«Me gustaría creer que esto no es más que un cuento que estoy contando. Necesito creerlo. Los que pueden creer que estas historias son sólo cuentos tienen mejores posibilidades. Si esto es un cuento que estoy contando, entonces puedo decidir el final. Habrá un final para este cuento, y luego vendrá la vida real. Y yo podré retomarla donde la dejé.»
Margaret Atwood es sin duda la escritora canadiense más importante de la segunda mitad del siglo XX y las décadas transcurridas del siglo XXI. Ha sido y sigue siendo cada año una de las favoritas de los críticos para merecer el Premio Nobel de Literatura. Su trabajo en las letras no se ha limitado a la novela, también es poeta, ensayista, guionista, cuentista, crítica literaria y profesora, además de ser una activista de derechos humanos y medio ambientales. Tiene más de una veintena de premios y reconocimientos, entre los cuales destacan el Premio Booker y el Premio Arthur C. Clarke. De su extensa obra indudablemente la más popular es El cuento de la criada, publicada en 1985, una distopia que ha envejecido bastante bien y que terminó por adaptarse varias veces en películas y más recientemente en una serie de televisión.
Las novelas distópicas son una exploración de las posibilidades del mundo que hacen los autores haciéndose la pregunta: «¿Qué hubiera pasado sí?». En ocasiones conjugan esa distopia con un apocalipsis, que no es más que un evento de catástrofe incalculable que mutiló a la humanidad y llevó a los sobrevivientes al trasto. Se ha relacionado a las distopias con novelas juveniles o lecturas ligeras, como Los juegos del hambre de Suzanne Collins, la trilogía Divergente de Verónica Roth o la saga de Maze Runner de James Dashner; sin embargo, no es así. Hay verdaderas joyas de la literatura universal que han hecho mucho eco como 1984 de George Orwell, La carretera de Cormac McCarthy o Fahrenheit 451 de Ray Bradbury. El cuento de la criada es una de esas joyas y he aquí la sinopsis:
«En la República de Gilead, el cuerpo de Defred sólo sirve para procrear, tal como imponen las férreas normas establecidas por la dictadura puritana que domina el país. Si Defred se rebela o si, aceptando colaborar a regañadientes, no es capaz de concebir, le espera la muerte en ejecución pública o el destierro a unas Colonias en las que sucumbirá a la polución de los residuos tóxicos. Así, el régimen controla con mano de hierro hasta los más ínfimos detalles de la vida de las mujeres: su alimentación, su indumentaria, incluso su actividad sexual. Pero nadie, ni siquiera un gobierno despótico parapetado tras el supuesto mandato de un dios todopoderoso, puede gobernar el pensamiento de una persona. Y mucho menos su deseo.»
Al inicio me pareció extraña, cuando no poco verosímil, la idea de cómo Estados Unidos tras un ataque terrorista islámico se fragmenta y de sus restos nace una república totalitaria, represiva y fundamentalista. Dado que el libro se publicó en 1985 (lo que significa que se empezó a pergeñar o concebir muchos años antes), era comprensible el extremo de las ideas. Estados Unidos estaba en constante defensa, guerra armamentista y carrera espacial con la Unión Soviética, y esto bajo el escenario provocado por el temor universal de otra guerra. La psicosis era general. En aquel momento no había todavía Al-Qaeda, Isis o el Estado Islámico, pero sí que hubo antecedentes muy sonados: los juegos Olímpicos de Munich en 1972, la crisis de rehenes en Irán o la masacre de la Gran Mezquita en Arabia Saudita, ambos actos en 1979. En cualquier período de la historia reciente ha habido nacionalistas, fascistas, comunistas, radicales religiosos que terminan por conformar grupos armados dispuestos a morir por una causa, pero más dispuestos a matar por ella. Siempre es difícil juzgar un momento de la historia que no se ha vivido, principalmente cuando son pocas las décadas que lo separan del momento actual, pero ciertamente todavía podemos ver sus rescoldos enrojecidos. En Estados Unidos, pese a ser una nación desarrollada, que promulga la libertad y la defensa de los derechos civiles, existe un gran número de la población con creencias y convicciones radicalizadas, que si de ellas dependieran se aplicaría el Antiguo Testamento letra por letra. Hasta hace unos años pensaba que esta amenaza era ridícula, pero luego fue elegido Trump como presidente y más recientemente el asalto al Capitolio y comprendí que todo lo expuesto por Atwood nunca ha estado tan lejos de poder ser una realidad.
