«Pero lo cierto es que no lo tenía; no tenía lo que ellos querían. Sé que soñaban con un triunfo sexual, con un cataclismo erótico que borrara sus ansias, y sé que eludiéndolos no hacia otra cosa que incrementar sus deseos, convertirme en una especie de ser vaporoso de cabello rubio y ojos azules. No podría reprochárselo. La distorsión es parte del deseo. Siempre modificamos las cosas que queremos.»
Siri Hustvedt es una escritora estadounidense de ascendencia noruega, se licenció en Historia por el St. Olaf College y obtuvo un doctorado en Literatura Inglesa por la Universidad de Columbia en 1986, con una tesis sobre Charles Dickens. Su obra abarca novelas, ensayos y poesía, destacando títulos como Todo cuanto amé, publicado en 2003, y El verano sin hombres, de 2011, ambos éxitos internacionales. Sus escritos exploran temas como la identidad, el feminismo, el arte y la ciencia. En 2019, fue galardonada con el Premio Princesa de Asturias de las Letras por su destacada trayectoria literaria. Actualmente reside en Brooklyn, Nueva York, y estuvo casada con el novelista Paul Auster hasta el fallecimiento de este en 2024.
Debo admitir —aunque con la boca algo torcida, como quien duda si se traiciona a sí mismo al admitirlo— que llegué a Siri Hustvedt por Paul Auster, como tantos otros, supongo, como quizá ella misma sospecha que pasa. Auster la menciona en El cuaderno rojo, vuelve a ella en Diario de invierno, le dedica 4 3 2 1, y si no me engaño, también Leviatán, donde, a propósito, Iris, la esposa del protagonista de esa novela —nombre traslúcido, casi cifrado— es un anagrama de Siri. Y allí no acaban las coincidencias, la protagonista de Los ojos vendados se llama Iris, ese libro también fue publicado el mismo año que Leviatán, 1992. Pero que ese sea el camino que recorrí no significa que uno no acabe descubriendo, con cierto temblor, que la escritora tiene luz propia, y no menor. Los ojos vendados ha sido mi primer libro suyo, también fue el primero que publicó, lo cual tiene algo de justicia inaugural. Pero antes de continuar, he aquí la sinopsis:
«Iris Vegan, una estudiante de literatura de la Universidad de Columbia, relata sus inquietantes encuentros con personajes neoyorquinos que el azar y la coincidencia han puesto en su camino. La relación de estos singulares momentos, en los que las fuerzas oscuras pueden cambiar el curso de una vida, permite al lector abordar esta obra como la suma de cuatro episodios independientes pero complementarios a la vez.»
Es imposible leer a Siri Hustvedt sin que la sombra de Paul Auster se deslice, discreta o explícita, por el campo de visión del lector —¿y cómo no hacerlo, si ambos han compartido no sólo la vida, sino el imaginario, las calles de Nueva York, los fantasmas de la identidad y el azar? Sospecho que hay algo de Auster en Hustvedt, como hay algo de Hustvedt en Auster, una especie de contaminación mutua que los enriquece—. Los ojos vendados me trajo de inmediato el recuerdo de La trilogía de Nueva York, aunque aquí se trate de cuatro relatos orbitando a una sola protagonista, Iris Vegan. Incluso, debo mencionar, hay un guiño al restaurante ficticio El palacio de la luna, que es el título de otro libro de Auster. Pero más allá de estos ecos, pronto se impone la evidencia: Hustvedt no es Auster. Su manera de narrar, su sensibilidad, sus obsesiones —más corporales, más íntimas—, son decididamente otras.
