«Tal vez el mayor problema sea que la vida, tal como la conocíamos, ha dejado de existir pero, aun así, nadie es capaz de asimilar lo que ha sobrevenido en su lugar. A aquellos de nosotros que nacimos en otro lugar, o que tenemos la edad suficiente como para recordar un mundo distinto de éste, el mero hecho de sobrevivir de un día para el otro nos cuesta un enorme esfuerzo. No me refiero sólo a la miseria, sino a que ya no sabemos cómo reaccionar ante los hechos más habituales y, como no sabemos cómo actuar, tampoco nos sentimos capaces de pensar. En nuestras mentes reina la confusión; todo cambia a nuestro alrededor, cada día se produce un nuevo cataclismo y las viejas creencias se transforman en aire y vacío. He aquí el dilema, por un lado queremos sobrevivir, adaptarnos, aceptar las cosas tal cual están; pero, por otro lado, llegar a esto implica destruir todas aquellas cosas que alguna vez nos hicieron sentir humanos.»
Paul Auster fue uno de los narradores más destacados de la literatura contemporánea estadounidense. Graduado en Literatura Inglesa y Comparada por la Universidad de Columbia, su obra abarcó novelas, ensayos, poesía y guiones cinematográficos. Su narrativa combinó lo introspectivo con lo estructuralmente innovador, explorando temas como el azar, la identidad y el aislamiento. Obras como La trilogía de Nueva York y El libro de las ilusiones lo consolidaron como una figura central del posmodernismo literario. Además de novelista, escribió memorias como La invención de la soledad y Diario de invierno, donde reflexionó sobre su vida y los vínculos humanos. En 2006 recibió el Premio Príncipe de Asturias de las Letras. Escritor versátil hasta el final, Auster mantuvo un método de escritura a mano, subrayando su conexión personal con el proceso creativo.
Paul Auster, en El país de las últimas cosas, se adentró en la desolación como quien recorre un paisaje conocido y, sin embargo, siempre ajeno. Según confesó en entrevistas, la novela nació de una inquietud que le rondaba, una necesidad de indagar en la fragilidad de la civilización y en la testaruda resistencia del ser humano ante la ruina. No fue solo el interés por las distopías lo que lo llevó a concebir esta obra, sino un impulso más íntimo, quizá inevitable: el de explorar cómo nos enfrentamos a lo extremo, a lo irremediable, cuando todo parece haberse disuelto. Auster creó un mundo en declive, una ciudad de ruinas y pérdidas, donde la búsqueda de un hermano se convierte en una meditación sobre la pérdida misma, sobre la capacidad —y el absurdo— de seguir buscando. Pero antes de continuar con la reseña, he aquí la sinopsis:
«En el país de las últimas cosas todo tiende al caos, los edificios y las calles desaparecen, y no hay nacimientos. La existencia se reduce a la mera supervivencia de vidas miserables sin "ni siquiera la esperanza de recuperar la esperanza". Anna Blume cuenta en una larga carta su paso por la ciudad, en busca de su hermano desaparecido, y su afán por vivir, a pesar de todo, en este ambiente devastado del final de la civilización.»
Las distopías, cuando provienen de autores como Paul Auster, Margaret Atwood, George Orwell, Cormac McCarthy o, en el ámbito hispanohablante, Agustina Bazterrica, Ray Loriga y Rosa Montero, no se limitan a especular sobre futuros oscuros; en realidad, funcionan como espejos deformantes de nuestro presente. Hablan del ahora al proyectar nuestros miedos, contradicciones y fragilidades hacia un extremo narrativo que nos enfrenta a preguntas incómodas sobre quiénes somos y hacia dónde vamos. Sin embargo, el género ha sufrido un desgaste en la cultura popular, especialmente en las llamadas distopías juveniles, donde las premisas son demasiado moldeables, dependientes por completo de las necesidades de la trama. En estas obras, de autores como James Dashner, Suzanne Collins o Veronica Roth, los escenarios distópicos suelen ser un mero telón de fondo, útil para desarrollar conflictos superficiales como triángulos amorosos, rebeldías contra sistemas genéricos y villanos arquetípicos, pero que rara vez interrogan profundamente las estructuras sociales o históricas que los sostienen. Esto contrasta radicalmente con distopías literarias como El cuento de la criada de Margaret Atwood, que no solo imagina un futuro fundamentalista, sino que lo enraíza en el pasado: las puritanas teocracias occidentales, el control sobre el cuerpo femenino y las dinámicas de opresión que persisten en algunos contextos contemporáneos. Este peso histórico y político es lo que diferencia una distopía que cuestiona de una que simplemente entretiene.
