martes, 10 de junio de 2025

EL LECTOR de Bernhard Schlink

«Como el interno de un campo de exterminio que, tras sobrevivir mes a mes, se acostumbra a la situación y observa con indiferencia el espanto de los que acaban de llegar: Que lo observa con el mismo estado de embrutecimiento con que percibe el asesinato y la muerte. Todos los supervivientes que han narrado por escrito sus experiencias hablan de ese embrutecimiento, en el que las funciones de la vida quedan reducidas a su mínima expresión, el comportamiento se vuelve indiferente y desaparecen los escrúpulos, y el gaseo y la cremación se convierten en hechos cotidianos. También los criminales, en sus escasos relatos, presentan las cámaras de gas y los hornos crematorios como su entorno de cada día, y ellos mismos se pintan reducidos a unas pocas funciones, como embrutecidos o embriagados en su falta de escrúpulos y su indiferencia, en su embotamiento.»

Bernhard Schlink es un escritor y jurista alemán, reconocido internacionalmente por su capacidad para abordar con sensibilidad y lucidez las heridas éticas y morales del pasado alemán. Estudió Derecho en Heidelberg y en la Universidad Libre de Berlín, y se desempeñó como juez constitucional en el estado de Renania del Norte-Westfalia, además de ejercer como profesor universitario. Su obra literaria abarca tanto el ensayo como la novela policial, pero alcanzó notoriedad mundial con El lector, publicada en 1995 y con la cuál obtuvo varios premios y reconocimientos. Schlink continúo su carrera literaria con títulos como El regreso y Los colores del adiós, reiterando su estilo sobrio, introspectivo y ético que interpela tanto al lector individual como a la conciencia colectiva, principalmente la alemana.

La ambientación en una novela histórica exige no solo investigación rigurosa y una imaginación vívida por parte del autor, sino también un talento narrativo capaz de traducir hechos en atmósfera, de convertir el telón de fondo en un escenario vivo, cargado de tensiones, donde los personajes puedan actuar con verosimilitud. Sin embargo —y conviene admitirlo desde el principio—, hay ocasiones en que resulta más efectivo leer a un autor que no se limita a reconstruir un tiempo pretérito, sino que lo ha habitado. En esos casos, aunque pueda valerse también de la ficción y de ciertos recursos literarios para completar los vacíos de la memoria, lo que se despliega ante el lector es, en esencia, un testimonio. Y ese testimonio, precisamente por estar anclado en la experiencia, puede acabar encarnando —con sus silencios, ambigüedades y heridas— el espíritu de toda una generación. Tal vez al enunciar esta idea incurra en una injusticia hacia El lector de Bernhard Schlink, pues no se trata de una novela estrictamente testimonial ni confesional. Pero conviene aclarar desde ahora que no estamos ante una novela más sobre la posguerra alemana, de esas que en los últimos años parecen multiplicarse con previsible regularidad. El lector no responde a los lugares comunes del género, y quizá por eso mismo se siente más auténtica, más incómoda, más necesaria. No obstante, antes de continuar, he aquí la sinopsis:

«Michael Berg tiene quince años. Un día, regresando a casa del colegio, empieza a encontrarse mal y una mujer acude en su ayuda. La mujer se llama Hanna y tiene treinta y seis años. Unas semanas después, el muchacho, agradecido, le lleva a su casa un ramo de flores. Éste será el principio de una relación erótica en la que, antes de amarse, ella siempre le pide a Michael que le lea en voz alta fragmentos de Schiller, Goethe, Tolstói, Dickens... El ritual se repite durante varios meses, hasta que un día Hanna desaparece sin dejar rastro. Siete años después, Michael, estudiante de Derecho, acude al juicio contra cinco mujeres acusadas de crímenes de guerra nazis y de ser las responsables de la muerte de varias personas en el campo de concentración del que eran guardianas. Una de las acusadas es Hanna. Y Michael se debate entre los gratos recuerdos y la sed de justicia, trata de comprender qué llevó a Hanna a cometer esas atrocidades, trata de descubrir quién es en realidad la mujer a la que amó.»

