martes, 24 de septiembre de 2024

LA TRILOGÍA DE NUEVA YORK de Paul Auster

«Lo que le gustaba de los libros era la sensación de plenitud y economía. La buena novela de misterio no tiene desperdicio, no hay ninguna frase, ninguna palabra que no sea significativa. E incluso cuando no es significativa, lo es en potencia, lo cual viene a ser lo mismo. El mundo del libro toma vida, bulle de posibilidades, de secretos y contradicciones. Dado que todo lo visto o dicho, incluso la cosa más vaga, más trivial, puede estar relacionada con el desenlace de la historia, es preciso no pasar nada por alto. Todo se convierte en esencia; el centro del libro se desplaza con cada suceso que lo impulsa hacia adelante. El centro, por lo tanto, está en todas partes, y no se puede trazar ninguna circunferencia hasta que el libro ha terminado.»

Paul Auster fue un destacado escritor y cineasta estadounidense, conocido por su estilo literario que explora y profundiza el azar, la identidad y la soledad. Graduado en Literatura Inglesa y Comparada por la Universidad de Columbia, desarrolló una carrera prolífica que abarcó la ficción, el ensayo y la poesía. Su primer gran éxito, La invención de la soledad, publicado en 1982, es una obra híbrida que combina la biografía de su padre con una reflexión metaficcional sobre la memoria y la escritura, nacida de su preocupación por el futuro de su carrera literaria. Auster, que manuscribía sus obras para mantener una conexión íntima con su narrativa, fue reconocido con numerosos galardones, incluyendo el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2006. Su novela El libro de las ilusiones, publicada en 2002, es otro ejemplo de su maestría en la intersección entre la realidad y la ficción, aunque francamente, cualquiera de sus libros son más que un ejemplo de su capacidad literaria.

La Trilogía de Nueva York de Paul Auster no es, en esencia, una única novela, sino tres novelas publicadas por separado entre 1985 y 1987: Ciudad de cristal, Fantasmas y La habitación cerrada. Estas tres historias comparten un común denominador en estilo y tema, y su publicación conjunta bajo el título de Trilogía responde a la conexión profunda que existe entre ellas, tanto en su estructura narrativa como en su enfoque de la identidad, el aislamiento y el azar. Nueva York, más que un telón de fondo, es un personaje en sí mismo, un espacio laberíntico y desconcertante que refleja las pérdidas y búsquedas de los protagonistas. Auster y su editorial optaron por reunirlas en un solo volumen, pues, aunque autónomas, las tres novelas dialogan entre sí, componiendo un mapa literario de una ciudad que es tanto física como mental, donde la lógica detectivesca se disuelve en un juego posmoderno de desorientación y reflexión filosófica.

Normalmente, antes de entrar de lleno en una reseña, suelo ofrecer una sinopsis del libro para contextualizar al lector, pero en este caso me enfrento a tres novelas entrelazadas que conforman La Trilogía de Nueva York, por lo que intentaré condensarlas en un solo párrafo. En Ciudad de cristal, Quinn, un escritor de novelas policíacas, es confundido con un detective y acepta investigar el caso de una familia marcada por la locura y el aislamiento, adentrándose en una espiral de identidad y paranoia en las calles de Nueva York. Fantasmas nos presenta a Blue, un detective contratado para vigilar a Black, pero pronto su propia vida comienza a desintegrarse mientras reflexiona sobre la naturaleza de su tarea y sobre sí mismo, en un juego entre perseguidor y perseguido. Finalmente, La habitación cerrada sigue a un narrador anónimo que debe hacerse cargo de los escritos de su amigo Fanshawe, un escritor desaparecido, mientras descubre los secretos de la vida de este y enfrenta la disolución de su propia identidad.

Los títulos de La Trilogía de Nueva York encierran significados profundos que vale la pena explorar un poco. Ciudad de cristal sugiere a Nueva York, tal cual, aparentemente transparente, abierta y descifrable, pero que en realidad es un laberinto de reflejos y capas donde el protagonista, Quinn, se fragmenta en múltiples versiones de sí mismo, atrapado en un juego de espejos que distorsiona tanto su percepción como su identidad, pasando de un escritor frustrado a un falso detective, para luego convertirse en un mendigo y finalmente un fantasma engullido por la ciudad. Fantasmas, por su parte, evoca la idea de lo invisible, lo inmaterial, donde Blue, el detective, observa a Black, pero en el proceso termina perdiendo su propia substancia, su identidad, y lo que queda es una sombra que deambula entre vidas ajenas, perdiéndose en la tarea de vigilar lo que quizás nunca existió del todo. Finalmente, La habitación cerrada alude a un espacio impenetrable, una vida —la de Fanshawe— que el narrador intenta descifrar, aunque el verdadero significado, la verdadera esencia, permanece para siempre oculta detrás de las páginas que nunca leeremos, un misterio que habita ese espacio cerrado, inaccesible, que nos recuerda que la identidad del otro, y quizás la propia, es un enigma insondable. Sin respuesta.

