martes, 2 de septiembre de 2025

EL REINO de Emmanuel Carrère

«La vida del hombre vale más que la de un dios por la sencilla razón de que es la verdadera. Un sufrimiento auténtico vale más que una felicidad ilusoria. La eternidad no es deseable porque no forma parte de nuestro sino. Esto sino imperfecto, efímero, decepcionante, es el único que debemos querer, es hacia donde debemos retornar continuamente, y toda la historia de Ulises, toda la historia de los hombres que aceptan ser sólo hombres para serlo plenamente es la historia de ese retorno.»

Emmanuel Carrère es un escritor, guionista y realizador francés, conocido por su estilo narrativo híbrido que oscila entre la autobiografía, el reportaje y la ficción literaria. Estudió en el Instituto de Estudios Políticos de París y comenzó su carrera como crítico cinematográfico en Positif, antes de publicar sus primeras novelas a mediados de los años ochenta. Su obra ha girado progresivamente hacia el relato de no ficción, con títulos como Una novela rusa, publicada en 2007, De vidas ajenas, de 2009, y Yoga, de 2020, donde el yo narrativo se convierte en herramienta de exploración moral y existencial. Fue también autor de El adversario, publicada en 2000, una crónica perturbadora sobre el impostor Jean-Claude Romand, y de Limónov, de 2011, un retrato del escritor y disidente ruso Eduard Limónov, que le valió el Prix Renaudot. Carrère ha sido traducido a más de treinta idiomas y es reconocido por su escritura sin artificios y su honestidad personal. En 2021, fue distinguido con el Premio Princesa de Asturias de las Letras.

«El camino de la verdad es la duda», dijo alguna vez Nietzsche, y acaso ninguna sentencia sea más pertinente para acercarse a El Reino de Emmanuel Carrère. En algún momento de nuestras vidas abrazamos la fe, la religión, como la salida más sencilla hacia la esperanza. Quizá muchos jamás la cuestionen, porque no es solo un sistema de creencias: es también la familia, los amigos, la identidad cultural en la que crecimos. Pero siempre hay un instante en que todo tambalea y la certidumbre se resquebraja; un punto en el que se abre la bifurcación inevitable: seguir confiando en la promesa de la esperanza o despertar de ella, aun a costa de enfrentarse al vacío.

Carrère no se aproxima al cristianismo como un estudioso externo ni como un creyente acrítico, sino desde su propia experiencia. En El Reino confiesa que durante tres años vivió una verdadera conversión: asistía a misa, rezaba con fervor y subrayaba las Escrituras y tomaba notas como quien encuentra en ellas un mapa de sentido. Pero aquel impulso religioso terminó desmoronándose, y con él la certeza que lo sostenía. Lo que queda, y lo que el libro transmite, no es la fe perdida sino la fascinación por el misterio de haberla tenido alguna vez. En ese tránsito, Carrère se convierte en personaje de su propia obra: un narrador que reconoce su vulnerabilidad, que duda de su memoria y de sus motivaciones, y que se expone con la misma crudeza con la que analiza a los primeros cristianos. Así, la pregunta de fondo no es solo qué significaba creer en el siglo I, cuando todo aquello comenzaba, sino qué significa haber creído en el siglo XXI.

Y partiendo de lo anterior, el Segundo gran acierto de El Reino es el retrato de los primeros cristianos, en particular de Lucas y de Pablo, cuyas voces marcaron la expansión inicial de la fe, por encima de los apóstoles, incluso sin haber visto jamás a Jesús. Carrère se adentra en las Escrituras como si fueran a la vez documento histórico y relato literario: cuestiona las fuentes, analiza contradicciones, compara versiones, y al mismo tiempo imagina las emociones, los miedos y las ambiciones de aquellos hombres que, sin proponérselo del todo, fundaron una religión universal que esculpió occidente por dos milenios. Lo destacable es la manera en que entrelaza esa exploración con su propia experiencia: así como Lucas redactaba su evangelio para dar coherencia a la memoria de los testigos, Carrère escribe para dar sentido a su pasado de creyente. El libro oscila entonces entre la exégesis bíblica y la confesión personal, entre el ensayo histórico y la autobiografía espiritual. Esa mezcla, que podría ser un riesgo, pues no termina por definirse si está entregándonos una autobiografía o ensayo, se convierte en su mayor hallazgo: el cristianismo primitivo se vuelve un espejo donde el autor observa sus propias dudas, sus propias renuncias.