Bernhard Schlink ha señalado que El lector nació del impulso de explorar la relación conflictiva de su generación con el legado del nazismo. Inspirado por los juicios de Auschwitz en los años sesenta y por su propia experiencia como estudiante de Derecho, buscó dar forma narrativa a un dilema ético que marcó a muchos jóvenes alemanes. Aunque reitera que no se trata de una novela autobiográfica ni, estrictamente, sobre el Holocausto, admite que en Michael resuenan elementos de su vida, específicamente de cómo el Tercer Reich sigue reverberando en la conciencia de quienes llegaron después, los que lo heredaron como memoria, relato o vergüenza.

Hace ya algún tiempo que El lector ronda mis pensamientos, como una de esas obras que, lejos de agotarse en la lectura inicial, exigen ser rumiadas en silencio, repensada en sus dilemas éticos y morales. Y he llegado a la conclusión de que no es fácil reseñarla. No porque se trate de una novela hermética o de lectura ardua, como las de Joyce o Foster Wallace, sino porque la complejidad de su materia —ética, afectiva, histórica— no se presta a un comentario rápido ni a una valoración sumaria. Los temas que aborda, tanto los que se exponen con claridad como aquellos que se insinúan apenas, entre las pausas, los silencios y las reservas de sus personajes, nos obligan a detenernos. A preguntarnos, quizá con inquietud, qué habríamos hecho nosotros en el lugar del protagonista, qué habríamos sentido, qué habríamos callado. De algún modo, sin proponérselo explícitamente, la novela deviene una prolongada meditación filosófica, un escenario propicio para el debate sobre la culpa, la memoria y la ética.

La novela está estructurada en dos partes claramente diferenciadas. La primera transcurre en 1958 y abarca apenas algunos meses: es el periodo en el que Michael, aún adolescente, inicia una relación erótica con Hanna, una mujer considerablemente mayor, cuyo misterio y autoridad lo marcarán como una cicatriz que el tiempo no logró borrar. La segunda parte se sitúa en 1965, durante un juicio por crímenes cometidos en el contexto del nazismo. En esta etapa, un Michael ya joven adulto —aunque todavía en formación ética— se ve confrontado con un dilema moral insoslayable al descubrir el pasado oculto de Hanna, un pasado que resignifica tanto como contamina aquellos encuentros juveniles. Esta segunda parte contiene, a su vez, una suerte de extensión que no es un epílogo y que quizá debería llamarle una tercera parte: el periodo de cumplimiento de la pena. Durante estos años, Michael reanuda el contacto de un modo peculiar y profundamente simbólico —no a través de cartas, sino enviándole grabaciones en las que lee en voz alta libros, los libros que supondría gustarían a Hanna. Es un gesto de acercamiento sin palabras propias, como si la literatura fuera el único puente posible entre la culpa y el afecto, entre la distancia impuesta por el tiempo, el sentimiento y la memoria que insiste. La narración, sin embargo, es retrospectiva: la voz que nos guía es la de un Michael de mediana edad, probablemente en sus cincuenta, lo cual imprime al relato un tono introspectivo, subjetivo y a la vez contenido. Es una mirada que examina con sobriedad sus recuerdos, sus decisiones y, sobre todo, sus culpas. 

El estilo de Schlink podría describirse como jurídico en su precisión, aunque no legalista, pero literario en su ritmo, sin pretención: hay un cuidado evidente por la estructura del discurso, por la claridad argumentativa, y al mismo tiempo un tono elegíaco, como si cada frase contuviera la melancolía de lo irreparable. En cierto modo, Schlink escribe como quien redacta un informe: no para convencer, sino para ordenar una experiencia que le causa desasosiego. Por eso su narrador —Michael— suena siempre ligeramente distante, austero, no por falta de afecto, sino por una suerte de pudor emocional que lo obliga a pensar antes de sentir, a narrar antes de revivir. El triunfo de su prosa radica, justamente, en ese equilibrio entre el pensamiento y la emoción, entre la sequedad del hecho y la turbiedad de su eco ético.

