miércoles, 9 de julio de 2025

PATRIMONIO de Philip Roth

«Uno limpia la mierda de su padre porque no hay más remedio que limpiarla, pero después de haberla limpiado, todo lo que hay que sentir se siente como jamás antes se había sentido. Tampoco era la primera ocasión en que comprendía esto: una vez puesto a un lado el asco e ignorado la náusea, una vez se arroja uno más allá de las fobias, fortificadas como tabúes, queda muchísima vida por apreciar.»

Philip Roth fue un escritor estadounidense nacido en Newark, Nueva Jersey, considerado una de las figuras más influyentes de la literatura contemporánea en lengua inglesa. Estudió en las universidades de Bucknell y Chicago, y se dio a conocer con Goodbye, Columbus, publicada en 1959, obra que le valió el National Book Award. Su trayectoria literaria estuvo marcada por una exploración incisiva de la identidad judía, la sexualidad, la culpa, el cuerpo y la decadencia, todo ello articulado con una voz narrativa provocadora, autocrítica y profundamente americana. Su alter ego literario, Nathan Zuckerman, aparece en varias de sus obras como mediador entre la ficción y la experiencia personal. Roth se retiró oficialmente de la escritura en 2012 y falleció en 2018. 

Lo primero que me llevó a Patrimonio no fue, como suele decirse, un impulso fortuito, sino algo mucho más elemental: la portada. En ella aparece una fotografía en blanco y negro, familiar y antigua, donde Herman Roth, con los brazos desnudos y un porte atlético, posa detrás de sus dos hijos: Seth, el mayor, sonriente, y Philip, aún niño, al frente, con gesto entre tímido y severo. El padre, joven y firme, atrás y alineado en fila con sus hijos es como si marcase una especie de continuidad silenciosa entre generaciones. A veces se repite que no hay que juzgar un libro por su portada, pero hay portadas que llaman, que interesan, que invitan a detenerse. Y más aún cuando la imagen elegida no es casual, sino personal, íntima, casi un acto de exposición deliberada. Sin embargo, si aquel libro no hubiera llevado el nombre de Philip Roth en la cubierta, probablemente no lo habría tomado. Fue esa conjunción —la imagen y el autor— la que me llevó a abrirlo. Y pronto entendí que aquel ganador del Pulitzer no me ofrecía otra novela, sino una confesión: la historia de su padre, que, de alguna manera, también es su propia historia. He aquí la breve sinopsis:

«Un agente de seguros jubilado, un hombre que fue muy fuerte, lleno de genio y de encanto, lucha a sus ochenta y seis años contra un tumor cerebral. Este hombre es Herman, el mejor personaje creado por Philip Roth. Su padre.»

Philip Roth a lo largo de su vasta obra, exploró obsesivamente los vínculos entre la identidad judía, la sexualidad, la culpa y el poder. Títulos como El lamento de Portnoy, Pastoral americana o La mancha humana lo hicieron visible en el mundo literario y lo consolidaron como un maestro del retrato moral. Sin embargo, Patrimonio, publicado en 1991, ocupa un lugar singular en su trayectoria. No hay aquí sarcasmo ni farsa, ni inventiva ni simbolismo, sino la crónica sobria y doliente de la enfermedad terminal de su padre, Herman Roth, escrita desde la experiencia directa y sin intermediarios.

Herman Roth, padre de Philip, fue hijo de inmigrantes judíos procedentes de Europa del Este que se establecieron en Estados Unidos a comienzos del siglo XX. Fue un hombre hecho a sí mismo, un trabajador infatigable que durante años trabajó como agente de seguros en Newark, Nueva Jersey. Con su energía inagotable, su espíritu inquebrantable y su carácter tenaz, Herman representaba esa generación de inmigrantes que, con disciplina y esfuerzo, buscaban cimentar un legado en la nueva tierra. Fue un hombre de principios firmes, de ideas claras, a veces intransigente, pero profundamente entregado a su familia. Su vida estuvo marcada por esa mezcla de orgullo, perseverancia y cierta ingenuidad bondadosa que Roth retrata sin edulcorar. Su enfermedad, un tumor cerebral incurable, fue el enemigo silencioso que comenzó a despojarlo de su autonomía. La novela narra cómo este hombre, otrora vigoroso, empieza a perder poco a poco sus facultades: primero el equilibrio, luego la memoria, la fuerza, la independencia, hasta quedar reducido a una vulnerabilidad casi infantil. Cada recaída, cada visita médica, cada diagnóstico es un nuevo descenso en esa espiral de deterioro físico y cognitivo.

