lunes, 1 de septiembre de 2025

DISPARA, YO YA ESTOY MUERTO de Julia Navarro

«A veces me pregunto qué significa ser judío. Durante años luché por no serlo, quería ser como los demás, no soportaba esa carga que me hacía diferente. No imaginas cuánto me he esforzado para que cambiaran esa mirada sobre mí. Todo lo malo que me ha sucedido ha sido por ser judío. A mi familia la asesinaron en un pogromo, perdí a mi madre, a mis hermanos, a mi abuela… ¿Quién querría ser judío después de eso? Yo no quería.»

Julia Navarro es una periodista y escritora española nacida en Madrid. Posee una extensa carrera en medios de comunicación, tanto en prensa, radio y televisión, cubriendo temas políticos y de actualidad. Su incursión en la literatura se dio relativamente tarde, pero con gran éxito desde su primera novela, La Hermandad de la Sábana Santa, publicada en 2004, que la posicionó como una autora de best-sellers en el ámbito hispano. A esta le siguieron títulos como La Biblia de barro y Dime quién soy, obras que combinan temas históricos con tramas de fuerte carga emocional y política. Su narrativa, caracterizada por un enfoque documental y un ritmo fluido, explorando el poder, la ideología y la naturaleza humana. Ha vendido más de diez millones de libros y ha sido traducida a más de treinta idiomas.

A menudo las personas opinan sobre el conflicto árabe-israelí con una ligereza desconcertante, como si se tratara de un simple diferendo fronterizo que pudiera resolverse con una fórmula tan conveniente como repartir la tierra en dos estados, uno palestino y otro israelí, y exigir que se respeten los límites. Pero basta rascar un poco para descubrir que nada es tan sencillo: ¿cuáles son esas fronteras? ¿qué territorio corresponde a cada parte? ¿quiénes son exactamente los palestinos y qué demandas sostienen, cuando bajo ese nombre conviven árabes musulmanes, árabes cristianos, descendientes de refugiados y facciones políticas con visiones irreconciliables? ¿y quiénes son los israelíes que reclaman esa tierra, acaso un bloque homogéneo, o más bien una nación construida por oleadas de inmigrantes judíos perseguidos, provenientes de geografías, culturas y lenguas distintas? La complejidad del problema se invisibiliza bajo el peso de titulares sensacionalistas, de discursos simplistas y de la opinión de ciertos sectores progresistas o socialistas en Occidente que se sienten con autoridad moral para emitir juicios sin tener la menor idea del trasfondo histórico. Se han escrito innumerables libros sobre el tema, pero pocos se leen, porque es más cómodo abrazar consignas que adentrarse en la densidad de un conflicto que lleva más de un siglo sin resolverse o quizá milenios. No obstante, antes de adentrarnos en la reseña, he aquí la sinopsis:

«A finales del siglo XIX, durante la última etapa zarista, los Zucker, perseguidos por su condición de judíos, tienen que abandonar Rusia huyendo del horror y la sinrazón. A su llegada a la Tierra Prometida, Samuel Zucker adquiere las tierras de los Ziad, una familia árabe encabezada por Ahmed. Entre él y Samuel nace un fuerte vínculo, una sólida amistad que, por encima de las diferencias religiosas y políticas, se mantiene generación tras generación. Con las amenazas, la sed de venganza y muchas pasiones desatadas como telón de fondo, las vidas entrecruzadas de los Zucker y los Ziad conforman un mosaico de traiciones y sufrimientos, de amores posibles e imposibles, al tiempo que plasman la gran aventura de vivir y convivir en un territorio marcado por la intolerancia.»