Paul Auster plantea un diálogo continuo sobre la fragilidad de la identidad y la naturaleza escurridiza del «yo», conceptos que forman el eje central tanto de este libro como en toda su obra. Auster se sirve del lenguaje y de la estructura narrativa para profundizar en la idea de que la identidad no es un estado fijo ni algo que se pueda definir con claridad, sino una construcción que se erosiona bajo el peso del azar, las circunstancias y nuestras propias decisiones. Su visión de la identidad es profundamente existencialista, en consonancia con la filosofía de Sartre o Camus, donde el individuo se enfrenta a la angustia de existir en un mundo carente de respuestas absolutas, donde la única certeza es la incertidumbre. En este sentido, Auster utiliza La Trilogía de Nueva York para demostrar que cualquier intento de atrapar la esencia del ser está condenado al fracaso. Las identidades de sus personajes no solo se desdibujan, sino que desaparecen por completo. A medida que sus protagonistas avanzan en la búsqueda de sentido—ya sea Daniel Quinn en Ciudad de Cristal o el narrador anónimo de La habitación cerrada—, Auster nos muestra que esta búsqueda no es más que una ilusión, un dédalo del que no hay salida. Así, la trilogía se convierte en una metáfora de la condición humana: somos seres que nos construimos a través de relatos, de espejos, de intentos desesperados por fijar un «yo» que en realidad está en constante flujo. Auster, al igual que algunos posmodernistas, parece sugerir que la identidad es una narrativa, no una esencia, y que vivimos perpetuamente en la tensión entre lo que creemos ser y lo que el mundo, con su caos, nos obliga a ser.

La Trilogía de Nueva York se suma al canon literario que explora la identidad como algo inestable y fragmentado. Comparada con obras anteriores como La metamorfosis de Kafka, donde la transformación de Gregor Samsa refleja una crisis interna, o El hombre invisible de Ralph Ellison, que aborda la invisibilidad social y la alienación, las novelas de Auster en esta antología profundizan en la desintegración del «yo» en un mundo caótico. Posteriormente, novelas como El Club de la pelea de Chuck Palahniuk heredan esta preocupación por la pérdida de identidad, donde el protagonista crea un alter ego para huir de la trivialidad de su vida. Asimismo, Kafka en la orilla de Haruki Murakami explora la fragmentación del ser mediante una narrativa onírica y desorientadora, que resuena con las exploraciones existenciales. La influencia de La Trilogía de Nueva York sigue viva en varias obras contemporáneas que, al igual que Auster, se atreven a cuestionar qué significa ser uno mismo en un mundo donde las certezas se disuelven, se difuminan continuamente.

Aparte de la identidad, el otro tema de esta obra es el aislamiento y es que este es más que un estado de soledad física; es una condición existencial que despoja al individuo de sus certezas, mostrando la fragilidad de la identidad cuando se enfrenta a la ausencia y al vacío interior. Auster no utiliza el aislamiento como un simple recurso narrativo, sino como una herramienta filosófica que obliga a sus personajes —y a los lectores— a cuestionar nuevamente la naturaleza misma del «yo». En Ciudad de cristal, Quinn se adentra en un proceso de disolución personal que comienza con su confusión sobre la identidad de otros, pero termina en su propio aislamiento y desaparición. Las iniciales D.Q. evocan inevitablemente a Don Quijote, ese personaje que, en su locura, también se pierde en un mundo de espejismos, desconectado de la realidad circundante, pero Auster lleva el tema un paso más allá: no es solo que Quinn se confunda con la realidad, sino que el propio proceso de búsqueda lo empuja a desintegrarse, perdiendo toda noción de sí mismo en el laberinto de la ciudad. En Fantasmas, Blue vigila a Black, pero su aislamiento mental se intensifica a medida que observa; cuanto más se distancia del mundo externo, más comienza a perderse en su propio reflejo, hasta el punto de que vigilar a Black se convierte en vigilarse a sí mismo. La vigilancia, en lugar de proporcionarle certezas, lo sumerge en una espiral de introspección, de vacío, lo que nos remite a la famosa idea sartreana de que la identidad se forma en la mirada del otro. Sin el otro, o al observar obsesivamente al otro, la identidad se vacía de contenido, mostrando que el «yo» es una construcción que depende tanto de los vínculos como de la interacción con lo externo. Pero es en La habitación cerrada donde Auster lleva este concepto a su punto más perturbador: Fanshawe, que ha desaparecido y se ha aislado por completo del mundo, deja un vacío que el narrador intenta llenar al asumir su vida, sus escritos y sus relaciones. Sin embargo, en este proceso de apropiación de la identidad de otro, el narrador descubre que su propia identidad empieza a desvanecerse; no es posible asumir la vida de otro sin perder la propia. Aquí, Auster parece retomar ideas nietzscheanas sobre la identidad como máscara: lo que entendemos como «yo» no es más que un conjunto de ficciones que mantenemos para seguir existiendo, pero cuando esas ficciones se desmoronan, no queda una verdad esencial oculta, sino un abismo. El aislamiento de Fanshawe no solo lo consume a él, sino que se extiende a quienes lo rodean, como un vacío que devora a los demás. En este sentido, Auster nos empuja a enfrentar la idea de que la identidad, lejos de ser una esencia sólida, es un constructo temporal, siempre a punto de disolverse bajo la presión del aislamiento y la introspección. Lo que en otras manos podría haber sido simplemente una reflexión literaria sobre la soledad, en Auster se convierte en una meditación filosófica sobre la imposibilidad de conocerse a uno mismo. El aislamiento, como lo muestra La Trilogía de Nueva York, no es solo la distancia del mundo exterior; es el encuentro con el vacío interno, la constatación de que la identidad es algo que creamos en relación con los demás, y que, en última instancia, no hay una verdad última sobre quiénes somos, solo la ficción que construimos para soportar el peso de existir en un universo donde todo —incluso el «yo»— es incierto y contingente.

