«Volvió a su hotel todavía sin arreglarse y con el ánimo a rastras. La terraza al aire libre estaba desbordada por una clientela joven que bailaba a corazón abierto con una orquesta juvenil y ella no pudo resistir la tentación de compartir el júbilo de una generación feliz. No había una mesa libre, pero el mesero la reconoció de otros años y le llevó una a toda prisa.»
Gabriel García Márquez fue un escritor colombiano, considerado uno de los grandes maestros de la literatura universal. Nació en Aracataca en 1927 y estudió derecho y periodismo antes de dedicarse por completo a la escritura. Ganó fama internacional con Cien años de soledad publicada en 1967, una obra emblemática del realismo mágico que narra la saga de la familia Buendía y la historia de Macondo, un pueblo mítico cargado de fantasía y realidad. Márquez exploró temas como la soledad, el poder, el amor y la muerte a través de un estilo que mezcla lo cotidiano con lo fantástico, lo poético con lo crudo. Recibió el Premio Nobel de Literatura en 1982 y hoy en día sus letras son una voz fundamental en la narrativa latinoamericana y universal.
Gabriel García Márquez trabajó en En agosto nos vemos durante los últimos años de su vida, pero, fiel a su perfeccionismo, decidió no publicarlo, pues no lo consideraba a la altura de su obra. Él mismo dejó varias versiones del texto entre los documentos depositados en el Harry Ransom Center de la Universidad de Texas, y nunca dio su aprobación final a ninguna de ellas. Sin embargo, tras su muerte, su familia releyó los borradores y cambió de parecer. Para conmemorar el décimo aniversario de su fallecimiento, optaron por publicarlo, convencidos de que el texto poseía «muchísimos y muy disfrutables méritos» que recordaban lo mejor de Gabo: su poesía, su narrativa cautivadora, y su cariño por las desventuras humanas. Esta decisión, por supuesto, levantó debate y planteó un dilema moral, pues, ¿es legítimo publicar una obra que su autor juzgó inacabada? No obstante, antes de continuar, he aquí la sinopsis:
«Cada mes de agosto Ana Magdalena Bach toma el transbordador hasta la isla donde está enterrada su madre para visitar la tumba en la que yace. Esas visitas acaban suponiendo una irresistible invitación a convertirse en una persona distinta durante una noche al año.»
Es bien sabido que muchos autores han dejado claras instrucciones de destruir o no publicar sus escritos póstumos, temiendo que esos textos, aún inacabados, empañaran la calidad de su legado. El caso más representativo es, sin duda, el de Franz Kafka, quien pidió a su amigo y albacea Max Brod que destruyera toda su obra inédita. Brod, sin embargo, se negó a cumplir su deseo y publicó obras fundamentales como El proceso y El castillo. Otro caso es el de Vladimir Nabokov, quien dejó instrucciones explícitas para que sus notas de El original de Laura fueran destruidas; su hijo, Dmitri Nabokov, decidió publicarlas de todos modos, generando un gran debate. Jorge Luis Borges también expresó su deseo de que ciertos textos no fueran editados póstumamente, aunque esto se respetó más fielmente por su viuda, María Kodoma. Emily Dickinson, por otro lado, dejó una cantidad enorme de poesía sin publicar, pidiendo su destrucción; sin embargo, sus familiares decidieron divulgar gran parte de esos escritos, contribuyendo así a su reconocimiento literario. Estos ejemplos nos recuerdan que, tras la muerte de un autor, la obra se convierte en un campo de batalla entre la voluntad del creador y las decisiones de los herederos o a quienes se les ha encomendado esa tarea. Y nos hacemos nuevamente la pregunta ¿es legítimo publicar una obra que su autor juzgó inacabada?
La literatura universal nos ha regalado joyas invaluables que, pese a encontrarse inacabadas, han sido publicadas póstumamente, desafiando la perfección que sus autores perseguían. Si se hubieran quedado en el olvido por estar incompletas, nos habríamos perdido algunas de las obras más profundas e influyentes. Por ejemplo, El hombre sin atributos de Robert Musil quedó inconclusa a su muerte, pero su publicación permitió que el mundo accediera a una de las reflexiones más complejas sobre la modernidad. De manera similar, El misterio de Edwin Drood de Charles Dickens dejó su trama en suspenso, creando un legado literario que ha fascinado a generaciones de lectores y críticos. Otro caso es El Silmarillion de J.R.R. Tolkien, que fue compilado y publicado por su hijo, Christopher Tolkien; aunque es más una colección de mitos que una novela propiamente dicha, su publicación ha sido esencial para comprender la mitología del universo creado por Tolkien. Estas obras, aunque imperfectas y a veces incompletas, enriquecen la literatura al ofrecernos las visiones e inquietudes de sus autores, y es en su misma falta de conclusión donde muchas veces reside su fuerza y misterio. Pero ¿será este el caso de En agosto nos vemos?
