«Ya ha sido tu cumpleaños. Tienes sesenta y cuatro años, vas acercándote cada vez más a la tercera edad, la época de la asistencia sanitaria a las personas mayores y los subsidios de la Seguridad Social, una etapa en que cada vez más amigos tuyos ya no estarán. Tantos han muerto ya; pero espérate al diluvio que viene.»
Paul Auster fue un escritor, guionista y director de cine estadounidense nacido en Newark, Nueva Jersey, ampliamente reconocido por su estilo reflexivo, su estructura narrativa laberíntica y sus temas recurrentes sobre el azar, la identidad y la escritura misma. Estudió Literatura en la Universidad de Columbia y residió en Francia durante algunos años, donde tradujo a autores como Mallarmé y Sartre antes de consolidar su carrera literaria. Alcanzó notoriedad internacional con “La trilogía de Nueva York”, publicada entre 1985 y 1986, una obra que redefinió el género policial desde una perspectiva posmoderna. A lo largo de su trayectoria publicó novelas como Leviatán, El palacio de la luna, La música del azar y 4 3 2 1, esta última finalista del Booker Prize en 2017. También incursionó en el cine con guiones como Smoke y Blue in the Face. Su obra ha sido traducida a más de cuarenta idiomas y es objeto de estudio académico por su capacidad para articular la experiencia individual con dilemas metafísicos y sociales. Falleció en 2024, dejando un legado literario de gran influencia y calado en las letras contemporáneas.
Paul Auster ha escrito en numerosas ocasiones sobre el azar, sobre el desdoblamiento identitario, sobre la fragilidad misma de esas identidades que damos por fijas y que, sin embargo, se tambalean con facilidad. Pero no es habitual que lo haga desde un lugar tan frontal, tan ostensiblemente autobiográfico como en Diario de invierno, publicado en 2012, cuando contaba ya con sesenta y cuatro años, y por eso, ningún otro título habría podido ser más apropiado. Y, sin embargo —y esto es quizá lo que vuelve este libro desconcertante—, no se trata de un diario en sentido estricto, ni de una autobiografía confesional, ni siquiera de una serie de entradas reflexivas como el lector podría suponer, incluso como podría esperar. Lo que uno encuentra, al abrir sus páginas, es una suerte de inventario vital, un repaso físico y emocional del cuerpo que ha habitado: sus enfermedades, cicatrices, viajes, accidentes, pasiones, derrotas, rutinas, e incluso los lugares donde ha vivido. Pero lo más llamativo no es tanto lo que se cuenta como el modo en que se lo cuenta: todo el libro está narrado en segunda persona, como si Auster se dirigiera a un doble, a un reflejo, a una sombra de sí mismo, o como si, después de tantos años de ficcionar, necesitara una voz que le impusiera cierta distancia, como si la primera persona lo expusiera en exceso. No obstante, antes de seguir con la reseña, he aquí la sinopsis:
«Auster vuelve la mirada sobre sí mismo y parte de la llegada de las primeras señales de la vejez para rememorar episodios de su vida. Y así, se suceden las historias: un accidente infantil mientras jugaba al béisbol, el descubrimiento del sexo, las masturbaciones adolescentes y la primera experiencia sexual con una prostituta, la rememoración de sus padres, un accidente de coche en el que su mujer resulta herida, una presentación en Arles acompañado por su admirado Jean-Louis Trintignant, la estancia en París, una larga lista comentada de las 21 habitaciones en las que ha vivido a lo largo de su vida hasta llegar a su actual residencia en Park Slope, sus ataques de pánico, los viajes, los paseos, la presencia de la nieve, el paso y la herida del tiempo.»