Es difícil referirse a la primera parte de El lector sin mencionar otras obras que han explorado —con matices diversos— la transgresión de una convención social profundamente arraigada: la relación entre un adulto y un menor. Pienso, inevitablemente, en Lolita de Vladimir Nabokov, en De amor y otros demonios de Gabriel García Márquez, y en Llámame por tu nombre de André Aciman. Todas ellas comparten ese eje incómodo, aunque cada una lo aborda desde una perspectiva distinta, con su propio espesor literario y sus propias formas de incomodidad. En el caso de El lector, la iniciación erótica del joven Michael se inscribe en una situación que, aun condenada abiertamente, ocurre con más frecuencia de lo que se admite, y cuya complejidad no puede reducirse al juicio moral inmediato. Basta recordar el caso real de un joven Mario Vargas Llosa, casado a los diecinueve años con Julia Urquidi, una mujer una década mayor, quien años después, en sus memorias, revelaría detalles que invitan a una lectura diferente (a esa autoficción La tía Julia y el escribidor habría que restarle uno o dos años al protagonista y tendríamos el símil latino de Michael Berg). En la novela de Schlink, Michael es asistido por Hanna tras un episodio de enfermedad, y, movido por la gratitud, decide visitarla para llevarle flores; eso era todo, o al menos eso creía. Lo que sigue —y cuyos detalles omitiré deliberadamente— es el inicio de una relación que marcará su vida entera. En 2008, la novela fue llevada al cine bajo el título The Reader, con Kate Winslet en el papel de Hanna, interpretación que le valió el Oscar a mejor actriz.

En esta primera parte, creo necesario hacer cierta justicia a Hanna, cuya figura resulta más fácil de señalar y condenar, en parte por tratarse de una mujer mayor que Michael, aunque —conviene decirlo— aún joven según los estándares actuales, pues Hanna estaba a la mitad de su treintena. Si la situación fuese inversa, si ella tuviera dieciocho años y Michael cuarenta, lo más probable es que la relación no generara el mismo grado de escándalo ni de juicio moral. En muchas sociedades, e incluso en representaciones culturales recientes, esa configuración suele pasar inadvertida o, en el peor de los casos, se trivializa. Al invertir los roles, sin embargo, la mujer queda más expuesta, más vulnerable a la mirada crítica. No pretendo con esto ignorar las relaciones de poder dispares que se despliegan entre Hanna y Michael —de hecho, ese desequilibrio es central en la novela—, pero tampoco podemos obviar que dicha asimetría es el denominador común en cualquier vínculo donde la diferencia de edad resulta significativa. Uno de los dos, inevitablemente, detenta una ventaja: la que otorgan los años, la experiencia, el control de las situaciones. La juventud, por el contrario, suele ir de la mano de la ingenuidad, la fascinación y el aprendizaje, muchas veces a costa propia. 

La diferencia de edad no escandaliza por sí sola, sino cuando subvierte el orden simbólico que reserva al hombre la autoridad del tiempo y relega a la mujer al margen de lo deseable. Una mujer mayor que ama o inicia a un joven desestabiliza ese relato y recibe por ello el castigo simbólico: no se la juzga por lo que hace, sino por lo que representa. No hay allí ética, sino temor a lo impropio.

Desde una mirada sombría y quizá algo desencantada, Hanna podría ser comprendida —aunque no necesariamente absuelta— como una figura trágica, presa del mismo deseo ciego y delirio de voluntad que gobierna a todos los seres humanos. El deseo erótico en ella no es una elección racional ni una virtud moral, sino la manifestación más evidente de la voluntad de vivir, de aún sentirse deseada. Vive sola, no tiene hijos, nunca tuvo nada ni a nadie. En ese sentido, Hanna no sería una corruptora consciente, sino alguien arrastrada —como Michael— por esa voluntad incesante, que no busca ni entiende del bien del sujeto sino de la satisfacción del instinto. No obstante, lo trágico de Hanna no está en su deseo, sino en su incapacidad de sostenerlo con plenitud. Es una figura escindida: poderosa en la intimidad, sometida en lo público.