Algunos escritores influyentes de los siglos XIX y XX dejaron su legado cerrado en vida, sin la necesidad de apelar a publicaciones póstumas e inconclusas. Honoré de Balzac fue uno de ellos; aunque es cierto que, tras su muerte en 1850, se dieron a conocer algunas cartas y escritos menores, la obra fundamental de Balzac ya estaba consolidada con La comedia humana, esa vasta colección que abarca novelas y relatos entrelazados. James Joyce tampoco dejó asuntos pendientes: Finnegans Wake, su última gran novela, se publicó en 1939, dos años antes de su muerte. Si bien fragmentos, cartas y algunos poemas vieron la luz posteriormente, ninguno alteró el peso y la complejidad de su legado. Virginia Woolf, por su parte, terminó Entre actos poco antes de morir, y aunque la obra se publicara póstumamente, todo lo esencial de su voz ya estaba presente en su obra previa, con su inquieta exploración de la conciencia y el tiempo. Lo mismo sucede, quizá, con En agosto nos vemos de García Márquez. Aun siendo una obra menor e inconclusa, no merma el valor de su legado; si acaso, revela la seriedad con la que el autor consideraba a sus lectores, reacios a entregarles algo que él mismo juzgó insuficiente.
En agosto nos vemos es una obra que muestra los recursos narrativos característicos de Gabriel García Márquez, aunque con ciertas particularidades y limitaciones. La narración se realiza en tercera persona, lo que le permite una mirada amplia y detallada de los pensamientos y emociones de la protagonista, Ana Magdalena Bach. El contexto histórico es indefinido, un recurso típico de García Márquez, que sitúa la historia en un entorno atemporal que bien podría remitirnos a cualquier momento del siglo XX. La obra es corta, no supera las cien páginas, está fragmentada e inacabada, lo que deja la sensación de que no alcanza la profundidad por esos vacíos entre escenas, entre párrafos. En cuanto al estilo, García Márquez utiliza su prosa que pergeña entre lo poético y detallista, aunque con un tono más sobrio y menos exuberante que en sus novelas más conocidas, como si le hiciese falta una revisión. Hace uso de descripciones minuciosas junto a un tono introspectivo para abordar temas como la soledad, el deseo y la memoria. Un punto fuerte de la obra es precisamente esta exploración íntima de las emociones y la manera en que aborda el paso del tiempo y la nostalgia. Sin embargo, uno de los puntos débiles radica en su carácter inacabado y en la falta de un desarrollo.
En agosto nos vemos no es una buena obra, debo decirlo desde el principio, ni tampoco me gustó. Sé que muchos autores vivos publican auténticas bazofias a plena consciencia, sin pudor alguno, y si comparamos este relato con algunas de esas publicaciones, resulta que no es tan malo, de hecho, queda en una categoría muy superior. El problema, claro, es que el nombre de Gabriel García Márquez pesa demasiado, y es complicado desligar su figura y su legado de esta obra menor. Uno siente, entonces, que Gabo tenía razón: no debió haber sido publicada. No obstante, y aquí insisto, la existencia de este texto no le resta mérito alguno a su autor. Tampoco podría calificarse como una pérdida de tiempo o dinero leerlo; dada su corta extensión, se convierte más en un esbozo, una muestra de lo que pudo haber sido. Y ahí radica su verdadero valor: si García Márquez hubiera vivido una década más, este relato seguramente se habría elevado a la categoría de novela, de esas que navegan por aguas profundas e inciertas. Al final, conocer una obra inconclusa nos da una luz, un pequeño atisbo de en qué trabajaba este gran autor en sus últimos días, y cómo nacía, casi de la nada, una historia en su mente.
Recomendaría En agosto nos vemos solo si uno ya ha leído a Gabriel García Márquez. De otro modo, corremos el riesgo de formarnos un concepto erróneo sobre su impacto en la literatura hispana y, por extensión, en la universal. Este relato, si bien interesante por lo que podría haber sido, no refleja en absoluto la maestría y la riqueza narrativa que encontramos en obras como Cien años de soledad o El amor en los tiempos del cólera. Si lo pasamos por alto, no se pierde nada, pues no suma al legado del autor; más bien, es como un colofón difuso, una sombra apenas perceptible en su bibliografía.
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