«Me pasé cuarenta años viéndome a mí misma con los ojos de John. Yo no envejecía. Y este último año, por primera vez desde que tuve veintinueve, me he visto a mí misma con los ojos de otra gente. Este año me he dado cuenta de que una de las razones de que me alcanzaran tantas veces los recuerdos de cuando Quintana tenía tres años es la siguiente: que cuando Quintana tenía tres años, yo tenía treinta y cuatro. Recuerdo los versos de Gerard Manley Hopkins: “Oh, Margaret, ¿te apenan las hojas / caídas de la Arboleda Dorada?” y “Es la pena para la que el hombre ha nacido, / es Margaret a quien lloras”. Es la pena para la que el hombre ha nacido. No somos animales salvajes e idealizados.»
Joan Didion fue una escritora, periodista y ensayista estadounidense, considerada una de las voces más agudas y estilísticamente influyentes de la literatura norteamericana del siglo XX. Estudió Literatura Inglesa en la Universidad de California en Berkeley, hizo carrera en la revista Vogue y también fue miembro de la Academia Estadounidense de las Artes y las Letras. Su obra abarca tanto la ficción como el ensayo, destacando títulos como Slouching Towards Bethlehem, publicado en 1968, El álbum blanco de 1979 y Su último deseo de 2005. Didion abordó temas como el desarraigo, la fragilidad de las construcciones sociales, la pérdida y el colapso de las certezas individuales, todo ello con una prosa contenida y profundamente introspectiva. Su legado literario ha sido objeto de estudio por su singular combinación de mirada periodística y sensibilidad narrativa.
Cuando se habla del duelo en la literatura contemporánea, El año del pensamiento mágico ocupa un lugar importante no tanto por una voluntad de consolar —que en todo caso le es ajena—, sino por esa forma suya, tan propia y tan infrecuente, de decir la verdad sin subrayarla, con honestidad. Joan Didion no narra la muerte de su esposo, el también escritor John Gregory Dunne, como quien revisa una tragedia ya cicatrizada y por tanto en cierto modo tolerable, sino como alguien que todavía habita, sin resguardo alguno, la intemperie de una herida abierta. Publicado en 2005, el libro se convirtió con rapidez —y acaso inevitablemente— en una referencia recurrente e insoslayable dentro de la narrativa del duelo, y no por lo que podría suponerse, no por el morbo ni por la piedad literaria que a veces se adhiere a ciertas pérdidas públicas, sino por su precisión sin ambages, por su contención formal y por esa rara capacidad de conmover sin pedirlo, de exponer el desgarro sin exhibirse. No hay en estas páginas sentimentalismo ni desahogo; lo que hay es una conciencia completamente lúcida, incluso vigilante, del dolor y de sus múltiples e inasibles formas. No obstante, antes de adentrarnos más en esta reseña, he aquí la sinopsis:
«En apenas unos días, Joan Didion perdió a su esposo, John Gregory Dunne, víctima de un infarto fulminante, y debió enfrentar, además, la hospitalización crítica de su hija Quintana. En medio del colapso personal, decide registrar, con la misma disciplina narrativa que caracterizó siempre su trabajo, el modo en que el duelo se instala en la vida cotidiana. El resultado es un testimonio sobre la pérdida, la memoria, la negación y la aceptación, escrito desde una inteligencia aguda que no excluye la fragilidad.»
No todos los libros nos transforman, ni tienen por qué hacerlo. Algunos simplemente se nos quedan adheridos, como si al cerrar sus páginas quedara en el aire una especie de eco, una resonancia que no sabemos ubicar del todo. El año del pensamiento mágico no me inquietó o deprimió ni me sacudió, como podría hacerlo un libro filosófico o una novela existencial, pero sí me acompañó con una especie de intensidad discreta, casi silenciosa, que uno sólo reconoce cuando ha vivido una pérdida, cuando el duelo ya no es una vivencia ajena. En medio de un duelo, este libro tiene el poder de afectar más hondo, de desequilibrar algo en el lector con una herida abierta, precisamente porque no busca hacerlo. No es un libro de respuestas, ni de consuelo, ni de fórmulas sobre cómo seguir adelante. Lo leí sin saber de qué trataba, no investigué demasiado y ni siquiera leí la sinopsis. Lo leí con la sola intención de conocer lo que muchos llaman la obra mayor de Joan Didion, y lo que encontré fue una joya que no encaja en géneros claros: no es novela, no es ensayo, no es autobiografía en el sentido estricto, pero sí es, sin duda, un fragmento de vida cruda y lúcida, el más desgarrador y sincero que alguien podría escribir sin ceder al sentimentalismo. El estilo de Didion es sobrio hasta la elegancia, y cada frase está escrita con la firmeza de quien ha pensado lo que dice no una, sino muchas veces. Porque el verdadero duelo no es la muerte, que suele ser breve, apenas un instante, sino el después, que puede prolongarse semanas, meses, años o la vida entera. Y ese después lo narra Didion con una fidelidad serena, sin solemnidades. El pensamiento mágico al que alude el título no es una forma de consolarse, sino el intento por evitar que lo irremediable se instale del todo: no tirar los zapatos, la ropa, las cosas de quien ha muerto, no alterar lo que podría permitir su improbable regreso. Didion no disfraza esa lógica ni la corrige; simplemente la nombra, y al hacerlo, la vuelve comprensible.