En cuanto al estilo, El Reino confirma lo que ya es característico en la obra de Carrère: la escritura como confesión, donde la investigación y la narración nunca se separan del yo. Lo hizo antes en El adversario, donde reconstruyó el caso Romand interrogándose a sí mismo; lo repitió en Yoga, un libro sobre meditación, depresión y manías que es, en el fondo, otro espejo íntimo. En El Reino lleva ese mismo procedimiento al terreno de la religión: cada hallazgo sobre los evangelistas o sobre Pablo queda atravesado por su propia historia, por la memoria de sus años de fe y por el desconcierto de haberla perdido. Esa exposición personal puede parecer excesiva para algunos lectores, pero es lo que le da autenticidad a su escritura, en lo personal me gustó de esa manera, es fácil identificarse con Carrère. Su tono es confesional y a la vez ensayístico, capaz de pasar de la erudición bíblica a la ironía cotidiana, de la filología a la experiencia sentimental, sin que la narración pierda ritmo. El resultado es un libro que no pretende resolver el enigma de la fe, para ese tema hay muchos otros libros, sino mostrar el recorrido de una conciencia, de su conciencia, que se atreve a pensarla con honestidad y sin pretensiones.

El Reino es, sin duda, uno de los libros más ambiciosos de Emmanuel Carrère. Su mayor logro está en hacer accesible un tema complicado —el nacimiento del cristianismo y la experiencia de la fe— a un lector contemporáneo, sin perder complejidad ni caer en dogmas. La mezcla de autobiografía, ensayo histórico y exégesis bíblica es arriesgada, pero también es lo que le otorga originalidad a su propuesta. El lector siente que acompaña a un hombre en la tarea de comprender no solo un fenómeno religioso, sino también su propio pasado, que en muchos aspectos puede ser el de cualquiera. Ahora bien, esta misma apuesta trae consigo ciertas limitaciones: la extensión resulta excesiva en algunos tramos y escasa en otros; en lo personal, me pareció un libro corto, pese a que en términos objetivos no lo es, quizá porque la lectura invita a una inmersión tan profunda que uno quisiera seguir más allá de sus páginas. A ello se suman digresiones que, en ocasiones, dispersan el foco, y un tono confesional —marca inconfundible de Carrère— que corre el riesgo de oscurecer a los personajes históricos en favor del narrador, es decir, exponer sus decisiones vinculadas a una emoción negativa como la ira, la envidia, la ambición, el resentimiento, el orgullo, la soberbia y es que, si lo examinamos detenidamente, es lo que encontramos con más recurrencia. Con todo, conviene subrayar que el autor distingue con claridad lo que es historia de lo que es especulación, señala cuándo se trata de inferencias propias o de otras fuentes, y con ello construye un mosaico narrativo de gran coherencia. Aun con esas irregularidades menores, El Reino se sostiene como un texto singular dentro de la trayectoria del autor, más reflexivo y menos narrativo que otros, pero igual de franco en su empeño por explorar la frontera entre la verdad histórica y la verdad personal.

Mi lectura de El Reino no podía estar desligada de mi propia experiencia con la fe. Cuando tenía quince años emprendí la tarea de leer la Biblia de pasta a pasta, no una vez sino siete, y en varias versiones: la Reina-Valera, la Nácar-Colunga, la Dios habla hoy, e incluso una traducción de la Vulgata a cargo de Félix Torres Amat. Aquel compromiso lo complementé con libros periféricos: textos protestantes, publicaciones de testigos de Jehová, panfletos adventistas, reflexiones menonitas y otras interpretaciones, hasta leí El Libro de Mormón y el Corán, aunque estos últimos más por curiosidad. Lo leí todo con fervor y convicción, creyendo que allí estaba la palabra de Dios. Pero al final de ese ciclo comprendí que aquellos escritos no eran dictados divinos, sino relatos de hombres mortales, sujetos a su tiempo, sus limitaciones y sus prejuicios. Sí, hay pasajes de sabiduría y consuelo, pero también otros que rozan el absurdo o que, leídos sin filtros, suenan a discursos de odio, razón por la cual casi nunca se citan. Cuando uno lee la Biblia completa y varias veces, lo que al inicio parecía invisible se convierte en un elefante en la habitación: ya no puedes dejar de verlo. «Conoceréis la verdad y la verdad os hará libres», dice el evangelista, en parte así es, «las convicciones son cárceles» decía Nietzsche. Franqueada la barrera de las creencias, de las convicciones, no es exactamente verdad lo que hay, únicamente innumerables posibles caminos, algunos ya creados, otros por crearse, depende de cada uno. Siempre pensé que las cartas de Pablo distaban mucho de los evangelios, que se alejaban de las palabras de Jesús; y, sin embargo, era Pablo a quien más se citaba, porque era el más radical. Fue entonces cuando entendí que el cristianismo que conocemos hoy no lo fundaron ni Pedro ni Jesús, sino un hombre llamado Pablo. En ese reconocimiento radica mi identificación con el libro de Carrère: él también desvela, con crudeza, esa fractura entre fe y razón, entre el relato idealizado y los hombres concretos que lo escribieron.