En cada uno de los relatos que componen Los ojos vendados, Siri Hustvedt logra aquello que tantos escritores ambicionan y tan pocos consiguen: capturar de inmediato la atención del lector sin recurrir al estruendo, sólo con la elegancia de una prosa sobria, culta, a ratos enigmática, siempre fluida. Es difícil no suponer —aunque se sepa que la suposición puede ser un error literario— que Iris Vegan es una suerte de álter ego, una Siri difuminada, o incluso una amiga íntima disfrazada con el ropaje de la ficción. Cada historia nos absorbe, se desarrolla con cadencia, avanza como si se acercara a algo y, sin embargo, nunca lo alcanza del todo: termina. O más bien, cesa, se interrumpe. Y esa ausencia deliberada de conclusión puede desconcertar al lector acostumbrado al cierre, a la resolución. Acaso Hustvedt nos recuerda que la realidad rara vez concluye como los cuentos: a menudo se disuelve, se desvanece, y las anécdotas, por muy sustanciosas, se quedan sin remate. Los relatos, si bien no siguen un orden cronológico ni una continuidad narrativa convencional, parecen rozarse unos a otros, citarse veladamente, como si compartieran un subsuelo común. Y en ese centro difuso está Iris Vegan, una narradora escurridiza, difícil de fijar. No hay en ella una evolución clara, ni tampoco una regresión: hay más bien una deriva, un vaivén de experiencias que la fragmentan. Es culta, solitaria, a ratos pasiva, a ratos lúcida, capaz de una gran introspección, pero también de dejarse arrastrar. A menudo actúa como si no entendiera del todo lo que vive, como si se viera vivir desde fuera, y ahí reside parte de su misterio. No es un personaje que «crece», sino que se descompone, se multiplica, se disloca. El título, Los ojos vendados, alude precisamente a esa ceguera voluntaria o impuesta que atraviesa los relatos: la de la identidad, la de la percepción, la del deseo. Iris —nombre que evoca directamente la visión— está, paradójicamente, velada, como si sólo pudiera comprenderse a sí misma (y al mundo) a través del desvío, del error, de lo que no se ve. El lector, por su parte, se ve obligado a mirar sin mapa, con los ojos medio cubiertos, tanteando, como si cada relato fuera un cuarto oscuro en el que apenas nos orienta la respiración de quien narra.
Sí, puede —y acaso debe— intuirse un mensaje feminista en Los ojos vendados, aunque no al modo de proclama ni de panfleto, sino como una resonancia subterránea, una inquietud que se cuela entre las frases, que asoma en los pliegues del relato. Hustvedt no enuncia, encarna. Lo que hace es prestar su voz —o una que se le parece— a Iris Vegan, una joven mujer que camina por Nueva York con la inteligencia alerta y el cuerpo expuesto, a menudo sin comprender del todo lo que le sucede, como si el mundo se le viniera encima con eco o en clave. En esos relatos se habla de la identidad, del cuerpo femenino, de su vulnerabilidad, de su exposición, del lenguaje que domina y a veces también salva. Se habla del deseo y de la violencia, del dolor y de la extrañeza de existir. Y sin que se diga nunca del todo, se deja sentir una crítica callada pero firme a la manera en que el orden simbólico ha moldeado, fragmentado y a veces borrado la experiencia de las mujeres. Y esa crítica, subrayo, no está en la superficie del texto, sino en sus profundidades.
Los ojos vendados no es, creo, un libro para todos —y acaso tampoco pretende serlo. Incluso después de haberlo terminado, me resulta difícil decir con franqueza si me ha gustado, si lo recomendaría sin dudar—. Sospecho que yo no era su lector ideal, pero al mismo tiempo tengo la certeza de que ese lector ideal no existe, porque este no es un libro que se escriba para agradar ni para multiplicarse en listas de ventas: es un libro para demorarse, para explorar, para debatir incluso. La estructura fragmentaria, los finales que no lo son, que parecen apenas interrupciones del pensamiento, exigen del lector una participación reflexiva, una voluntad de pergeñar sentidos entre líneas, de coser hilos sueltos que tal vez no lo estén del todo. Hustvedt es inteligente, sí, pero no pretenciosa, y eso se agradece. Iris Vegan, su protagonista, no es una víctima ni una heroína: es una conciencia en proceso, alguien a quien le suceden cosas, sí, pero que también toma decisiones, y lo más inquietante es que ambas dimensiones, la pasiva y la activa, no se excluyen.
Quizá convenga pensar, como lo hacía Blanchot, que el relato verdadero no concluye, sino que se interrumpe, que dice menos de lo que sabe para que el lector pueda seguir diciendo. Y eso es, al fin, lo que hace Siri Hustvedt en Los ojos vendados: nos entrega una serie de entradas laterales a una conciencia femenina —Iris Vegan, esa presencia tan esquiva como cerebral, tan cercana al concepto de sujeto en fuga— y nos obliga a leer como quien escucha tras una pared. Hay algo de Virginia Woolf en sus pausas, algo de Clarice Lispector en su opacidad, algo de Marguerite Duras en su temblor. Y sí, también hay algo de Paul Auster, sobre todo en la manera en que el azar y lo inconcluso articulan un mundo narrativo donde lo que ocurre importa menos que lo que podría haber ocurrido. Pero Hustvedt no es nadie más. Si este libro incomoda, inquieta o desorienta, no es por lo que falta, sino por lo que deja flotando. No cierra, no reconcilia, no acomoda. Pero, como todo lo que importa, insiste. Y eso basta.
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