y que, precisamente por ello, resultaba el candidato más humano para asumir la carga papal. Habría sido más filosófico, incluso más conmovedor, porque hubiera evidenciado que la fe y la duda no se excluyen, sino que se definen mutuamente; y que la grandeza no está en la certeza, sino en cargar con el peso de no tenerla y, aun así, decidir. Ese habría sido un final menos vistoso, pero más hondo.
No creo haber revelado aquí ninguna trama esencial, más allá de lo que la propia película ya había expuesto y que, en mi caso, me resultó imposible pasar por alto. De cualquier manera, y para cerrar, diré que Cónclave es un libro muy recomendable, una novela que vale la pena leer, tanto por lo que cuenta como por cómo lo cuenta.
«¿La iglesia universal? ¿Cómo puede considerarse universal si sus miembros hablan cincuenta idiomas distintos? El idioma es fundamental. Porque del idioma, con el tiempo, nace el pensamiento, y del pensamiento nacen la filosofía y la cultura. Han pasado sesenta años desde el Concilio Vaticano II, pero ser católico en Europa ya no significa lo mismo que serlo en África, en Asia o en Sudamérica. Nos hemos convertido en una confederación, como mucho. Eche un vistazo alrededor de esta sala, decano, observe cómo el idioma nos separa incluso para disfrutar de una sencilla cena como esta, y niégueme que haya una traza de verdad en lo que digo.»
«El cambio, casi siempre, produce el efecto opuesto a la mejora que se pretende conseguir con él.»
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