Lo que verdaderamente distingue a El año del pensamiento mágico de otras obras sobre el duelo —como Patrimonio de Philip Roth, El olvido que seremos de Héctor Abad Faciolince o También esto pasará de Milena Busquets— no es tanto la singularidad del hecho que la provoca, que es la pérdida repentina y brutal del esposo, ni siquiera su carácter testimonial, sino más bien su negativa explícita a recurrir a la sentimentalidad, a los recursos del consuelo, a los lugares comunes de la pérdida. Roth escribió sobre la decadencia física de su padre, sobre ese deterioro lento que obliga al hijo a asumir una posición difícilmente soportable sin culpa; Abad compuso una elegía amorosa, pública y política, por un admirable padre asesinado por su compromiso ético; Busquets, en cambio, narró con cierta frescura, desparpajo y deseo, la muerte de su madre como si fuera un vértigo que apenas permite el luto. Ninguno de ellos, sin embargo, despoja al duelo de su carácter narrativo como lo hace Didion. Porque ella no transforma el dolor en relato ni lo moldea en búsqueda de sentido. Lo observa. Lo examina. Lo nombra. No lo metaboliza, no lo absorbe y tampoco lo intenta, simplemente lo enuncia, y esa forma de decirlo, sin adornos, sin épica ni redención, es quizá lo más parecido a la verdad. Didion es analítica incluso en la desesperación, como si el único modo que tuviera de sostenerse fuera la disección rigurosa de aquello que amenaza con desbordarla. Descompone el dolor como quien redacta un informe clínico, sin concesiones ni dramatismo, con una frialdad que no nace del desapego, sino de una supervivencia lúcida, consciente de que toda otra forma implicaría caer. No hay aquí catarsis, ni redención, ni aprendizaje; tampoco hay etapas ordenadas ni progresión psicológica. Hay presencia. Hay una mente que piensa mientras sufre y que se pregunta si pensar basta para comprender. Porque el duelo, lejos de ser un evento delimitado, es un estado, una atmósfera, una condición que se instala y no obedece a manual alguno. Cada párrafo de Didion es, en ese sentido, una negación de las fórmulas: no hay esos cinco pasos tan evidentes de los libros, no hay superación con base a consejos, no hay consuelo de quienes nos quieren ayudar. Sólo el hecho, seco, terrible, de que la persona amada ya no está, y todo lo que queda es un mundo, el mundo entero, sin ella.
No deja de asombrar que, siendo la muerte uno de los temas más antiguos de la literatura, tan antiguo como la escritura misma —pues no hay civilización que no haya intentado explicarla, negarla o llorarla—, tan pocas veces se la haya abordado con esta clase de contención moderna. Antiguamente, el duelo se desplegaba en versos elevados o en tragedias ceremoniales: Las troyanas de Eurípides, por ejemplo, es una tragedia griega clásica, un lamento colectivo ante la pérdida y la humillación, una forma coral del dolor que todavía busca la belleza en medio del horror. O Coplas por la muerte de su padre de Jorge Manrique, escrita en el siglo XV, que compone una meditación noble y cristiana sobre la fugacidad de la vida y la permanencia del alma. Pero Didion, sin pretenderlo, escribe como si ya no creyera en ninguna trascendencia, como si el duelo no ofreciera siquiera la posibilidad de consuelo estético. Escribe desde un mundo donde sólo queda la conciencia, una que se sabe a solas, enfrentada a lo irreversible. Y tal vez por eso, por no buscar nada más que la verdad de lo vivido y sin ninguna pretensión, su libro resulta tan profundamente conmovedor.
