«Al fin y al cabo, la vida no le ofrece mucho a uno. Trabajas como un demonio y crees que llegas a alguna parte, y de pronto descubres que lo único que has hecho es enredarte. Un millón de detalles te dejan seco. Tu vida sigue adelante por cosas que no quieres, y mientras tanto te vas convirtiendo en una estructura social que te trae sin cuidado. A veces me gustaría saber qué clase de hombre habría sido si no hubiera sido como soy; quiero agotar también sus posibilidades.»
Willa Cather fue una destacada escritora estadounidense nacida en Winchester, Virginia. Se graduó en Letras por la Universidad de Nebraska, donde comenzó a cultivar su pasión por la literatura. Inició su carrera en el periodismo, trabajando como editora y crítica literaria antes de dedicarse por completo a la escritura de ficción. Su debut literario, ¡Oh, pioneros!, fue tanto un éxito crítico como popular, estableciendo su reputación como una de las principales voces femeninas en la literatura estadounidense. En 1923, ganó el Premio Pulitzer por su novela Uno de los nuestros, y continuó explorando temas de la vida en la frontera americana y la experiencia inmigrante en obras como Mi Ántonia y La muerte llama al arzobispo.
Cather fue coetánea de eminentes escritores estadounidenses como F. Scott Fitzgerald, Ernest Hemingway, William Faulkner y Sinclair Lewis, quienes conformaron la llamada Generación Perdida. Estos autores, forjados en el contexto de la Primera Guerra Mundial y sus secuelas, exploraron con frecuencia temas de desilusión, la búsqueda de sentido y una crítica incisiva a la materialidad y moralidad de su sociedad. Cather, sin embargo, se apartó de este enfoque, dirigiendo su mirada hacia la vida y la experiencia de los inmigrantes en la América rural. Con una sensibilidad y profundidad notable, logró capturar las complejidades de estos mundos menos explorados. El Premio Pulitzer, que recibió por Uno de los nuestros, fue un merecido reconocimiento a su destreza literaria. La novela fue elogiada por su vívido retrato del conflicto bélico y la capacidad para captar la esencia de la lucha interna del joven protagonista, una exploración profunda del impacto de la guerra en el alma humana. Sin embargo, a pesar de su importancia como una de las pocas mujeres escritoras de su tiempo, Cather no goza hoy de la misma notoriedad. Esto se debe, en parte, a la evolución del canon literario y a la marginalización histórica de las voces femeninas. Aun así, su legado perdura, y escritores contemporáneos como Annie Proulx y Marilynne Robinson han reconocido la influencia de sus obras.
El puente de Alexander fue la primera novela publicada de Willa Cather, aparecida en 1912, cuando ella se acercaba a la madurez de los cuarenta años. La obra, aunque breve en extensión, marca un punto de partida significativo en su carrera literaria. La novela se distingue por su concisión y economía narrativa, lo cual, en cierto sentido, anticipa el enfoque más expansivo y profundo que Cather desarrollaría en sus obras posteriores. Antes de profundizar en sus temas y estructura, he aquí una sinopsis:
«Bartley Alexander anda ya por la mediana edad y es un ingeniero de éxito, un hombre hecho a sí mismo, admirado por los puentes que construye. Casado con una mujer culta y rica, vive en una bonita casa en Boston y parece también tener una feliz vida conyugal. Pero en un viaje a Londres vuelve a encontrarse con un antiguo amor, Hilda Burgoyne, a la que conoció en París cuando era estudiante –entonces fue la juventud, la pobreza y la cercanía, todo era joven y amable− y que ahora es una actriz famosa. El reencuentro reaviva la energía de la juventud que debe reparar en sí misma y pronunciar su nombre antes de desaparecer. A los dos las cosas les han ido bien; sin embargo, quizá no hayan agotado sus posibilidades.»
Willa Cather ha sido comparada con Henry James, Emily Dickinson y hasta Walt Whitman, cada uno con su sello inconfundible en la literatura estadounidense. De Henry James, Cather toma la exploración sutil de las emociones y la complejidad de las relaciones humanas, muy evidente en El puente de Alexander a través de los dilemas morales de los personajes. La influencia de Dickinson se manifiesta en la atmósfera contemplativa y la sensibilidad hacia el paisaje, reflejando los estados emocionales de sus protagonistas. Ahora, con respecto a Whitman, yo no lo veo, Cather tiene un tono más melancólico que contrasta con el poeta.