Dispara, yo ya estoy muerto debe entenderse como una obra concebida para dar accesibilidad al conflicto árabe-israelí desde un enfoque histórico, sin pretender abarcar toda su complejidad, puesto que la posición neutral, es en esencia, la constante de la visión de la novela. La narración se remonta a finales del siglo XIX y la segunda mitad del XX, cuando comienza a gestarse el drama contemporáneo de Palestina, y Julia Navarro se vale de la ficción para encarnar la historia a través de dos perspectivas: la de la familia Zucker, una familia no sionista, y la de la familia Ziad, suníes moderados. Ese recurso, aunque pueda considerarse una simplificación, constituye también un acierto: la autora condensa en dos linajes las tensiones, esperanzas y contradicciones de pueblos enteros, y convierte a sus personajes en símbolos que ilustran un conflicto mucho mayor. Es, en cierto modo, un relato pequeño dentro de una causa gigantesca —pequeño no por la extensión del libro, que roza las mil páginas, sino porque lo que aborda daría para volúmenes enteros—, y sin embargo esa reducción narrativa permite que el lector se acerque a un tema inabarcable e inacabable, sin perderse en la montaña de datos, posiciones y versiones que lo rodean.

Antes de entrar en la novela conviene recordar, aunque sea en trazos amplios (o grandez rasgos como a veces se dice), la historia de esas tierras. En tiempos del Imperio romano se conocían como Judea, hasta que, tras la rebelión de Bar Kojba en el siglo II, el emperador Adriano decidió rebautizar la provincia como Syria Palaestina, en un gesto de castigo hacia los judíos. Siempre quedaron comunidades judías en esos lares, sobre todo en Galilea, y a lo largo de los siglos hubo retornos esporádicos a la ciudad santa: la continuidad nunca fue absoluta, pero tampoco llegó a quebrarse del todo. Con las conquistas árabes del siglo VII, el territorio pasó a formar parte del naciente imperio islámico y, después, se integró sucesivamente en distintos poderes —omeyas, abasíes, cruzados, ayubíes y mamelucos— hasta quedar bajo dominio otomano a inicios del siglo XVI. Así permaneció durante cuatro siglos, hasta que, tras la Primera Guerra Mundial y la derrota otomana, Palestina quedó bajo el Mandato Británico, establecido en 1920 y formalizado en 1922 por la Sociedad de Naciones. En 1947 la Asamblea General de la ONU aprobó la partición en dos estados, uno árabe y otro judío, con un régimen internacional para Jerusalén. El plan fue aceptado por todos, excepto los árabes. Finalmente, el 14 de mayo de 1948, David Ben-Gurión proclamó el Estado de Israel, y las guerras posteriores terminaron por delimitar las fronteras que se conocen hoy, aunque el conflicto ha sido y sigue siendo irresoluto.

Ese rincón del mundo ha sido, probablemente, uno de los más ensangrentados de toda la historia de la humanidad. Si las piedras, los muros, los suelos hablasen, Jerusalén y sus alrededores relatarían siglos de masacres, conquistas y represalias. Hay crónicas de la Primera Cruzada que describen cómo, tras la toma de la ciudad, la matanza fue tan brutal que la sangre corría por las calles «hasta las rodillas de los caballos». Sea o no una exageración, la imagen impacta y simboliza el carácter trágico de una tierra que parece teñida de escarlata y consumido en los fantasmas de sus habitantes y conquistadores, un espacio sagrado para tres religiones que, paradójicamente, ha sido escenario de guerra, muerte y violencia en todas sus formas.

La novela recorre, como telón de fondo, más de medio siglo de historia: desde los pogromos rusos y polacos que impulsaron las primeras olas de emigración judía hacia Palestina, pasando por el antisemitismo sistemático que se extendía por toda Europa, hasta la Primera Guerra Mundial y la caída del Imperio otomano, cuando la región pasó al Mandato Británico. Más adelante, el relato se detiene en la Segunda Guerra Mundial, el Holocausto, la proclamación del Estado de Israel en 1948 y las guerras inmediatas que desataron sus vecinos árabes. Entre esos grandes hitos, aparecen los conflictos políticos y sociales que marcaron cada década, desde la tensión entre las comunidades locales hasta el juego de intereses internacionales. Un aspecto que Navarro subraya, y que la historia misma confirma, es que los judíos no llegaron a invadir Palestina, sino a comprar tierras, en muchos casos adquiridas a familias árabes que ni siquiera vivían allí, pues buena parte del territorio funcionaba bajo una lógica casi feudal: terratenientes ausentes que arrendaban parcelas a campesinos. La mayoría de esos inmigrantes judíos eran académicos, médicos, ingenieros, comerciantes o profesionales que buscaban reconstruir una vida digna tras siglos de persecuciones, y lo que encontraron fue una tierra con estructuras arcaicas y tensiones sociales que pronto estallarían en violencia.