A lo largo de toda la obra —y como si la narradora necesitara aferrarse a los restos del orden para no perderse en el caos que siempre deja la muerte— reaparece una forma insistente de repetición, una suerte de compulsión que la lleva a repasar fechas, síntomas, diagnósticos médicos, decisiones clínicas y hospitalarias tomadas o evitadas, como si al poner en fila los acontecimientos, al reordenarlos con pulcritud de periodista, de cronista, pudiera conjurar algo parecido al sentido. Pero el sentido no llega, o no llega nunca como se espera; y lo que sí comparece, en cambio, es la conciencia radical de la soledad, esa que no se alivia con compañía ni se comparte con palabras, la fragilidad abismal de la memoria y la imposibilidad —triste, irrevocable— de hacer del duelo una experiencia comunicable. Porque hay dolores que se dicen, sí, pero no se transmiten, y hay ausencias cuya única voz posible es el silencio. La enfermedad de su hija Quintana, casi agónica, internada en cuidados intensivos mientras el padre moría repentina e inesperadamente, la rutina del hospital, las conversaciones con los médicos y la revisión obsesiva de su biblioteca médica se entrelazan con el recuerdo constante de John Gregory Dunne, su esposo durante casi cuarenta años, como si la muerte, al igual que el amor, no conociera compartimentos aislados ni límites bien definidos: cuando irrumpe, lo invade todo, y no pide permiso.
Y sin embargo —y esto resulta particularmente desgarrador si se contempla la biografía posterior de la autora—, El año del pensamiento mágico podría haber sido un libro más duro, más crudo, más trágico, aunque cueste decirlo. Porque si bien fue escrito tras la muerte súbita de Dunne, ocurrida en 2003, cuando él tenía 71 años y ella 69, y mientras su hija Quintana —su única hija— se debatía entre la vida y la muerte en un hospital de Nueva York, lo cierto es que Quintana, contra todo pronóstico, sobrevivió durante un tiempo más, sólo para morir dos años después, en 2005, a la edad de 39, a causa de una pancreatitis aguda seguida de un choque séptico. El año del pensamiento mágico fue publicado ese mismo año, cuando Didion aún se encontraba de pie, o al menos en pie, antes del segundo derrumbe. Hubiera sido un libro muy distinto —inimaginable, quizá— si se hubiese escrito tras esa segunda pérdida. La muerte del esposo y la de la hija, con tan poco tiempo de distancia, habrían constituido una catástrofe narrativa, no porque la vida requiera espectáculo, sino porque hay dolores que el lenguaje no soporta y que la mente apenas logra sostener sin quebrarse. Si este libro abre una herida silenciosa, punzante, constante, escribirlo tras la muerte de Quintana habría sido algo más cercano a una amputación: ya no herida, sino ausencia.
En El año del pensamiento mágico, la esperanza no es que se pierda, sino que simplemente no comparece; es ausencia desde el inicio, o tal vez nunca tuvo verdadero asiento en el tipo de experiencia que se narra. No se trata de un libro que niegue la posibilidad de consuelo, pero sí de uno que lo desplaza a otro lugar, más incierto y menos inmediato, tal vez más verdadero. Porque el consuelo —si acaso llega o si acaso existe— no se encuentra en repasar la muerte ni en enumerar sus detalles clínicos o sus fechas marcadas con lápiz firme en la agenda, como si el orden pudiese conjurar el absurdo; tampoco en la repetición de lo irrevocable, sino, si se me permite sugerirlo, en algo más tenue y más difícil de sostener: en recordar la vida. La vida que fue, sin idealización pero tampoco sin ternura. Didion no embellece el sufrimiento ni lo presenta como una prueba superada o una etapa de transformación, mucho menos como una oportunidad. Lo mira de frente y, simplemente, lo nombra, con palabras que no son elevadas ni solemnes, pero sí exactas. Y quizá eso, sólo eso —nombrar el dolor sin torcerlo, sin disfrazarlo de enseñanza—, sea lo más próximo que tenemos a comprenderlo. Uno no lee este libro para sentirse mejor, ni para encontrar respuestas, ni para cerrar una herida, sino para acompañar la conciencia de que la herida existe y que, aunque no se cierre, puede compartírsele al silencio.
Y para finalizar esta reseña, unas líneas que fui recogiendo durante la lectura y considero oportuno citar y recordarlas:
«Te sientas a cenar y la vida que conocías se acaba. En un abrir y cerrar de ojos.»
«El matrimonio no es solo tiempo: también es, paradójicamente, la negación del tiempo.»
«Cuando lloramos a nuestros seres queridos también nos estamos llorando a nosotros mismos.»
«Sé por qué intentamos mantener con vida a los muertos: intentamos mantenerlos con vida para tenerlos con nosotros.»
«Si queremos seguir vivos llega un momento en que tenemos que dejar ir a los muertos, dejarlos ir, dejarlos muertos.»
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