La narración en segunda persona es un recurso que no es, en lo absoluto, nuevo —ahí están Si una noche de invierno un viajero de Italo Calvino, que convierte al lector en protagonista de una novela inacabable; Aura de Carlos Fuentes, que hipnotiza desde el tú como forma de encantamiento; o Luces de neón de Jay McInerney, donde la segunda persona acentúa la deriva de un joven que ya no se reconoce en sí mismo; y también La modificación de Michel Butor, quizá la más rigurosa en este tratamiento, al consagrar toda una novela a un hombre que se habla mientras viaja en tren, que se observa y se juzga como si su conciencia fuera otra—, y sin embargo, en Auster este mecanismo funciona, por momentos, más como una barrera que como una vía de acceso. No incomoda por su rareza, ni siquiera por su artificio, sino por su persistencia, acentuada además por el uso constante del tiempo presente a lo largo de toda la narración. Leer sobre la infancia, los accidentes, los amantes de la madre, matrimonio, el divorcio, los amores, los hogares y las ciudades de otro con la sensación de que ese otro te interpela directamente como lector —cuando en realidad se interpela a sí mismo— termina generando una suerte de disonancia emocional, un alejamiento involuntario. Uno quisiera decirle: «escríbelo tú, sin velos, con tu voz real, sin esa distancia que se impone como escudo», pero él insiste en hablarse desde fuera, como si no pudiera reconocerse del todo, como si aún necesitara una mediación, un desdoblamiento que le permitiera narrarse sin exponerse por completo. Cabe preguntarse si no hay, en ese gesto, una forma encubierta de pudor, o incluso de temor a la transparencia absoluta, a la desnudez de la primera persona cuando ya no hay ficción que ampare.
Auster ha explicado en algunas entrevistas que, en Diario de invierno, la narración no se trató de una decisión estilística impulsiva, ni mucho menos de un simple experimento narrativo, como podría suponerse en un autor con tanto dominio técnico. Según él mismo confesó, tras unas treinta páginas escritas en ese tono, se preguntó por qué había optado por el «tú» y descubrió que el «yo» le resultaba excluyente, cerrado, casi impositivo, como si hablara desde una torre desde la que no se pudiera bajar; y que la tercera persona —que ya había empleado en La invención de la soledad—, le parecía insuficiente, demasiado remota. El «tú», entonces, se le impuso como una forma más abierta, más dúctil, un punto intermedio entre hablarse a sí mismo y hablarle al lector, como si al mirarse desde fuera necesitara interpelarse sin violencia, sin sentimentalismo, pero también sin ocultamiento. Cabe pensar que ese desdoblamiento obedece no sólo a una voluntad de distanciamiento, sino también a una forma pudorosa —aunque no menos incisiva— de exposición. Porque Auster no pretende contarnos su vida como quien entrega una biografía más o menos ordenada, sino como quien intenta comprender, al tiempo que recuerda, qué significa haber habitado un cuerpo durante más de seis décadas. Y al hacerlo en segunda persona, parece sugerir que no hay manera más humana —y más universal, incluso— de contar la vida que esa: hablándosela como si no fuera enteramente nuestra, como si aún necesitáramos explicarnos a nosotros mismos lo que hemos sido.
Las razones que Auster ha ofrecido para justificar el uso de la segunda persona son, desde luego, válidas, y quizá incluso irreprochables, pues quién podría objetar la manera en que alguien decide contarse a sí mismo, o interrogarse, o recordarse. No soy yo, en mi calidad de lector, quien deba cuestionar esa elección, al menos no desde un lugar de autoridad narrativa, si es que tal cosa existe, y sin embargo, pese a comprender —y hasta compartir en cierto modo— su argumento, no puedo dejar de reconocer que el resultado, por más íntimo que pretenda ser, es siempre la distancia. Porque ese «tú» no me acerca, no me incluye, no me absorbe en la experiencia como podría hacerlo un «yo» que se confiesa o una tercera persona que se observa sin velos, sino que, por el contrario, me mantiene a cierta prudente —y tal vez deseada— separación. Aunque también debo admitir que ese mismo «tú» cobra sentido si se piensa como un desdoblamiento, como una forma de verse desde otro ángulo, con otros ojos, no los del presente ni los del lector, sino unos ojos internos, que pertenecen al que fue, o al que pudo haber sido, o al que aún no ha terminado de entender lo que vivió. En ese movimiento, el «yo» se convierte en objeto, en cuerpo observado, en recuerdo reanimado, y ahí sí, el «tú» se justifica plenamente, pues Auster no parece querer narrarse, sino contemplarse, y quizá también juzgarse, desde un lugar donde ya no se duele o ya no importa como entonces, pero donde tampoco se ha curado del todo. Y eso, si se acepta así, no deja de ser profundamente humano.