El Reino es un libro que probablemente resulte incómodo para muchos creyentes. No porque se dedique a ridiculizar la fe, aunque no lo hace, la aborda con respeto, sino porque se atreve a mirarla de frente, con las preguntas que los dogmas suelen prohibir. Para alguien de convicciones religiosas férreas, especialmente un protestante radical, la lectura puede parecer una provocación, un ataque. Pero lo que determina esa incomodidad no es el texto en sí, sino el grado de ceguera con el que se lee. No es lo mismo acercarse desde una fe agnóstica, abierta a la duda y consciente de sus propios límites, que desde una creencia cerrada que teme ser cuestionada. El propio Pablo —y Carrère lo muestra con claridad— fue quien más se ocupó de denostar cualquier forma de sabiduría ajena a su doctrina. De allí que muchos religiosos, ayer y hoy, se conformen con leer solo lo filtrado, lo dispuesto para perpetuar la creencia, y no para examinarla. La consecuencia es la ignorancia cultivada como virtud: una obediencia que prefiere repetir versículos antes que arriesgarse a pensar. En ese sentido, el libro de Carrère actúa como una invitación, incluso como un desafío. Nos recuerda que el camino de la verdad es la duda, y que no hay pensamiento vivo sin el riesgo de ponerlo todo en entredicho. Podemos descender, como Zaratustra, de la montaña y proclamar que Dios ha muerto, con todo lo que ello implica: la pérdida de la seguridad absoluta, la orfandad frente al vacío, pero también la libertad de forjar un sentido propio. O bien podemos permanecer en la montaña, aguardando a que Dios vuelva a manifestarse, confiando en que la esperanza bastará para sostenernos. Ninguna de las dos opciones es fácil, porque ambas exigen enfrentarse al absurdo de la existencia. Y quizá ahí radica la fuerza de El Reino: en mostrarnos que la fe y la duda no son polos irreconciliables, sino etapas de un mismo camino.

Para quienes alguna vez creímos y luego dejamos de creer, la lectura resulta especialmente perturbadora porque nos refleja. Nos muestra el espejismo de la fe y la crudeza de su pérdida, pero también la fascinación que permanece. Porque incluso después de haber desmontado las certezas, hay algo en el relato cristiano que sigue interpelándonos, aunque ya no lo vivamos como verdad revelada. Yo, por ejemplo, para ilustrar algún argumento suelo citar muchas parábolas, historias y versículos de la Biblia. El Reino no es, entonces, un libro que convierta ni que destruya la fe; es un libro que incomoda, que nos obliga a decidir si preferimos quedarnos con la comodidad de la esperanza o abrazar el vértigo de la duda. Y en ese dilema, como bien supo Nietzsche, no hay salida fácil: lo único verdadero es la necesidad de elegir.

Para finalizar, algunas líneas que subrayé durante la lectura y que vale la pena leer y releer.

«La gracia que se deja pasar destruye la vida. Aunque no la cambie de arriba abajo, la devasta.» 

«Hay en el interior de cada uno de nosotros una ventana que da al infierno.»

«¿Qué es esta sabiduría consistente en eliminar de la vida todo lo que es novedad, emoción, curiosidad, deseo?»

«La vida es el amor, y no la caridad.» 

«El amor quiere la proximidad, la reciprocidad, la aceptación de la vulnerabilidad.»

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