lunes, 11 de octubre de 2021

EL ARTE DEL ASESINATO POLÍTICO de Francisco Goldman


«Si el obispo Gerardi contemplaba realmente la idea de retirarse –a veces mencionaba la posibilidad, aunque casi todos creían que aún tenía demasiada energía y estaba muy involucrado en su trabajo, además de que era una figura demasiado importante para el arzobispo Penados y la Iglesia como para dejarlo todo– la conclusión de “Guatemala: Nunca Más” habría representado la culminación triunfante de más de cinco décadas de sacerdocio. Hijo de una familia de emigrantes y comerciantes italianos, Gerardi había pasado la mayor parte de sus primeros veinte años de sacerdocio sirviendo en parroquias pobres, e pueblos indígenas, rurales, hasta que fue llamado a la ciudad de Guatemala para trabajar sucesivamente con dos prelados poderosos y ultraconservadores y sirvió además un turno como canciller de la curia.»

Francisco Goldman es un escritor, periodista y profesor universitario estadounidense de orígenes ruso judío por el lado paterno y guatemalteco del materno. Vivió un tiempo en Guatemala en la década de los ochentas, justo en los momentos más álgidos de la guerra civil, aquí llamado con el eufemismo conflicto armado interno. Esto lo llevó a conocer de primera mano la situación políticamente adversa del país e incluso vivir algunos episodios de vigilancia y persecución indirecta. Tras el asesinato de monseñor Gerardi en 1998, redactó un artículo para The New Yorker que tuvo una muy buena aceptación y que de cierto modo lo obligó a continuar con una exhaustiva investigación que le tomaría casi una década hasta concluir con la publicación en 2007 del libro El arte del asesinato político.

Juan José Gerardi Conedera, mejor conocido como monseñor Gerardi, en el momento de su muerte fue un obispo auxiliar de la arquidiócesis de Guatemala y párroco de la iglesia San Sebastián. Durante siete años fue obispo de La Verapaz, para luego, en 1974 hasta 1984, serlo de Santa Cruz del Quiché. Esto lo convirtió en testigo de las violaciones de los derechos humanos producidas por la guerra fratricida que asolaba varias regiones de Guatemala y que tuvo una severidad desmedida en las poblaciones rurales al norte del país donde primaba la población indígena, como en el departamento del Quiché, donde se perpetraron gran número de masacres, torturas y muchos otros crímenes de lesa humanidad. En 1988 fue nombrado por la Conferencia Episcopal de Guatemala, junto con el monseñor Rodolfo Quezada Toruño, para ser parte de la Comisión Nacional de Reconciliación; desde allí comenzaría con la fundación y dirección de la Oficina de Derechos Humanos del Arzobispado de Guatemala –ODHA– para atender a las víctimas de la guerra civil, lo que en consecuencia lo llevaría a crear el proyecto interdiocesano de Recuperación de la Memoria Histórica –REHMI– que concluiría con la publicación del informe en cuatro volúmenes denominado “Guatemala: nunca más, en donde documentaría de forma testimonial las violaciones de los derechos humanos a las que fueron víctimas las poblaciones más vulnerables del país y en el cual el principal verdugo de al menos el 95% de estos crímenes fue el Ejército de Guatemala. Guatemala: nunca más recogía narraciones sumamente gráficas de los sobrevivientes e incluso brindaba nombres de militares implicados en algunos casos. Este informe también listó por nombre a más de 50 mil personas asesinadas, la mayoría de ellos civiles, entre los que se contaban mujeres e incluso niños. Fue tal la relevancia de Guatemala: nunca más que provocó dos sucesos: sirvió como fuente y confirmación de hallazgos del posterior informe de la Comisión para el Esclarecimiento Histórico –CEH– de la Organización de Naciones Unidas –ONU–; y monseñor Gerardi fue asesinado.