Una de las particularidades de Dispara, yo ya estoy muerto es su estructura enmarcada: la historia se articula a través de una larga entrevista entre Marian, una joven investigadora, y Ezequiel, el anciano protagonista. Es un recurso que Julia Navarro ya había utilizado en Dime quién soy, novela también construida a base de entrevistas. En este caso, la fórmula pretende alternar las dos caras del conflicto: Ezequiel relata la trayectoria de la familia Zucker mientras Marian le transmite la versión de los Ziad. En teoría, ese cruce de perspectivas debería generar un diálogo de visiones, pero en la práctica pronto revela sus limitaciones, condicionadas por la intención de la autora de no herir sensibilidades ni ser interpretada como partidaria de uno u otro bando. Aun así, el relato termina favoreciendo en ciertos pasajes a los palestinos, quizá de manera más explícita de lo que Navarro hubiera querido. El fragmento introductorio de esta reseña lo deja en evidencia: el protagonista confiesa no querer ser judío porque esa identidad ha sido la causa de su sufrimiento. A mi juicio, esta es una forma desafortunada de representar al pueblo judío, que históricamente nunca ha renunciado a sí mismo; al contrario, ha sido precisamente su identidad lo que lo ha mantenido unido y le ha permitido sobrevivir a milenios de persecución y al riesgo de desaparecer. ¿Cuántos pueblos pueden jactarse de tener casi tres mil años y contando?

Buena parte de la novela se convierte en extensos monólogos de Ezequiel, donde el personaje recuerda con precisión casi enciclopédica décadas de historia, apenas interrumpido por breves intervenciones de Marian. El resultado es poco verosímil: la voz de Ezequiel suena demasiado próxima a la de la autora, y lo que debería ser un intercambio se convierte en una narración omnisciente disfrazada de conversación. La fluidez narrativa se resiente y la credibilidad del marco conversacional se diluye, un fenómeno que ya habíamos observado en Dime quién soy. Si se apela a la memoria como recurso narrativo, debería respetarse su naturaleza: fragmentaria, zigzagueante, a menudo poco confiable, porque el recuerdo no se conserva intacto, sino que se reconstruye —y se traiciona— cada vez que se le visita. Aquí, en cambio, los personajes parecen dotados de una memoria fotográfica, casi fílmica, que desentona con la verosimilitud. En retrospectiva, quizá la historia habría funcionado mejor prescindiendo del marco de la entrevista, pues lo que en principio se presenta como un recurso literario válido termina siendo un lastre que resta fluidez y naturalidad al conjunto.

A este problema estructural se suma uno estilístico: la sobreexplicación constante. Julia Navarro tiende a explicitar cada contexto, motivación o recuerdo, sin dejar espacio a la inferencia del lector. Nada queda a la imaginación y casi todo se subraya o se reitera. De ahí surge un libro de más de novecientas páginas que podría haberse contado en muchas menos, con largas digresiones informativas que aportan claridad histórica, pero restan intensidad literaria. El exceso convierte los diálogos en vehículos de exposición y reduce a los personajes a meros instrumentos didácticos. Así, en lugar de voces autónomas con matices propios, los protagonistas se vuelven símbolos al servicio de la explicación, lo que debilita la emoción, la profundidad y la verosimilitud del conjunto. Sin embargo, este defecto no es absoluto: lo que sostiene el interés del lector es más el telón de fondo —los acontecimientos que esculpen la historia— que las peripecias de los propios personajes, que en muchos casos resultan edulcorados, y en otros, acartonados. Esto se comprende en parte por la amplitud de los hilos narrativos: a medida que los árboles genealógicos se ramifican y las generaciones se multiplican, mantener la atención en cada individuo sin perder al lector se vuelve una tarea difícil y se debe reenfocar y sacrificar profundidad.

