«Tal vez me estaba volviendo loco, pero sentía, sin embargo, una tremenda fuerza que se agitaba dentro de mí, un gozo gnóstico que penetraba profundamente en el corazón de las cosas. Luego, súbitamente, tan súbitamente como había adquirido esta fuerza, la perdí. Había estado viviendo dentro de mis pensamientos tres o cuatro días y una mañana me desperté y me encontré en otra parte: de vuelta en el mundo de los fragmentos, de vuelta en el mundo del hambre y las desnudas paredes blancas. Me esforcé por recobrar el equilibrio de los días anteriores, pero no pude. El mundo me aplastaba de nuevo y apenas podía respirar.»
Paul Auster, nacido en Newark, Nueva Jersey, en 1947, fue uno de los escritores más influyentes de la literatura contemporánea, conocido por su exploración del azar, la identidad y la vida urbana. Su obra, marcada por una prosa sobria e introspectiva, se mueve entre la novela policiaca, la reflexión filosófica y la metaficción, características que definieron su estilo desde la publicación de La Invención de la soledad en los años 80. Auster también fue galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2006, que le fue entregado por el propio Príncipe de Asturias, hoy el Rey Felipe VI, en reconocimiento a su vasta contribución a la literatura. Su tono melancólico y su capacidad para transformar las convenciones literarias fueron una constante hasta su fallecimiento en abril de 2024, dejando un legado donde la mejor forma de honrarlo es leerlo.
El Palacio de la Luna está ambientada en el Nueva York de los años 60 y 70, un periodo marcado por el bullicio y las transformaciones sociales que caracterizan a la ciudad en esa época. Aunque Auster evita dar fechas exactas en la novela, se percibe la influencia de acontecimientos históricos como la llegada del hombre a la luna en 1969, un hito que impregna el imaginario colectivo y que puede estar relacionado simbólicamente con el título del libro. Durante esos años, Nueva York era un lugar de contrastes, con una mezcla de esperanza, crisis económica y experimentación cultural, elementos que Auster plasma en el ambiente y tono de la novela. Paul Auster escribió la novela en 1989, cuando tenía 42 años, y se encontraba en un momento crucial de su carrera, pues se había consolidado como una de las voces más importantes de la literatura posmoderna tras el éxito de La trilogía de Nueva York. Curiosamente, la edad del protagonista, Marco Stanley Fogg, en la época en que transcurre la novela, coincide aproximadamente con la que tenía Auster en los 60, lo que añade una capa personal al contexto del relato. No obstante, antes de continuar con la reseña, he aquí la sinopsis:
«Marco Stanley Fogg es un huérfano que ha crecido bajo el cobijo de su tío Victor, un clarinetista de poca fortuna. Cuando este muere, consigue vivir durante un periodo de la venta de los libros que le ha dejado en herencia. En el tiempo en que el hombre camina por primera vez sobre la luna, M. S. Fogg inicia un viaje de búsqueda de su identidad y sus orígenes que lo llevará de Manhattan al remoto Oeste americano.»
El Palacio de la Luna parece, en cierto modo, tres novelas en una, como si Auster hubiese querido explorar distintas vidas y perspectivas bajo una misma estructura, un entramado narrativo donde el azar y el destino juegan papeles intercambiables, según el capricho de la trama. No es como La Trilogía de Nueva York, pero no puedo negar que hay abundantes reminiscencias que nos recuerdan a aquellos personajes atrapados en la búsqueda de una identidad evasiva. La primera parte de El Palacio de la Luna sigue a Marco Stanley Fogg, un joven universitario que, habiendo perdido el propósito y cualquier impulso vital, se deja llevar a la deriva por la ciudad de Nueva York, una metrópolis que no le ofrece ni consuelo ni sentido. La segunda parte nos introduce en la vida de Thomas Effing, un anciano ciego y paralítico que fue, en un pasado nebuloso, pintor, aventurero y ermitaño, incluso fantasma, y que en su vejez termina dependiendo de Marco para que le sirva de asistente y le ayude a soportar el peso de la soledad que para un octogenario amargado es terrible. A medida que Effing se convierte en el centro de la narrativa, la historia se transforma en una especie de memorias, un viaje a través de los fragmentos de su vida, con tintes de misterio y reflexión. La tercera sección nos introduce a Solomon Barber, el hijo de Effing, que termina conectando los hilos que, de manera a veces arbitraria y otras veces forzada, atan a los protagonistas, casi como si el azar los hubiese empujado a cruzar sus caminos. La conexión entre ellos parece, al principio, casual, pero poco a poco se desvela una relación más profunda, como si el destino, si es que existiera tal idea o concepto, jugara con ellos, aproximándolos solo para ser golpeados por la tragedia, dejando a Marco, finalmente, en una playa, enfrentando las mismas preguntas que lo atormentaban cuando vagaba por Central Park.
