«Los chicos deben probarse a escondidas los pantalones de sus padres, pavonarse con ellos delante del espejo, y enseguida, devolverlos a la apercha; iba así. El padre finge no advertir que la prenda está colgada de manera diferente, y que el hijo lleva restos visibles de un bigote pintado con betún bajo la nariz.»
Stephen King no necesita presentación, pero hagámosla de todas formas, como si alguien hubiera pasado las últimas cinco décadas sin cruzarse con una de sus novelas, adaptaciones o series de televisión. King es un autor estadounidense, prolífico por antonomasia —más de sesenta novelas e incontables relatos—, ha convertido el «terror» en un género masivo sin perder del todo la dignidad literaria. Entre cementerios de animales, hoteles embrujados y payasos asesinos, King ha sabido, sobre todo, capturar la cotidianeidad americana. Se le critica de escribir demasiado, de repetirse, de estirar tramas, y aun así, vende como pocos y sigue siendo leído por millones.
El pistolero, publicado en 1982, es el primer volumen de la saga La Torre Oscura, compuesta además por La llegada de los tres (1987), Las tierras baldías (1991), Mago y cristal (1997), Lobos del Calla (2003), Canción de Susannah (2004), La Torre Oscura (2004) y El viento por la cerradura (2012). El pistolero es probablemente la entrega más extraña, con una atmósfera híbrida entre western, fantasía oscura y ciencia ficción que desconcierta. Fue escrita cuando Stephen King tenía alrededor de treinta años, y todo indica que aún no tenía una idea clara de hacia dónde llevar la historia, principalmente si recordamos que el volumen fue ensamblado a partir de relatos independientes publicados años antes. No obstante, antes de continuar, he aquí la sinopsis:
«En un mundo extrañamente parecido al nuestro Roland Deschain de Gilead persigue a su enemigo, el Hombre de Negro. Roland, solitario, quizá maldito, anda sin descanso a través de un paisaje triste y abandonado. Conoce a Jake, un chico de Nueva York pero de otro tiempo, y ambos unen sus destinos. Ante ellos están las montañas. Y mucho más allá, la Torre Oscura.»
Aunque Stephen King no suele detenerse demasiado en explicar el «por qué» de cada novela, en el prólogo de la edición revisada de 2003, que es la que he leído, confesó que El pistolero nació de una imagen obsesiva: «un hombre de negro huía por el desierto, y el pistolero lo perseguía». Ni él mismo sabía quiénes eran esos personajes ni de dónde venían. Había una referencia al poema de Robert Browning, sí, pero más decisivo fue el impulso juvenil de querer escribir no solo un libro largo, sino «la saga popular más larga de la historia». Reconoció también que se embarcó sin brújula, ensamblando relatos escritos entre 1978 y 1981, y que el desarrollo posterior de la saga no fue sino un intento de dar coherencia a aquella indeterminación inicial. En ese sentido, El pistolero no constituye un arranque seguro, sino el registro literario de una búsqueda: no tanto de la Torre como del propio camino creativo que la justifica.
Dudo mucho que la saga de La Torre Oscura pueda ostentar el título de la más larga de la historia. Basta recordar a Robert Jordan y sus catorce volúmenes de La Rueda del Tiempo, o los diez (y contando) de Steven Erikson en Malaz: El Libro de los Caídos, sin dejar fuera el universo expansivo de Dune con las continuaciones de Herbert hijo, ni la avidez de Brandon Sanderson, que parece empeñado en levantar arquitecturas narrativas de miles de páginas como si fueran simples pasatiempos. Lo cierto es que La Torre Oscura cuenta con una legión de seguidores fieles, pero, hasta donde sé, ninguna de sus entregas individuales figura entre las obras más aclamadas de King. Su valor radica más bien en el conjunto, no por la historia misma, sino por el arco temporal que dibuja en la trayectoria del escritor: desde un joven que escribe sin rumbo hasta el autor consagrado que regresa, décadas después, a cerrar el ciclo que lo había acompañado siempre.