Michael, por otra parte, es una víctima no tanto de Hanna como de aquello que en él se despierta: la ilusión afectiva, la idea de que un vínculo —por el mero hecho de parecer profundo o singular— pueda justificar la vida o dar sentido al sufrimiento. Lo que quiebra a Michael no es el cuerpo de Hanna, ni siquiera la asimetría inicial, sino la aparición del lazo afectivo, de esa necesidad súbita de permanencia, de correspondencia, de significado. Si el vínculo hubiese quedado en sexo tal cual, en la fugacidad de un encuentro carnal —inquietante, pero al fin consumado—, su espíritu no habría sufrido tal desgarro. Pero al brotar en él la esperanza de algo más, queda atrapado en la red de un pasado que no cesa de doler. Así, Hanna no es solo la mujer que lo inicia, sino el rostro de aquello que no pudo retener, que no comprendió y que, sin embargo, definió su sensibilidad futura. El deseo, que al principio lo anima, se convierte en herida; y la ausencia, que debería ser olvido, deviene en esa cicatriz. El amor, en este sentido, no es y será para Michael redención alguna, sino una forma de padecimiento.

También debo señalar que la distancia entre Hanna y Michael no es únicamente cronológica, ni siquiera erótica: es, ante todo, social y simbólica. Ella pertenece a un mundo sin prestigio ni promesa, una vida definida por la precariedad y el secreto, por oficios repetitivos y mal pagados, por una soledad apenas disimulada. Michael, en cambio, transita una senda de posibilidades abiertas: tiene familia, educación, futuro. Estudia no como un privilegio impensado, sino como el paso natural de su clase. Esta asimetría —que suele pasar inadvertida bajo la más evidente diferencia de edad— se revela, en verdad, más contundente. Podría decirse que Hanna ya ha sido determinada por sus elecciones pasadas y por las condiciones de su existencia; Michael, en cambio, aún proyecta su ser hacia el porvenir, aún puede construirse con cada decisión. Y, sin embargo, es ella quien, en la intimidad, detenta el poder: porque sabe más de la vida, porque impone las reglas del juego, porque ha aprendido a sobrevivir sin esperar nada de nadie. Esa inversión de los roles, transforma la relación en un espacio de tensiones más profundas que las que marcan la edad o el deseo: un choque de mundos, de historias que apenas logran tocarse sin desgarrarse.

A los veintitrés años, cuando la juventud empieza a rozar la adultez, Michael se encuentra, de forma imprevista, con la figura de Hanna en un contexto radicalmente opuesto al que la había conocido: como acusada en un juicio por crímenes del pasado nazi. Aquella mujer, cuya ausencia lo había marcado con un dolor sordo pero persistente —el tipo de dolor que no cicatriza del todo, sino que se incrusta—, reaparece sin advertencia, sin transición, sin explicación, en el grupo de mujeres juzgadas por haber servido como guardianas en un campo de concentración. Para Michael el choque no es solo emocional, sino generacional: para los jóvenes alemanes de los años sesenta, el nazismo era una vergüenza reciente, una marca indeleble que ningún discurso de reconstrucción podía borrar del todo. Era como si todos llevaran en la frente una letra escarlata, una N de nazis, o una esvástica, y ya no como símbolo de poder sino como estigma de ignominia. Ver a Hanna allí, aceptar los cargos con un estoicismo que roza la indiferencia, despierta en Michael una inquietud más honda que el juicio mismo. No sabe si debe intervenir o mantenerse en su rol de espectador, pero algo en él lo obliga a mirar más allá de la superficie, a leer entre líneas lo que ella se empeña en silenciar. Y es allí donde descubre otro secreto: Hanna no sabe leer ni escribir, y ha preferido cargar con una culpa mayor antes que ser humillada públicamente por una ignorancia que considera intolerable. Ese hallazgo instala en Michael un dilema de naturaleza casi trágica: si revela la verdad, podrá atenuar su condena, pero también la expondrá a una vergüenza social que Hanna ha temido siempre más que cualquier castigo penal. Y si calla, preservará su dignidad, pero a costa de su libertad. Y esa imposibilidad de actuar sin traicionar algo —el pasado, la verdad, la intimidad compartida— es lo que terminará de marcarlo, más incluso que la pasión juvenil o el primer abandono. Porque ahora el vínculo con Hanna ya no es solo carnal ni afectivo: es existencial, ético, irreductible.