El azar es un tema fundamental en La Trilogía de Nueva York, subrayando la fragilidad de la existencia y la falta de control que los personajes tienen sobre sus propias vidas. A lo largo de las tres novelas, el destino de los protagonistas se ve continuamente alterado por coincidencias y eventos fortuitos que, como piezas de un rompecabezas, cambian el curso de sus historias de manera impredecible. En Ciudad de cristal, por ejemplo, Quinn es arrastrado a una investigación debido a un error de identidad, un hecho aparentemente trivial que marca el inicio de su desintegración personal. Si ese error no hubiera ocurrido, la historia tomaría un rumbo completamente diferente, lo que enfatiza la tiranía del azar en el destino humano. He abordado este tema en otras reseñas de obras de Paul Auster, y como seguiré explorando su literatura, el azar será una cuestión que me tocará investigar con mayor profundidad en futuras reflexiones. Por ahora, creo que este análisis ha sido más extenso de lo planeado, pero necesario para entender el peso de lo fortuito en la obra de Auster.

Para ir concluyendo, creo que La Trilogía de Nueva York es un libro que deliberadamente incomoda al lector, que no nos permite quedarnos en la superficie de las cosas, porque su profundidad es, en cierto modo, abrumadora. No es un libro fácil, no porque su lenguaje sea inaccesible, sino porque nos enfrenta a una serie de preguntas que quizá preferiríamos no hacernos. Es como ese famoso abismo que, cuando lo miramos, nos devuelve la mirada, y nos confronta con nuestras propias fragilidades, nuestras incertidumbres. De repente dejamos el libro a un lado y comenzamos a reflexionar; algo ha cambiado, aunque aparentemente todo alrededor siga igual. Auster tiene la habilidad de inquietar al lector de la manera más sutil: nos introduce en un misterio detectivesco en Ciudad de cristal, y sin darnos cuenta, ya no estamos persiguiendo la resolución del caso, sino a nosotros mismos. Y es que Auster duele, porque nos obliga a cuestionar el «yo», a enfrentarnos a la disolución de las certezas sobre nuestra identidad. Pero, ¿acaso no es eso lo que hacen los buenos libros? Si no remueven nuestras convicciones más profundas, si no nos zarandean, entonces se desvanecen de la memoria como si nunca hubieran existido. Este libro no puede ser olvidado, porque, aunque las historias sean, en efecto, pura ficción, son el vehículo perfecto para sostener una tesis existencial que, una vez expuesta, ya no puede ser ignorada.

Para finalizar, unas líneas que vale la pena ser leídas y releídas.

«Nada es real, excepto el azar.»

«Se preguntaba que aspecto tendría el mapa de todos los pasos que había dado en su vida y qué palabra se escribiría con ellos.»

«La vida nos arrastra de muchas maneras que no podemos controlar y casi nada permanece con nosotros. Muere cuando nosotros morimos, y la muerte es algo que nos sucede todos los días.»

«No llevaba dentro de mí ese libro, y en un momento dado me dije que debía renunciar a mis sueños.»

«Las circunstancias bajo las cuales las vidas cambian de rumbo son tan diversas que lo lógico sería no decir nada sobre un hombre hasta que muere.»

«Los pensamientos se detienen donde empieza el mundo.»

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