«Mi idea era la siguiente: crear una empresa que publicara libros sobre los olvidados, rescatar historias, hechos y documentos antes de que desaparecieran para luego darles forma y construir una narración continua, el relato de una vida.»
Paul Auster es un escritor estadounidense cuya obra explora con insistencia la delgada línea entre el azar y el destino, la identidad y su disolución. Nacido en Newark, Nueva Jersey, en 1947, Auster creció fascinado por la literatura y las historias que se desvían hacia lo inesperado, como si la vida misma fuera un conjunto de relatos fragmentados, un laberinto de coincidencias. Tras graduarse en Literatura Inglesa y Comparada por la Universidad de Columbia, pasó un tiempo en Francia, donde tradujo a autores como Mallarmé y Sartre, experiencias que dejaron una marca visible en su obra. Su verdadero reconocimiento literario llegó con La Trilogía de Nueva York, donde combinó elementos del género detectivesco con la reflexión filosófica, sumergiendo al lector en un juego continuo de espejos y identidades cambiantes.
Brooklyn Follies, publicada en 2005, es la decimotercera novela de Paul Auster y se desarrolla, como indica su título, en el barrio de Brooklyn, entre los años 2000 y 2001. Auster la ha descrito como «un libro sobre la supervivencia», donde los lazos humanos y las pequeñas coincidencias son el motor de la redención y el cambio en la vida de sus personajes. El título, Follies, que se mantuvo sin traducir, proviene de la obra que el protagonista, Nathan Glass, está escribiendo: El libro del desvarío humano (The Book of Human Folly). Traducirlo como Desvaríos de Brooklyn habría capturado su significado, sí, pero también habría despojado al título de parte de su resonancia original, de esa ambigüedad que hace de Auster un autor siempre esquivo y sutil. Pero antes de adentrarnos en esta reseña, he aquí la sinopsis.
«Con sesenta años, recién divorciado y recuperándose de una dura enfermedad, Nathan Glass se retira al barrio neoyorquino de Brooklyn, el lugar donde pasó su temprana infancia, en busca de un apacible retiro para los últimos años de su vida y sin más ocupación que la escritura de El libro del desvarío humano, un compendio de historias sorprendentes, de deslices y disparates. Glass pasa los días frecuentando el café Cosmic Diner, prendado de la camarera; conversando con su recién recobrado sobrino Tom y con el peculiar propietario de la librería donde este trabaja. El retiro que Nathan había planeado se transformará, poco a poco, en un reencuentro con la vida, un canto a la amistad y a la esperanza.»
Hace un tiempo escuché a un crítico decir que Brooklyn Follies podría considerarse, y con razón, un auténtico cuento de hadas moderno. Y ahora que lo he leído, de cierta forma lo es, no solo por la estructura de historias dentro de historias y las casualidades que parecen guiar el destino de los personajes, sino también por esa ternura casi inesperada y por la redención que Auster ofrece a cada uno de ellos. En sus páginas, las coincidencias, esas que tanto importan en los relatos mágicos, actúan como fuerzas invisibles que entrelazan vidas y generan un cambio imperceptible, pero crucial. A diferencia de la lobreguez y melancolía que suele envolver la obra de Auster, aquí hay algo que brilla, algo que nos redime a nosotros también, porque no lo esperábamos. Y quizá sea esa mezcla de dolor y esperanza, ese espacio donde lo mundano se torna maravilloso, lo que convierte a Brooklyn Follies en un refugio literario que, como los mejores cuentos, se niega a dejarse atrapar por la mera lógica de lo real. Cierto, no hay fantasía, no hay magia, solamente una serie de casualidades.
Todos los personajes de Brooklyn Follies se nos presentan ya rotos, arrastrando a diario el peso de unas vidas que, en ningún momento, han resultado ni fáciles ni complacientes. La soledad y un pesimismo casi resignado parecen unirlos a todos, como un lazo invisible que atraviesa cada rincón de la novela. Y, sin embargo, las coincidencias inesperadas comienzan a surgir, esas que Auster maneja con una aparente casualidad, como si no las hubiese dispuesto desde el principio, y así, historias que nacen aisladas terminan encontrando un punto de confluencia, un arco narrativo que, si bien no los acerca ni remotamente al llamado «sueño americano», sí les permite contemplar sus propias vidas con otro cariz. Al menos, la soledad se combate, y no precisamente con soluciones cómodas, sino con desvaríos que a menudo generan más problemas, pero que, en su propia confusión, también ofrecen una forma de redención subyacente. Porque de errores está hecha la carga que todos llevamos a la espalda, y no se trata aquí de segundas oportunidades fáciles, sino de comprender que ese fardo se aligera cuando uno cuenta con más fuerzas de espíritu y, sobre todo, cuando se encuentra a alguien con quien compartir una conversación, esos desvaríos, en medio del camino de la vida.
Pese a que Brooklyn Follies tiene un tono más esperanzador, hasta podríamos decir que tiene algo de dickensiano, no deja de ser, en el fondo, una novela de Auster. Y eso, desde luego, significa que la melancolía y la tragedia estarán ahí, como esas nubes que se perfilan en el horizonte de un paisaje bucólico; porque, hasta el día más radiante necesita de la sombra de la noche para cobrar sentido. Nathan Glass, el narrador que se nos presenta casi como un observador más, nos advierte desde el principio que él no es el protagonista, pero tampoco lo es del todo quien parece señalado como tal. Lo que sugiere, con cada historia que se entrelaza y se desborda, es que cada persona es, en cierto modo, el protagonista de su propia vida, y que, nos guste o no, nuestras acciones, decisiones y omisiones repercuten en los demás, más allá de lo que creamos saber. Porque esa es la cuestión: no sabemos. No hay manera alguna de prever si lo que hacemos obrará en el sentido que pretendemos. Y sin embargo, algo parece ser cierto: si hay nobleza de espíritu, si las intenciones son las correctas, entonces el azar, ese caprichoso e imprevisto, puede llevar las cosas a buen puerto. Quizá Auster nos dice que, en efecto, se cosecha lo que se siembra, y que quien siembre relámpagos no hará otra cosa que cosechar tempestades, mientras quien siembra bondad, cosechará buenos amigos.
Es cierto que, si alguien me pidiera recomendar una novela de Paul Auster, lo más probable es que me inclinara por 4 3 2 1, La trilogía de Nueva York o La invención de la soledad; pero lo que ocurre con Auster es que es difícil encontrar en él una obra menor, y Brooklyn Follies no lo es ni de lejos. Quizá sea una novela un tanto distinta, sí, pero solo un poco, lo suficiente para que uno se encuentre atrapado en su relato —o, mejor dicho, en sus relatos—. Se podría argumentar que las casualidades aquí son demasiado evidentes, demasiado deliberadas, pero de conveniencias fáciles, de esas que simplifican la vida, no hay ni rastro. Ahí radica el brillo de Brooklyn Follies: un desvarío profundamente humano que, aunque no figure entre las primeras novelas que mencionaría de Auster, nunca dejaría de recomendarla. Si la veis en una librería, compradla y leedla, porque en ella nada queda suelto; todo encaja al final, con esa maestría que solo Auster sabe otorgar a la vida y a sus azares.
«Mientras haya un hombre de temple, habrá cierta esperanza para el mundo.»
«Hay momentos en la vida en que el alcohol alimenta más que la comida.»
«Cuando una persona es lo bastante afortunada para vivir dentro de una historia, para habitar un mundo imaginario, las penas de este mundo desaparecen. Mientras la historia sigue su curso, la realidad deja de existir.»
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