El dilema de Michael no representa tanto una elección moral como el despliegue inevitable de una voluntad que se manifiesta a través del sufrimiento. Al descubrir el secreto de Hanna, no se encuentra ante la posibilidad de hacer justicia, sino ante la certeza de que cualquier decisión será, en última instancia, una forma de perpetuar el padecimiento: o bien condena a Hanna al escarnio público que ella ha temido más que la cárcel, o bien colabora, por omisión, en una injusticia legal que él podría atenuar. Y cabe aclarar que ese escarnio público no es solamente la revelación del analfabetismo de Hanna, también es la admisión de ese amancebamiento colmado del tabú social. Ninguna acción ofrece redención. No hay actos heroicos, sino solo grados de sufrimiento. El silencio o la intervención de Michael serán lo que lo constituya y defina como sujeto. En ese juicio no se juzga solo a Hanna, sino también él se juzga a sí mismo. Callar es una decisión, tanto como hablar. Y cada una lo define en una historia que ya no podrá desaparecer. 

El lector es, en ese sentido, una novela sobre la imposibilidad de la inocencia. No hay personajes enteramente culpables ni enteramente inocentes, como no los hay en la vida. Todos, en algún momento, eligen mal, eligen bien o no eligen en absoluto, aunque debo aclarar que bien o mal también es una abstracción difícil de definir, pues no todo tiene que ser un contraste y entre la niebla, es el gris el que predomina. Y esa inacción, esa pasividad —como la de Michael en el juicio, como la de Hanna frente a sus decisiones—, también tiene consecuencias. Schlink nos recuerda que no actuar no es lo mismo que no intervenir, y que incluso el silencio es una forma de elección. Por eso su novela no adoctrina, no busca moralizar, sino más bien incomodar: nos obliga a mirar de frente esa zona difusa donde el afecto y la culpa, la justicia y la compasión, el deseo y la verdad, no encuentran un punto de conciliación.

El lector no es una novela cualquiera, y acaso ni siquiera una novela en el sentido convencional. Todo lo que en esta reseña se ha intentado desentrañar —los vínculos asimétricos, los dilemas éticos, la memoria histórica, la culpa y el deseo— confirma que estamos ante un ensayo filosófico camuflado de relato, una indagación existencial que utiliza la ficción no como escape, sino como espejo. Leerla incomoda, no porque nos imponga un juicio, sino porque nos priva de él. No se puede señalar con claridad al culpable, ni ofrecer consuelo, ni sugerir una solución. Lo único que permite es habitar la ambigüedad, esa zona tensa y sin resoluciones donde el pensamiento verdaderamente se activa. Y es por eso, precisamente, que hay que leerla. No porque tranquilice, sino porque desvela. No porque cierre heridas, sino porque las nombra. Y lo hace con una sobriedad que duele más que el escándalo.

Y para cerrar, algunas líneas que vale la pena leer y releer:

«No hay justificación alguna para anteponer lo que un sujeto considera conveniente para otro a lo que éste considera conveniente para sí mismo.» 

«El viejo alberga en su interior el joven que fue, y para él la vieja guarda aún en su seno la hermosura y la gracia de la joven.»

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