La distopia de El cuento de la criada, a parte del fierro control y absolutismo de los religiosos más puritanos, crueles, misóginos e infames del protestantismo anglicano; también tiene como componente adicional un problema de fertilidad. Hay pocos niños. Algo en el ambiente, probablemente la contaminación, ha provocado infertilidad en muchas mujeres (y también en los hombres –pero nunca lo aceptarían–). Las mujeres que quedan con la posibilidad de concebir, terminan siendo esclavas de una responsabilidad, darle hijos a una familia mejor y someterse a una violación sistemática.
La historia se cuenta a través de la voz de Defred, quien es la protagonista y narradora. Existen dos líneas de tiempo, la primera se desarrolla en el presente, donde Defred transmite al espectador lo que ve y eventualmente lo que siente; la otra línea de tiempo va en el pasado, a través de los recuerdos de la protagonista, por lo que en realidad funciona más como analepsis. Ambas líneas están entrelazadas en la estructura, es decir, no hay capítulos del pasado y capítulos del presente, sino párrafos dentro de los capítulos que se entrelazan y al lector le deja dos preguntas que resolver: ¿qué le pasó a Estados Unidos para irse al carajo? Y ¿qué sucederá con Defred?
Defred no es una heroína, no busca liberar a nadie ni armar una revolución. Defred es una sobreviviente que no tiene más que su cuerpo para pertenecer a una realidad donde las mujeres de su posición no sirven más que para procrear. Defred ni siquiera es su nombre real, es como un título que significa «de Fred», porque ella es una propiedad, un activo de la república.
La voz narrativa de Defred, al comienzo de la lectura, la percibí distante; aunque posteriormente comprendí que esa distancia no es más que el terror que provocaba la deformación de la humanidad. Ella quería sobrevivir y tener noticias de su hija y de su marido, Luke.
Si Margaret Atwood hubiera elegido a un narrador en tercera persona, el narrador omnisciente, probablemente habría tenido que explicar demasiado de la política, la religión, el poder, el mundo en general. En cambio, siendo Defred la narradora, ella sabe muy poco, apenas lo suficiente, y de lo que es consciente es solo un fragmento de la realidad que sufre. Todos los personajes que la rodean apenas son un leve esbozo, parecen fantasmas castrados emocionalmente, excepto Moira, una amiga del pasado que jugaba con sus cartas de otra manera y retaba el peligro.
Mientras que en 1984 George Orwell fue contundente en la crítica y denuncia de un mundo soviético, Atwood en El cuento de la criada es más cuidadosa y pergeña con prudencia las palabras, las escenas y los personajes. Sabemos que la religión está atrás de esa realidad y que no es una religión inventada o falsa, pero Atwood a través de Defred es muy reservada evitando a toda costa ofender o herir susceptibilidades en un lector protestante.
Para quienes gustan de las distopias, sin entrar en el detalle de encontrar las causas de su existencia y aceptar las reglas de su funcionamiento, esta es una novela esencial. Para concluir, algunas líneas que fui recolectando durante la lectura:
«En determinadas circunstancias, puede pasar cualquier cosa en cualquier lugar.»
«Dios está en los detalles, dicen. El diablo también.»
«Vive el presente, saca el mayor partido de él, es todo lo que tienes.»
«El pasado es una gran tiniebla llena de resonancias.»
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