Herman Roth, un hombre testarudo, enérgico y resistente, fue diagnosticado erróneamente con un padecimiento llamado parálisis de Bell, una condición temporal; pero al no existir ninguna mejora, una segunda opinión y otros exámenes revelaron un tumor cerebral, específicamente en el nervio facial. La decisión que enfrentaron sus hijos, Philip y Seth, fue una de esas encrucijadas morales que ningún hijo desea atravesar y que rara vez admiten un desenlace limpio o satisfactorio. Los médicos plantearon la posibilidad de una operación, pero el panorama era desolador: la intervención ofrecía apenas una esperanza, más parecida a un milagro que a un resultado probable, mientras que los riesgos eran abrumadores y mucho más reales que posibles. Su padre podía morir en la cirugía, quedar postrado o sobrevivir con una calidad de vida tan mermada que difícilmente podría seguir considerándose vida. No operarlo, en cambio, significaba aceptar, sin heroísmo posible, el curso irreversible de la enfermedad: el deterioro gradual, la pérdida lenta pero implacable de las facultades físicas y mentales, la extinción progresiva de aquello que había definido su carácter orgulloso, su vitalidad y su independencia. Roth narra con precisión las discusiones con los especialistas, cuyas opiniones, si bien no siempre contradictorias, sí mostraban matices dispares, generando más dudas que certezas, como si la medicina, ante la muerte inminente, se limitara a esbozar conjeturas vestidas de diagnóstico. Y allí, entre ese laberinto de palabras técnicas, se instala el verdadero dilema, ese que ninguna ciencia puede resolver: ¿qué significa, en última instancia, ser un buen hijo? ¿Es un acto de amor proteger al padre de una operación que podría extinguirlo antes de tiempo, o lo es agotar hasta el último recurso, por improbable que sea, aun a riesgo de sumirlo en la agonía o la humillación física? Tanto Philip, como Seth, tras sopesarlo con una mezcla de razón y angustia, eligen no intervenir, convencidos de que la dignidad no consiste en alargar la existencia a cualquier precio, sino en respetar el último bastión de autonomía que aún queda. Sin embargo, ni siquiera esa decisión tomada desde la serenidad aparente los libera de la culpa, esa sombra inevitable que siempre acecha al que sobrevive y decide. Porque Herman Roth ya no podía decidir por sí mismo; su mente había comenzado a desmoronarse, su juicio era una sombra, y preguntarse qué habría querido él resulta, al final, una trampa insoluble. ¿Es suficiente la buena intención? ¿Puede uno consolarse con la certeza —si acaso existe— de haber obrado con prudencia? Quizá lo más perturbador del dilema no sea la elección misma, sino la imposibilidad de saber si alguna vez fue la correcta. Roth escribe todo esto con una honestidad que desarma, sin consuelos, sin adornos, sin respuestas. Lo cuenta con la lucidez de quien sabe que en ciertos asuntos no hay alivio posible, solo el peso, a veces insoportable, de haber tenido que elegir.

