lunes, 18 de abril de 2022

LOS QUE VIVIMOS de Ayn Rand

 

«Los pueblos no saben nada del espíritu del hombre, porque los pueblos son sólo naturaleza, y “hombre” es una palabra que no tiene plural. Petrogrado no es del pueblo. No tiene leyenda ni folclore; no es ensalzada en canciones anónimas por carreteras sin nombre. Es una forastera distante, incomprensible, intimidante. Ningún peregrino ha viajado nunca a sus puertas de granito. Las puertas nunca se habían abierto con cálida compasión a los humildes, heridos y mutilados, como las puertas de la amable Moscú. Petrogrado no necesita alma: posee una mente.»

Alisa Zinóvievna Rosenbaum, mejor conocida como Ayn Rand, fue una escritora rusa de origen judío, creadora de la filosofía del objetivismo. Vivió en carne propia la represión y desposeimiento del absolutismo tras la revolución bolchevique. Desde muy corta edad mostró interés por la literatura y las artes, estudió cine en san Petersburgo, su sueño era ser guionista. A los 21 años llegó a los Estados Unidos con un permiso temporal de la Unión Soviética, una oportunidad que aprovechó, puesto que estaba dispuesta a nunca regresar a su país. En Hollywood buscó suerte con su profesión, aunque el sueño americano vendría de sus ideas, de su filosofía.

Los que vivimos, publicada en 1936, fue su primera novela, aunque tampoco es que pueda afirmarse que fuera muy prolífera en esta línea de escritura, donde tan solo alcanzó a publicar tres obras que, además de la ya mencionada, se encuentran El manantial, publicada en 1943, y La rebelión del Atlas, publicada en 1957. Esta última sería su obra más notable, su libro cumbre, y en donde cabe destacar que, a pesar de ser una novela, vierte de forma ejemplificada y esquematizada toda la filosofía del objetivismo, de allí que esta transite en una delgada línea entre la literatura y el ensayo.

Los que vivimos es una obra más personal, Ayn Rand tenía 31 años cuando la publicó y hacía casi una década que había tocado suelo americano. Ella observó con horror el desconocimiento de muchos ciudadanos estadounidenses que veían con simpatía el modelo soviético, que lo contemplaban como una alternativa de igualdad y justicia, una forma más elevada de la democracia. Sabía por experiencia que en el colectivismo jamás hay igualdad, que es una romántica y cancerígena mentira; tampoco existe la justicia cuando el propio Estado se convierte en criminal, anulando al individuo y sometiéndolo hasta en el pensamiento, reduciéndolo a menos que un objeto útil a un fin y, en consecuencia, la democracia es una falacia, las dictaduras no la admiten. Ayn Rand sintió la responsabilidad moral de contar aquello que vivió, aquello que vio, el sufrimiento de su pueblo. Sin sentirse atrapada en su propia suerte, decidió apostar por la literatura, como ese vehículo de ficción en donde puede brotar la verdad.

En Los que vivimos seguimos a Kira Argunova, una joven de 18 años con deseos de convertirse en ingeniera. Antes de 1917, la familia de Kira gozaba de cierta comodidad. No eran nobles ni aristócratas, pero podían permitirse algunos lujos. Su padre, Aleksandr Dmitrievich Argunov, era un visionario y empresario, aunque hoy lo llamaríamos «emprendedor». Lamentablemente los bolcheviques les arrebataron todo y dada la posición social anterior, se convirtieron en parias de la nueva sociedad. Las cosas eran difíciles para todos, pero quienes habían tenido la suerte de tener algo en el pasado: una casa, un taller, una fábrica, se convirtieron automáticamente en el enemigo interno: los antiguos explotadores, la rancia burguesía, los conspiradores contra los intereses del pueblo.

Ayn Rand confiesa que Kira es su alter ego: su protagonista piensa y siente como ella, aunque también afirma que dotó a Kira de circunstancias diferentes, respetando también su individualismo y creando una sana distancia entre autor y personaje, que muchas veces es necesaria para mantener a salvo al primero. Un buen número de cosas que le ocurrieron a Kira le sucedieron a Ayn Rand, pero también hay cosas que no. Nuevamente nos colocamos en esa delgada línea entre autor y personaje, donde la narración prima el hecho que mejor favorezca a la trama, siendo este real o ficticio en lo que respecta a lo vivido en carnes por Ayn Rad porque todo lo que sucede, lo que se cuenta, es real, aunque los personajes no lo sean.