El Palacio de la Luna no es solo el nombre de la obra, sino también un restaurante ficticio cuyo brillo de neón se filtraba por la ventana del pequeño apartamento de Marco, como un símbolo de la fragilidad de su voluntad, iluminando su vida en un mundo que no es que parezca haberlo olvidado, sino que nunca se dio cuenta de que siquiera existía. La luna, el brillo de la luna, ser lunático o cualquier símbolo que recordara este aspecto se convierte en un común denominador que marca un pasaje de la vida de Marco Fogg. El joven, recién graduado de la universidad, nunca aprendió lo que significaba trabajar, el por qué, y tras la muerte de su tío, queda con una colección de libros que utiliza como su único refugio. Los libros, conservados en cajas, se convierten en sus únicos muebles, en la esencia de su existencia, hasta que decide venderlos uno por uno para subsistir, alargando su caída hasta que, finalmente, se queda sin nada. Sin hogar, vagabundea por las calles de Nueva York, duerme entre los arbustos de Central Park, pero no muestra voluntad de cambiar su suerte; parece abatido, sin sueños, ni propósitos. El trabajo y el estudio han fracasado en darle sentido a su vida, y solo cuando conoce a una chica, Kitty, y comienza a cuidar a Thomas Effing, experimenta un leve cambio. Sin embargo, al trasladar el protagonismo a Effing, su propia identidad parece diluirse en la narrativa, como si la historia le negase su lugar central. Auster nos lleva a través de la vida de Marco, desde su infancia marcada por la muerte de su madre a los once años hasta su vagabundeo como adulto joven, despojándolo de todo menos de la ropa que lleva puesta cuando se encuentra, una vez más, solo, contemplando el basto océano Pacífico, en la costa opuesta. No es el mismo joven que vagaba por Nueva York, pero las preguntas fundamentales siguen sin respuesta: ¿qué hacer con la vida? ¿Hacia dónde ir cuando todo lo tangible se desvanece?
El Palacio de la Luna se presenta, más que como una reflexión teórica, como una especie de indagación en la noción siempre mutable de la identidad. No se trata de un intento por descifrar un enigma oculto, sino de señalar que la identidad no es algo fijo, no es un objeto sólido que se pueda definir una vez y para siempre. A través de Marco Stanley Fogg, Auster nos muestra cómo el ser de una persona está en constante cambio, moldeado tanto por las circunstancias como por la percepción que uno tiene de sí mismo. El protagonista se mueve entre diferentes variables de su propio nombre, cada una de ellas aportando algo que parece insuficiente para definirlo del todo, pero sin duda necesarios en su devenir. Las historias que su tío le cuenta sobre sus nombres y apellido son una ilustración de esta noción: no importa la versión, ninguna verdad es definitiva, ninguna etiqueta es suficiente para aprehender el flujo constante de la identidad. Luego, con Thomas Effing, Auster lleva esta exploración aún más lejos. Effing es un hombre que literalmente abandona su nombre, su pasado y se reinventa a sí mismo, pero no se trata simplemente de un juego de máscaras. La transformación de Effing es más profunda, nos invita a cuestionar si alguna identidad puede realmente anclarse en algo permanente o si siempre es algo dinámico, un relato que construimos y destruimos. Y en ese proceso, Auster nos conduce, finalmente, al océano: Marco, al final de la novela, contempla el vasto Pacífico, no como un símbolo de lo inescrutable, sino como una imagen de la fluidez y amplitud de la identidad, siempre en movimiento, siempre desbordando los límites que tratamos de imponerle.
No podemos caer en la trampa simplista de afirmar que uno es, sin más, quien decide ser. Esa perspectiva reduce la cuestión a un voluntarismo irreal, demasiado conveniente y cómodo. Sería ignorar el peso de las circunstancias, muchas de las cuales no controlamos ni elegimos, que son completamente azarosas. La identidad no es un molde que nos colocamos a voluntad, sino algo que se va esculpiendo, a menudo sin nuestro consentimiento o siquiera percepción, a través de condiciones externas que operan al margen de nuestra conciencia. Auster parece recordarnos que hay elementos que nos determinan desde mucho antes de que tengamos siquiera la capacidad de decidir o elegir. La creencia de que «somos esto o aquello» no es más que una ficción que elaboramos para darle algún sentido a lo que en realidad es fruto de una aleatoriedad que no podemos controlar. Lo que llamamos identidad es, en el fondo, una serie de coincidencias sobre las que no tenemos ningún dominio y que nos han sido impuestas por contextos ajenos a nuestra voluntad.