El informe del REHMI, Guatemala: nunca más, había sido publicado el 24 de abril de 1998, dos días después, la noche del domingo 26, monseñor Gerardi era asesinado en la casa parroquial, la cual se encontraba a escasos quinientos metros del Estado Mayor Presidencial, la cúpula militar de Guatemala que al mismo tiempo estaba contigua a la Casa Presidencial y a escasos metros del Palacio Nacional. Tácticamente la Iglesia San Sebastián, la casa parroquial y su parque estaban dentro del perímetro de seguridad del Ejército y era inconcebible que un crimen pasara por ese lugar sin que hubiera conocimiento alguno de quienes protegían al mismo presidente constitucional de la República de Guatemala, en aquellos momentos Álvaro Arzu, que tenía a su favor ser un civil que casi dos años atrás había firmado los Acuerdos de Paz con la guerrilla y que había sido el primer presidente que decidió no vivir en la Casa Presidencial.

Rápidamente la hipótesis de una ejecución extrajudicial por militares se empezó a barajar; sin embargo, no era la única carta y pronto empezaron a surgir muchas otras líneas de investigación y pistas que iban desde un crimen pasional entre homosexuales hasta el robo de imágenes religiosa de una banda dirigida por la hija putativa de otro obispo. La escena del crimen no se trató como debía y fue contaminada desde las primeras horas de la investigación, por lo que toda evidencia física fue destruida por error o negligencia. Lo único que quedaban eran los testigos y estos eran todos indigentes que dormían a la intemperie en las inmediaciones de la casa parroquial; casi todos drogadictos, poco fiables, aunque uno de ellos sería el que cambiaría el curso de la investigación.

Francisco Goldman hace una crónica narrativa que transita por la investigación y el ensayo. Su obra narra los momentos del asesinato (reconstruido y documentado), pero antes hace un esbozo histórico para conocer las particularidades biográficas de Gerardi, la fundación y objetivo de la ODHA, el proyecto del REHMI y las generalidades del conflicto armado interno. Después narra la investigación, desde las pistas falsas, testigos que van, vienen y desaparecen, los protagonistas (fiscales, miembros de la ODHA, él mismo), los sospechosos (por cada hipótesis), los puntos débiles donde las investigaciones se quiebran. También relata los cambios de fiscales, las intimidaciones, la violencia, los aplazamientos, y todo el aparato de esclarecimiento de la verdad y justicia al servicio de la impunidad, las trabas y trampas.

Francisco Goldman cita otro caso, el del asesinato de la antropóloga Myrna Mack sucedido en 1990 y perpetrado por Noel de Jesús Beteta, quien era un sargento mayor especialista del equipo de seguridad del Estado Mayor Presidencial, quien fuera arrestado y condenado en 1994; sin embargo, una cosa era el ejecutor y otra quien diera la orden. Nunca en Guatemala un alto militar había sido llevado a una corte civil y eso era un obstáculo para la justicia. Myrna Mack, de 41 años, realizaba una investigación de la población desplazada y refugiada por la guerra civil, donde hacía una dura crítica a las violaciones de los derechos humanos cometidos por las Fuerzas Armadas de Guatemala. Cómo era usual en los años de represión, la muerte de ella fue disfrazada como un crimen de la delincuencia común (cuando no pasional, siendo acuchillada 27 veces). No obstante, el caso Gerardi, con sus similitudes, parecía impulsar un desdoblamiento donde la impunidad de los altos mandos militares podría verse disminuida. Cosa que fue certera, al menos en el caso de Myrna Mack, porque en 2002 el coronel Juan Valencia Osorio fue hallado culpable como autor intelectual.