Es difícil no contrastar esta obra con otros libros del propio Auster que también abordan su experiencia y vida, pero que lo hacen con una potencia narrativa distinta. El cuaderno rojo, por ejemplo, propone relatos breves que giran en torno al azar, sí, pero que vibran con intensidad narrativa, que respiran literatura. La invención de la soledad, por su parte, es una obra mayor, un texto híbrido y valiente que combina la reflexión sobre la muerte del padre con una meditación sobre la memoria, el lenguaje y la identidad. Diario de invierno, en cambio, se detiene más en el detalle que en la profundidad. Uno siente que el libro se arma por acumulación, como si la sinceridad pudiera medirse por la cantidad de cosas dichas. No hay aquí una arquitectura conceptual sólida, sino una sucesión de fragmentos biográficos hilados por una voz que se impone cierta gravedad, pero que rara vez alcanza la intensidad filosófica que parecía prometer. Y eso, quizá, fue lo que más me desilusionó. Porque esperaba un libro crepuscular, sí, pero también uno más hondo, más pausado, más reflexivo en su tratamiento del tiempo. Un diario, tal vez no con entradas fechadas, pero sí con ese ritmo interior que impone la vejez cuando empieza a ser reconocida. Como sucede, por ejemplo, en El camino de la vida de Tolstoi, o en Los ensayos de Montaigne, o incluso en El cuaderno gris de Josep Pla: obras donde la edad no se exhibe, sino que se piensa, donde la proximidad de la muerte no se vuelve tragedia sino meditación. Auster, en cambio, se muestra, se describe, se revisa, pero apenas se interroga. La vejez es aquí más paisaje que pregunta, más circunstancia que conciencia.
No me resultó un mal libro de Auster, pero sí, inevitablemente, uno menor. Y no porque carezca de momentos logrados —los tiene, sin duda, y no escasos—, sino porque, tal vez, se agota demasiado pronto, como si no hallara del todo su cauce, como si no hubiera algo que verdaderamente lo exija hasta el final. No hay descubrimiento ni revelación, y cuando eso ocurre, el tono monocorde —esa especie de letanía sin sobresalto— termina por imponerse. Cabe suponer que fue un libro necesario para el propio Auster, un ejercicio de recapitulación, de inventario y de tanteo consigo mismo; no lo pongo en duda, no podría, pero no estoy tan seguro de que lo haya sido para nosotros, lectores que lo hemos seguido hasta aquí, entre lo autobiográfico y lo imaginado, entre el azar como tesis y el desdoblamiento como obsesión. Me atrevo a pensar —y no sé si eso es justo— que si Diario de invierno hubiese sido escrito a los setenta y cinco años, cuando ya el peso de sus experiencias era más rotundo, más amargo incluso, cuando el invierno no era sólo una metáfora, sino una certeza terminal, otra habría sido su estatura, incluso de obra mayor. Porque entonces ya habrían ocurrido las tragedias familiares: la muerte por sobredosis de su hijo Daniel —acusado de haber causado la muerte de su propia hija de diez meses de edad—, el silencio devastador que ese hecho dejó en el escritor, la decepción o la pena, o ambas, de un padre ante el destino trágico de su primogénito. Y también la contracara: la hija con Siri Hustvedt, la otra vida, el otro intento, la cantante que, con éxito moderado pero auténtico, le dio algún motivo de orgullo o consuelo. Si Auster hubiera escrito desde allí, desde ese punto de niebla y pérdida irreversible, desde un presente ya acechado por la enfermedad que finalmente lo inmovilizó y lo calló, quizá habríamos leído otro libro, uno abrasador, uno insoportable por su lucidez. Pero eso —suponiendo que lo deseaba o lo contemplaba— ya no fue posible. Y por eso, Diario de invierno, con todo lo que tiene de honesto y de humano, se queda apenas en lo que es: un balance sobrio, pero prematuro, como si al invierno aún le faltaran algunas noches, las más largas.
Para finalizar, algunas líneas que recolecté durante la lectura y que vale la pena rescatar:
«Ahí es donde comienza la historia, en tu cuerpo, en donde todo terminará también.»
«Tu cuerpo siempre es la zona más afectada por tus miedos y batallas interiores, y acusa los golpes que tu mente no puede o no quiere encajar.»
«Cada momento histórico está erizado de problemas propios, de sus particulares injusticias, y toda época fabrica sus propias leyendas y lealtades.»
«Hay que morir inspirando amor (si se puede).»
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