Podría afirmar que Los que vivimos es una historia de amor, porque todo lo que mueve a Kira es el amor por Leo Kovalenski, pero la situación es tan luctuosa y mísera que el poco romance yace asfixiado y por ello es imposible que la califiquemos como una novela romántica. No existe nada, ni por asomo, ni por error, que pueda calificarse como cursilería. El hecho de que el relato provenga de la pluma de una mujer no lo hace indulgente o menos crudo. La historia es gris tirando más a una tragedia shakesperiana a la sombra de un eviterno escenario dickensiano. Es una historia donde el arrebato del amor, de un verdadero amor, hace lo posible por salvar al ser amado de la muerte física y de la anulación de su espíritu ante el monstruo del colectivismo, de que no sucumba ante el aplastante comunismo. Observamos como los personajes a lo largo de casi cinco años evolucionan y ninguno precisamente para bien. Es una espiral de decadencia continua en donde de la pobreza pasamos a la miseria, del vivir al pervivir, del ideal a la corrupción, de la virtud al vicio. Cada día más que un afán, es un suplicio. 

La historia conecta bastante bien con el lector, probablemente alimentada con la expectativa de la realidad soviética y el descubrimiento de un paisaje social histórico desde la perspectiva de ciudadanos promedios, lo cual la reviste de humanismo. Es fácil empatizar con sus protagonistas e incluso los secundarios están adecuadamente construidos. Todos cumplen una función con el relato y se definen por sus motivaciones. La introspección funciona sin dejar expresamente el pensamiento, lo que da a pie que sean las emociones contenidas las que forjen el pesar de los personajes, y digo pesar porque no hay nada más que eso.

El relato comienza en 1922, en San Petersburgo. Kira había nacido en 1904, por lo que tenía plena consciencia del antes y el después de la revolución bolchevique, y al igual que Ayn Rand, fue testigo de la caída de los Románov y posteriormente del propio individuo. Lo que de la violencia mana, con violencia se retiene. Lo que con las armas se consigue, con las armas se conserva y quien es capaz de matar a una persona por una idea, tampoco se detendrá ante la sangre del pueblo. Rusia no lo ha tenido fácil. Este país ha sido la cuna de grandes escritores que han contribuido a la literatura universal: Tolstoi, Dostoievski, Solzhenitsyn, Pushkin, Chéjov, pero también ha creado grandes monstruos como Lenin o Stalin, que son los menos, pero completos catalizadores del mal. Todo el siglo XX Rusia mantuvo al mundo entero al borde de la destrucción, y parece ser que el XXI no es distinto.

Volviendo al tema literario, probablemente no encontremos grandes recursos narrativos de parte de Ayn Rand; pero no significa que su obra carezca de méritos de estilo y calidad literaria. Aunque el foco de la historia esté la mayor parte del tiempo en Kira, todos los personajes logran desarrollarse bien, son redondos, son creíbles, parecen personas reales con nombres cambiados. Existe uno que otro diálogo al cual le sobran las palabras y, por otro lado, también existen momentos a los que les falta, pero la fluidez no se pierde y uno termina por involucrarse en la obra. En su estructura modesta y apuesta conservadora, nos transmite tanto descripciones como emociones, sin caer en terrenos conocidos o clichés. 

Los que vivimos es una muy buena novela, diferente a La rebelión del Atlas, aunque ya podemos ver el germen del pensamiento objetivista que terminará por despegar. Para cerrar, algunas líneas que vale la pena rememorar: 

«Nadie nace con ningún tipo de “talento” y, por lo tanto, todas las habilidades han de ser adquiridas.»

«El deber no existe. Si sabes que algo es correcto, quieres hacerlo. Si no quieres hacerlo, no es lo correcto. Si es correcto y no quieres hacerlo, no sabes lo que es lo correcto, y entonces no eres un hombre.»

«Como no había futuro, se aferraron al presente.»

«Lo más elevado de un hombre no es su dios. Es lo que en su interior despierte la veneración debida a un dios.»

«Nadie puede decirles a los hombres para qué deben vivir. ¡Nadie puede arrogarse ese derecho, porque hay cosas en los hombres, en los mejores de nosotros, que están por encima de todos los Estados y de todos los colectivos! Os preguntaréis: ¿qué cosas? La mente del hombre y sus valores.»

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