Varios años después del crimen contra monseñor Gerardi fueron arrestados y condenados el capitán Byron Lima Oliva y su padre, el coronel Byron Lima Estrada, quien había sido dirigente de la G2, un cuerpo especializado de inteligencia al servicio del Ejército de Guatemala que durante la guerra civil se encargaba de las desapariciones policitas y ejecuciones extrajudiciales. También fue implicado el sargento Obdulio Villanueva, brazo derecho de Byron Lima Oliva. Obdulio Villanueva en aquellos momentos se encontraba supuestamente cumpliendo condena por la muerte del lechero Sas Rompich, quien en una extraña narración había acometido contra el presidente Álvaro Arzú y su esposa en un paseo en Antigua Guatemala. Obdulio Villanueva era escolta del Estado Mayor Presidencial. También fue acusado y condenado por complicidad el padre Mario Orantes, con quien monseñor Gerardi compartía los servicios de la iglesia San Sebastián. El juicio contra los militares fue una proeza de principio a fin: audiencias complicadas y complejas, los amparos hasta el hartazgo, los fallos y e intentos de revocaciones. No obstante, los Lima y Villanueva fueron los ejecutores, queda en duda respecto a quienes fueron los autores intelectuales. Nunca sucedió una continuación. Y los militares condenados ya están muertos: Obdulio Villanueva fue el primero, brutalmente asesinado en un motín en 2003; Byron Lima Oliva muere también por una revuelta en la cárcel en 2016, víctima de una granada; y Byron Lima Estrada, muere por complicaciones de salud a los 76 años. En estos momentos no hay cabos sueltos.

Francisco Goldman concluye con dos epílogos, en 2008, a diez años después de la muerte de Gerardi. 2016, con la caída de Otto Pérez Molina; general retirado que llegó a ser presidente de Guatemala, pero que en 1998 era miembro del Estado Mayor Presidencial e incluso un testigo lo ubicó platicando en una tienda en las inmediaciones del parque San Sebastián con el coronel Byron Lima Estrada y otro militar, justo el día del asesinato de monseñor Gerardi.

En el libro ¿Quién mató al obispo? de los periodistas Maite Rico y Bertrand de La Grange, publicado en 2003, sostiene que la investigación que llevó a la condena de los Lima y Obdulio Villanueva se sustenta en un testigo clave y dudoso, Rubén Chanax. Francisco Goldman comenta acerca de este libro y aunque mucho de lo que allí se menciona el lo retoma y desarrolla con más fuentes, también indica que el rigor investigativo pudo haberse visto afectado por el financiamiento de la obra y lo apresurado de sus conclusiones, o mejor dicho, de las no conclusiones, retomando algunas hipótesis descartadas como la mordida del perro Balú y la banda del robo de imágenes. Cuando leí este libro, ¿Quién mató al obispo?, hace más de una década, me dio la impresión de que abogaban por la inocencia irrefutable de los señores Lima, incluso muchos párrafos se parecían a los argumentos de la defensa legal de los militares. Si bien es cierto que Rubén Chanax era un testigo clave, también es cierto que no se trataba de un simple indigente y que también formaba parte de la inteligencia militar que lo había asignado para vigilar e informar sobre los movimientos de monseñor Gerardi y que además de testigo, también fue cómplice del asesinato; de allí que sabía detalles y que su narración fuera lo suficiente para que todos los hilos sueltos de la investigación formaran una trama. 

Francisco Goldman subtitula a este libro como ¿Quién mató al obispo? porque después de más de veinte años de su deceso realmente no sabemos quienes fueron los autores intelectuales y probablemente nunca lo sabremos. Lo titula El arte del asesinato político porque, a pesar de que hubo condenas y un seguimiento mediático e internacional sin precedentes, la propaganda y el juicio hace que a quien se le pregunte en las calles con suficiente edad para conocer a monseñor Gerardi no sepa contestar con seguridad que pasó o sucedió con el obispo, muchos tildándolo de guerrillero.

El libro se corona en la entrada con un mapa de las proximidades de la Iglesia San Sebastián con el Palacio Nacional, la Catedral Metropolitana y el Estado Mayor Presidencia. También un croquis interno de la distribución de ambientes de la Iglesia San Sebastián y la casa parroquial. Un libro escrito con mucho esmero y rigor, primero publicado en inglés y luego traducido al español por la periodista guatemalteca Claudia Méndez Arriaza.

Cierro con algunas líneas que vale la pena traer:

«Un buen chiste es, entre otras cosas, una defensa contra el miedo, la soledad y la desesperación de no poder hablar.»

«No importa cuán falsas sean las acusaciones, el daño a la reputación pública es real.»

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