Pero El Palacio de la Luna no solo trata de la identidad, sino, desde mi juicio, criterio y apreciación, de la depresión. La depresión de Marco Stanley Fogg es una presencia constante, pero sutil, una sombra que recorre las páginas de la novela sin ser nunca mencionada explícitamente. Auster nunca la nombra, nunca la diagnostica, pero sus síntomas clínicos están ahí, en la deriva existencial del personaje, en su indiferencia ante la vida y su falta de propósito. La depresión de Marco no se presenta de forma dramática, sino como un estado de abandono progresivo, una desconexión paulatina tanto de su entorno como de sí mismo. Desde el principio, observamos en Marco los síntomas clásicos de lo que hoy podríamos identificar como depresión clínica: la pérdida de interés o placer en actividades cotidianas —en su caso, los estudios universitarios, los pasatiempos, incluso las relaciones personales—, la fatiga crónica, la desmotivación, el aislamiento. A pesar de que su vida va desmoronándose —pierde su hogar, su estabilidad, sus vínculos—, Marco se desliza pasivamente por esta caída, sin voluntad aparente para revertirla, una señal clara de la anhedonia, esa incapacidad para experimentar placer o satisfacción que caracteriza los cuadros depresivos.
Su falta de apetito por el mundo también se manifiesta en la manera en que el personaje se desvanece emocionalmente. Se encuentra rodeado de libros, de cultura, de posibilidades intelectuales, pero todo eso se vuelve inútil frente a su parálisis interna. El hecho de que termine durmiendo en Central Park como un desvalido, sin buscar trabajo, sin intentar cambiar su situación, es un signo de una depresión profunda, donde ni siquiera el instinto de supervivencia parece prevalecer. Marco vive en un estado de estancamiento, una inercia emocional que refleja el vacío que tantas veces es descrito por quienes sufren de esta enfermedad. Lo más revelador es el modo en que Auster sugiere que esta depresión no es solo el resultado de una serie de eventos desafortunados, sino una condición preexistente en Marco, posiblemente arraigada desde la muerte de su madre cuando tenía once años. Este trauma temprano, que lo deja huérfano emocionalmente, parece haber sido el punto de inflexión que lo lleva a desconectarse de la vida. Y como sucede con muchas personas deprimidas, la carencia de un sistema de apoyo emocional sólido, unido a su propio retraimiento, contribuye a que Marco se hunda más en este estado. El personaje no llora, no se lamenta de su suerte; su depresión no tiene manifestaciones dramáticas, sino que es una especie de erosión silenciosa. Marco no parece sufrir activamente, sino más bien ha renunciado a sentir en absoluto, como si el dolor mismo se hubiera convertido en un ruido de fondo. En última instancia, su depresión es existencial, un vacío que se conecta con la falta de significado que impregna su vida. Auster nos deja con la imagen de Marco frente al océano, como una metáfora de la vastedad y la imposibilidad de abarcarlo todo. Y es que la depresión, como el océano, tiene abismos insondables, aquellos que nos arrastran hacia el fondo sin que sepamos exactamente cuándo dejamos de nadar.
La novela nos entrega un final abierto, no por una simple cuestión narrativa, sino porque, en última instancia, el lector se convierte en el verdadero protagonista. A lo largo de sus páginas, no solo somos testigos de las historias que se despliegan, sino que también nos convertimos en cómplices de esas narrativas que dialogan en silencio con nuestra propia memoria, en una suerte de comunión entre lo leído y lo vivido, entre lo imaginado y lo que aún no hemos sido capaces de concebir. Los relatos que se pergeñan en la novela no son solo de los personajes, sino también los nuestros, reflejados en aquello que hemos experimentado o dejado de experimentar, en lo que vimos o lo que no fuimos capaces de ver, en lo que hemos sentido o no, en los sueños que realizamos o aquellos que no nos atrevimos a soñar. En cada lector hay un libro, un volumen tácito que continúa después de ese final, un volumen silencioso que emerge cuando el relato escrito termina. Y ese final, que a primera vista parece inacabado, cala profundamente en nosotros porque revela que el relato, como la vida misma, nunca cierra del todo.
«Cada hombre es autor de su propia vida.»
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