Yo, que llevo leyendo a Stephen King más de la mitad de mi vida, me atreví a abrir el primer volumen de La Torre Oscura apenas ahora, y lo hice por una razón peculiar: después de haber visto la aberración cinematográfica que se estrenó en 2017 bajo la dirección de Nikolaj Arcel, esa misma donde Idris Elba encarna al Pistolero y Matthew McConaughey al Hombre de Negro. Aquella película me convenció de que la obra original no podía ser tan mala, que algo fundamental se había perdido en las manos de los guionistas. Y no me equivoqué: la adaptación apenas guarda parentesco con el libro, como si hubieran tomado únicamente el título y el nombre de King para dar notoriedad al proyecto, tal como sucedió en su momento con Guerra Mundial Z de Max Brooks o con Yo, Robot de Asimov. Así que, aunque llego tarde, muy tarde, a leer El pistolero —y en su versión revisada y editada de 2003, esa que corrige pasajes para empalmar con las novelas posteriores—, el desconcierto permanece: King escribió algo extraño, fragmentario, eso sí, nunca tan desfigurado como lo que vimos en la pantalla.
El pistolero no es exactamente una novela de acción ni una pieza de fantasía al uso, sino más bien una fábula alucinada, hecha de escenas que parecen soñadas y que se imponen más por su atmósfera que por su lógica. King crea el relato con retazos de western, de distopía y de ciencia ficción, pero lo que perdura es el tono de ensoñación: el desierto como metáfora de la desolación, el Hombre de Negro como sombra de tentación, la Torre como un eje absoluto que se intuye más que se comprende. Y está también la idea del ka, esa fuerza que se asemeja al destino trágico y que arrastra a Roland sin permitirle otra voluntad que la de seguir adelante. Sin proponérselo del todo, King introduce aquí una reflexión incómoda: que la obsesión puede devorar la vida, que el fin exige sacrificios que nunca terminan de justificarse, y que perseguir lo inalcanzable quizá no redima, pero sí define. Lo que tenemos, en suma, no es una narración clara y cerrada, sino un comienzo extraño, fragmentario, que anuncia menos una historia que un modo de estar en ella.
El pistolero deja esa rara sensación de no saber si nos ha gustado o no, como si nos obligara a permanecer en una zona de incertidumbre poco frecuente en la narrativa de King. Ya en 1982 era una novela extraña dentro de su obra literaria, y ahora, más de cuarenta años después y con medio centenar de títulos adicionales, sigue siendo quizá la menos reconocible de todas, la menos «King» en el sentido habitual, la más experimental. Es un libro que nunca termina de empezar y que, al mismo tiempo, tampoco concluye; se limita a insinuar, a dejar abiertas más puertas de las que cierra, como si se complaciera en ese estado intermedio. Y precisamente por eso no se trata de una novela que entusiasme ni que desagrade: su rareza está en sostenerse en esa ambigüedad, en no ofrecer nunca la certeza de una respuesta emocional clara, ni siquiera la del rechazo.
De El pistolero rescato ese fatalismo que atraviesa cada página como un cuchillo afilado sobre un rojo filete, esa voluntad desbocada que sugiere que no importa el origen de la motivación: son las acciones las que definen a las personas. No hay destino, sino obsesión. Y es esa obsesión la que desdibuja las fronteras entre héroe y villano —tanto que uno se pregunta quién es en verdad la sombra siniestra: ¿el Hombre de Negro, que aquí cumple el papel del antagonista, del mal? No tanto como Roland, el pistolero, que traiciona, que mata sin titubeos, que utiliza a otros y sacrifica lo humano por su búsqueda. Lo cierto es que esta ambigüedad ética, ese protagonista que comete los actos más atroces mientras aún cargamos con cierta extraña fascinación por él, confirma que estamos frente a algo menos quedo y más profundo de lo que parece.
No me atrevería a tanto como afirmar que El pistolero es un libro brillante, pero tampoco lo reduciría a una de esas obras de King que, con el paso del tiempo, se confunden con la multitud y se pierden entre sus decenas de títulos. Lo recomendaría, sí, pero únicamente por su extrañeza, no con la promesa de que agrade al lector, porque intuyo que este libro no busca agradar ni entretener, sino desconcertar. Y en una época saturada de historias intercambiables, de tramas que parecen escritas con el mismo molde, esa rareza se agradece, aunque incomode. El pistolero no es aire fresco —sería demasiado decirlo—, quizá más bien humo, pero humo que entra en uno, se queda un instante en la garganta y obliga a toser, a detenerse, a preguntarse qué hemos leído y si, en el fondo, ha valido la pena.
«La mente finita no puede abarcar el infinito.»
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