El desenlace de la novela merece una mención aparte, pues ha generado opiniones encontradas y, en general, se percibe como el punto más débil de la estructura. Es, en efecto, una estatua de metal con pies de barro. Sin revelar detalles, puede decirse que en las últimas páginas se introduce un secreto vinculado al título, concebido como un giro sorpresa. La expectativa es alta —el propio título, Dispara, yo ya estoy muerto, anticipa un cierre dramático que dé sentido a todo lo anterior—, pero la revelación resulta forzada y poco verosímil, un recurso efectista que no resuelve las tramas y termina por acentuar sus debilidades. El final, débil y anticlimático, se siente como un truco innecesario, un destello que deslumbra solo un instante y que deja en evidencia la falta de un cierre sólido. Tanto el formato de entrevista como esta conclusión abrupta convierten a la estructura narrativa de Dispara, yo ya estoy muerto en uno de sus puntos más cuestionables: lo que parecía un acierto para equilibrar dos visiones termina comprometiendo la coherencia interna y la eficacia dramática del conjunto.

En el panorama de la novela histórica contemporánea, Julia Navarro ocupa un lugar particularmente importante. A diferencia de María Dueñas o Paloma Sánchez-Garnica, que suelen construir relatos donde los personajes llevan el peso emocional y sus decisiones impulsan los giros narrativos, Navarro se apoya sobre todo en la documentación histórica y en la exposición detallada de los hechos. Frente a un Ildefonso Falcones, que combina una minuciosa recreación del pasado con protagonistas de mayor consistencia y arcos dramáticos bien definidos, Navarro se acerca más al registro del reportaje novelado: lo importante no es lo que sucede a los personajes, sino lo que su historia permite contar del trasfondo histórico. Sus novelas resultan así entretenidas e incluso instructivas, porque transmiten con claridad procesos complejos y contextos convulsos; sin embargo, presentan una debilidad literaria cuando los personajes no mueven la trama, sino que son arrastrados por ella, como ocurre en Dispara, yo ya estoy muerto. Por eso su estilo se asemeja más a un híbrido entre la crónica periodística y la ficción didáctica, por momentos con resonancias de autores de gran difusión como Noah Gordon o incluso Ken Follett en su vertiente más divulgativa, aunque sin alcanzar la solidez narrativa de este último.

Para profundizar en el conflicto árabe-israelí puede que Dispara, yo ya estoy muerto sea una primera aproximación bastante recomendable, pero existen obras de mayor hondura capaces de mostrar su verdadera complejidad. Es imprescindible citar Una historia de amor y oscuridad de Amos Oz, donde la fundación del Estado de Israel se entrelaza con la memoria íntima de una familia marcada por la inmigración y el desarraigo. También La vida entera de David Grossman, que sin abordar directamente el conflicto refleja como pocas novelas la tensión entre la fragilidad de la vida cotidiana y el peso permanente de la guerra en Israel. Obras diversas en género y tono, pero coincidentes en mostrar que lo que está en juego no son solo fronteras ni reivindicaciones políticas, sino la experiencia humana de comunidades enteras enfrentadas a la historia.

En suma, Dispara, yo ya estoy muerto es una novela que se mueve entre la ficción y la crónica, más valiosa como aproximación divulgativa que como creación literaria dentro del género de la novela histórica. Julia Navarro cumple al ofrecer al lector una puerta de entrada a uno de los conflictos más enrevesados de la historia contemporánea, y en ese sentido su libro entretiene, informa y despierta curiosidad. Sin embargo, sus limitaciones narrativas —personajes no desarrollados adecuadamente, una estructura de entrevista que lastra la fluidez y un desenlace efectista— impiden que alcance la categoría de obra mayor. Lo que queda, finalmente, es la paradoja de un libro que se recuerda más por lo que enseña que por lo que emociona, más por su capacidad de ordenar datos que por su fuerza literaria. Una lectura recomendable para quien busque orientarse en el conflicto árabe-israelí, aunque insuficiente para quien aspire a encontrar en la ficción una experiencia estética y humana más profunda.

«Hay momentos en la vida en los que la única manera de salvarse a uno mismo es muriendo o matando.» 

«El padre es el techo, la madre es el suelo, y cuando ambos desaparecen uno siente que también ha iniciado la cuenta atrás y que ya no tiene sujeción alguna, quedando suspendido en el aire.»

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