El puente de Alexander se sitúa principalmente en Boston en un momento de transición entre el siglo XIX y el XX, una época de grandes cambios políticos y sociales consecuencia principalmente de la modernización industrial en Estados Unidos. Y también conocemos el Londres de principios de siglo, donde todavía no había ocurrido la Gran Guerra que devastaría Europa. La novela es una estampa realista centrada en el individuo con toques de modernismo literario que explora temas como la identidad, la ambición y el conflicto entre el deber y el deseo, así como la dislocación cultural que acompaña a estos cambios, sumado a la crisis de la mediana edad. La historia sigue a Bartley Alexander, un ingeniero estructural atrapado entre su vida estable junto a su esposa en Estados Unidos y una antigua amante en Londres. La autora pergeña una exploración psicológica de los personajes principales, capturando la alienación y la sensación de pérdida en una época marcada por la transformación.
La prosa de Cather, lírica y detallada, es llevada por un narrador omnisciente que ofrece una visión íntima sobre los pensamientos y emociones de los personajes, lo que permite una conexión más profunda con el lector, esto sin perder la accesibilidad y fluidez narrativa. No obstante, la novela presenta algunas debilidades, como una trama que puede parecer menos desarrollada, o tal vez muy sencilla, en comparación con obras posteriores de Cather, tales como Mi Ántonia, donde alcanza una mayor complejidad narrativa. Aquí, debo destacar que el entorno no es solo un telón de fondo, sino un espejo de los estados internos de los personajes, técnica que Cather perfecciona más adelante, y que nos deja recordar en cierto modo a lo que logró Emily Brontë en Cumbres borrascosas, cuya atmósfera envolvente era otro protagonista.
El mensaje implícito de la obra sugiere la inevitabilidad del cambio y la búsqueda de autenticidad personal, mientras que explícitamente se centra en las tensiones entre las responsabilidades profesionales y personales. Aunque debo ser franco, la extensión de la novela no permite más que atisbar momentos y la introspección psicológica es su mayor baluarte, que debo añadir, hubiera sido mucho más efectiva y profunda si el narrador hubiera sido uno de los personajes. El narrador subjetivo hubiera sido otro acierto, pero todavía no había surgido (Virginia Woolf es posterior a la época de Cather).
El puente de Alexander puede ser leído como una metáfora sobre los pasajes y transiciones inevitables de la vida, esos momentos en los que nos encontramos en el umbral de decisiones cruciales, de un estado de ser a otro. Alexander se encuentra atrapado entre dos mundos: uno seguro y familiar con su esposa en Boston, y otro apasionado e incierto con su antigua amante en Londres, representando perfectamente el nuevo y viejo mundo. Este dilema refleja el propio puente que construye, un símbolo de su propia existencia, donde las tensiones y las cargas emocionales amenazan con hacer colapsar la estructura bajo el peso de sus decisiones. Al igual que un puente mal diseñado que no puede soportar las tensiones para las que no fue preparado, Alexander se enfrenta al riesgo de caer en el vacío de sus propias contradicciones y deseos no resueltos. La novela, entonces, no es solo la historia de un hombre, sino una alegoría de la fragilidad de nuestras construcciones emocionales y morales, y de cómo, si no están firmemente cimentadas en la realidad, pueden fallar en los momentos más críticos, llevándonos al abismo de la desintegración personal. Y es allí donde está el gran acierto de Cather y el por qué esta novela vale la pena leerla.
Para finalizar, recojo unas líneas cuya relectura tiene implícita la obra entera:
«Cuando un gran hombre muere en la flor de la vida no hay médico que pueda decir si le iban bien las cosas, si el futuro era suyo o no, como parecía. Esa inteligencia que la sociedad había llegado a considerar una maquinaria fiable y poderosa dedicada a su servicio podía llevar mucho tiempo enferma e inclinada a su propia destrucción.»
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