En El país de las últimas cosas, Auster entra en esta tradición literaria con una sensibilidad propia. Publicada después de La trilogía de Nueva York, allá por 1987, la obra representa un giro significativo en su trayectoria, un viaje hacia un mundo de colapso total, tanto físico como moral. Si bien recuerda en espíritu a La carretera de Cormac McCarthy, publicada casi dos décadas después, no parece haber influencias directas entre ambas; más bien, ambas convergen en la exploración del vacío que queda cuando todo se ha perdido. En la distopía de Auster, sin embargo, hay algo más íntimo: el caos no solo destruye, sino que también obliga a los personajes a buscar significado en medio de las ruinas. La novela no se limita a retratar un mundo en decadencia, sino que examina la resiliencia humana con una mirada profundamente introspectiva. Quizá por eso nunca volvió a escribir otra distopía: en esta, dijo todo lo que tenía que decir. En su única incursión en el género, Auster logra una obra redonda y definitiva. El país de las últimas cosas no solo imagina un futuro sombrío; se convierte en una reflexión sobre la pérdida y el empeño humano por encontrar sentido, incluso en lo irremediable.
El país de las últimas cosas está narrado a través de una carta escrita por Anna Blume, lo que sitúa al lector en una posición íntima frente a su relato de supervivencia. Esta perspectiva epistolar permite a Auster desarrollar un estilo narrativo introspectivo, con un lenguaje sobrio y contenido que refleja la desolación de un mundo en ruinas. La técnica narrativa es lineal, pero evoca una fragmentación que se alinea con el entorno decadente que describe, combinando descripciones detalladas con observaciones que invitan a reflexionar sobre la pérdida, la identidad y la resistencia humana. El tema central es el colapso de la civilización y la búsqueda de sentido en medio de la destrucción, acompañado de temas subyacentes como la alienación, la memoria y la fragilidad de los vínculos humanos. La obra, de extensión moderada, compensa su brevedad con una densidad emocional y simbólica que amplifica su impacto. Auster ambienta su distopía en un espacio deliberadamente ambiguo, sin nombres o lugares específicos, lo que refuerza su carácter universal y atemporal.
Aunque El país de las últimas cosas se inscribe en el género distópico, bien podría leerse como una historia ambientada en un país devastado tras una gran guerra o una catástrofe natural. La narrativa de Auster posee una elasticidad que permite imaginar a Anna Blume recorriendo las calles de Berlín en 1945, entre los escombros y el caos dejado por la Segunda Guerra Mundial, o situarla en medio del desastre del tsunami que arrasó Sri Lanka en diciembre de 2004, dejando comunidades enteras sumidas en la destrucción. La historia funcionaría igualmente en cualquiera de estos escenarios porque su esencia radica en la exploración tanto de la fragilidad como de la resiliencia humana ante la devastación. Sin embargo, la diferencia crucial es que, en el mundo que Auster construye, la humanidad parece haberse rendido. No hay esfuerzos de reconstrucción ni intentos de recuperar lo perdido; las personas sobreviven entre las ruinas, atrapadas en un ciclo de mera subsistencia, donde cada día es un intento por prolongar una existencia vacía de esperanza y cada vez hay menos personas, porque se ha perdido la capacidad de procreación. En este contexto, el libro no solo describe un colapso material, sino también un hundimiento moral y espiritual, un estado en el que las ruinas se convierten en la única realidad posible, y el impulso por rehacer el mundo se desvanece junto con la civilización misma, es como si toda la sociedad estuviera irremediablemente deprimida.
La imposibilidad de procreación en El país de las últimas cosas es apenas mencionada, un detalle inquietante que contribuye a la atmósfera de desolación general, pero no se desarrolla como un eje central. Sin embargo, su presencia recuerda inevitablemente a Los hijos de los hombres de P.D. James, donde la infertilidad humana se convierte en el centro de la narrativa. En la novela de James, publicada en 1992, cinco años después de la obra de Auster, la infertilidad no solo es una tragedia biológica, sino el motor de una sociedad que ha perdido todo sentido de propósito, sumida en la desesperación de un futuro sin generaciones por venir. Aunque no parece que James se haya inspirado directamente en Auster, ambos autores exploran una idea profundamente perturbadora: la desaparición de los niños no solo significa el fin de la humanidad, sino la disolución de cualquier esperanza. La infertilidad, en este sentido, funciona como un espejo de la decadencia espiritual y emocional, un reflejo de cómo las sociedades se enfrentan al vacío cuando la continuidad de la vida deja de ser posible. Quizá no sea del todo casual el desenlace de Inferno de Dan Brown, donde el antagonista, Bertrand Zobrist, un científico obsesionado con el control demográfico, crea un virus diseñado para provocar infertilidad. Si bien es cierto que es un thriller, no deja de tener una premisa interesante.
Para finalizar, con esta novela, Auster no solo narró, sino que reflexionó sobre el acto de vivir cuando el orden desaparece, cuando lo único que queda es esa obstinación humana por encontrar sentido incluso en lo irreparable. La obra, según parece, es menos un retrato del futuro que una imagen oscurecida del presente: lo que somos cuando todo lo demás se desmorona. Dejo unas líneas que, como siempre, vale la pena leer y releer:
«La memoria no es un acto voluntario, es algo que ocurre a pesar de uno mismo, y cuando todo cambia permanentemente, es inevitable que la mente falle, que los recuerdos se escapen.»
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