Lo que conmueve en Patrimonio no es la tragedia en sí misma, sino la franqueza con la que Roth expone aquello que, por pudor o por temor, muchos prefieren callar. No hay en estas páginas ni una gota de sentimentalismo; la prosa es directa, depurada, incluso cortante por momentos, pero nunca cruel ni áspera. Roth no oculta su incomodidad, su cansancio ni su temor; tampoco se entrega a la tentación de idealizar a su padre. Lo muestra tal como fue: un hombre lleno de obstinaciones, de ternuras torpes, de pequeñas mezquindades y de una dignidad feroz, preservada hasta el último aliento. Esa mirada humana e imparcial, sin adornos, es paradójicamente lo que hace que el libro esté impregnado de afecto. Porque Patrimonio, como ya intuíamos desde sus primeras páginas, no es sólo el relato de la decadencia de Herman Roth; es también, de forma inevitable, la historia de Philip Roth, de su infancia, de sus heridas, de la muerte previa de su madre y de los largos años de viudez que su padre atravesó con tozudez y con un apego feroz a la rutina. En ese sentido, la vida del padre y la del hijo se entrelazan de tal modo que resulta imposible separarlas: el libro es, en el fondo, un retrato familiar completo, una genealogía emocional donde la enfermedad y la muerte no son más que la última estación de un vínculo que había comenzado mucho antes y que, aun en su final, sigue revelando sus matices más íntimos.

Mientras avanzaba en la lectura, comprendí que Patrimonio no es sólo un libro sobre la muerte, ni siquiera únicamente sobre el padre; es, sobre todo, un libro imprescindible para entender quién fue Philip Roth. Porque quien aspire a adentrarse en la intimidad más honda del autor, en sus raíces familiares, en sus temores más silenciosos, encontrará aquí un retrato sin velos. Roth no se limita a narrar la enfermedad y la decadencia física de su padre; pone en primer plano lo que muchos prefieren dejar en la penumbra: la enfermedad, con sus detalles más crudos; la degradación inexorable del cuerpo; la vulnerabilidad de la vejez. No hay en estas páginas eufemismos ni decorados: sólo lo inevitable, lo tangible. Quizá por eso Patrimonio deja una marca tan profunda, porque no permite apartar la mirada, porque obliga a enfrentar la certeza de que, tarde o temprano, todos seremos testigos o protagonistas de esa lenta desaparición. Y estoy convencido de que quienes hayan recorrido las páginas de Ordesa de Manuel Vilas, Examen de mi padre de Jorge Volpi o El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince, encontrarán en este libro una resonancia inmediata, una continuidad natural, como si estos relatos dialogaran entre sí en un mismo registro: el de la memoria familiar, el camino del padre, el duelo inevitable, y por qué no decirlo, el legado, el patrimonio, las raíces.

No puedo negar que, como lector que ya ha transitado por la muerte de su propio padre, por su deterioro físico y su lenta despedida a causa de un cáncer terminal, leí Patrimonio con una cercanía que va más allá de la empatía literaria. El dolor, las vicisitudes y las dudas que Philip Roth narra no son tan distintas de las que yo mismo experimenté. Esta novela cala más hondo cuando el lector ha recorrido un camino similar, pero no lo hace para hurgar en la herida ni para abrir cicatrices; su efecto es otro, más sereno y más íntimo: leerla es, en cierto modo, una forma de honrar la memoria de nuestros padres, recordándolos tal y como fueron, con sus virtudes y con sus defectos, sin idealizaciones ni reproches, aceptándolos como parte de la misma condición humana que compartimos todos. Porque, así como nosotros también tenemos nuestras flaquezas, también las tuvieron ellos, y las tuvieron, a su vez, los padres de nuestros padres. Es un ciclo que se repite, orgánico, natural, quizá no igual, pero con similitudes. Al final, cuando envejecemos, basta con mirarnos al espejo para descubrir, en ciertos gestos, en una mirada, en la forma de sonreír o de fruncir el ceño, rasgos que pertenecieron a nuestros padres. No somos ellos, es cierto, pero algo de ellos permanece en nosotros para siempre. Leer Patrimonio es, en ese sentido, como asomarse al abismo con los ojos bien abiertos; un libro que, como la muerte misma, no pretende ofrecer lecciones, pero que deja una huella imborrable. Un libro que recuerda, con sobriedad y con valentía, que el único legado verdadero que recibimos es la memoria de quienes nos amaron y a quienes amamos.

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