«Fue uno de los momentos más sublimes y excitantes de mi vida. Me encontraba medio paso por delante de la realidad, unos centímetros más allá de los confines de mi propio cuerpo, y cuando sucedió aquello, exactamente de la misma manera en que había previsto, sentí como si la piel se me hubiera vuelto transparente. Ya no ocupaba espacio, me fundía en él. Lo que me rodeaba también estaba dentro de mí, y para ver el mundo sólo tenía que mirar en mi interior.»
Paul Auster fue un destacado escritor estadounidense, maestro de la narrativa posmoderna, que exploró con agudeza los laberintos del azar y la identidad. Graduado en Columbia, vivió en Francia, experiencia que impregnó su prosa reflexiva y precisa. Obras como La música del azar, Leviatán y Tombuctú destacan en su bibliografía, mostrando su capacidad para desentrañar la fragilidad de las relaciones humanas y la naturaleza efímera del destino. Galardonado con el Premio Príncipe de Asturias de las Letras en 2006, Auster construyó un universo literario único, donde lo cotidiano se convierte en materia filosófica, y la escritura es un medio para descifrar las incertidumbres de la vida.
El libro de las ilusiones, publicado en 2002, llegó después de tres años desde Tombuctú, en un momento en que Paul Auster ya había consolidado su lugar en la literatura contemporánea. Fue su primera novela del nuevo milenio, y su título, enigmático y lleno de posibilidades, contrasta con una sinopsis que, en una primera lectura, podría parecer discreta. Sin embargo, al adentrarnos en sus páginas, Auster entrega una novela que trasciende cualquier expectativa, construida con la precisión y la profundidad que siempre han caracterizado su narrativa y entregándonos una obra maestra. No obstante, antes de continuar, he aquí la sinopsis:
«Tras perder a su mujer y sus hijos en un accidente de avión, David Zimmer, escritor y profesor en Vermont, se vuelca durante meses en escribir un libro sobre la única persona que consiguió devolverle la sonrisa, el actor de cine mudo Hector Mann, desaparecido décadas atrás. Una vez publicado el libro, Zimmer recibe la carta inesperada de una mujer que asegura ser la esposa del actor y que le comunica no sólo que Mann sigue vivo, sino que le gustaría encontrarse con él en un rancho de Nuevo México donde, alejado de todo, se ha dedicado a filmar una serie de películas que nadie ha visto y que serán destruidas tras su muerte.»
El libro de las ilusiones destaca por su estructura narrativa compleja y cuidadosamente construida, reflejo del dominio técnico de Paul Auster en el arte de escribir. La novela emplea un narrador en primera persona, David Zimmer, cuya perspectiva personal y emocional enmarca la historia principal. Sin embargo, a medida que Zimmer se adentra en la vida del cineasta Hector Mann, el relato adopta una estructura de historias dentro de historias, donde fragmentos de las películas de Mann y los testimonios de otros personajes se integran en la narrativa principal. Este recurso crea un efecto caleidoscópico que explora las múltiples capas de memoria, ficción y realidad. La trama avanza de forma predominantemente lineal, aunque utiliza analepsis para revelar aspectos clave del pasado de Zimmer y Mann. Asimismo, Auster recurre a elipsis para mantener el ritmo, omitiendo detalles innecesarios y concentrándose en los momentos de mayor intensidad emocional o narrativa. La complejidad de la estructura no dificulta la lectura, sino que enriquece la experiencia al reflejar el carácter elusivo de las ilusiones que conforman la vida y el arte.
La estructura narrativa que Auster elige en El libro de las ilusiones se asemeja a una fractal, donde cada capa contiene otra y donde las historias dentro de historias podrían multiplicarse indefinidamente. El libro no es extenso porque Auster no quiso que lo fuera, pero bien podría haber continuado expandiéndolo, añadiendo más pliegues y ramificaciones, sin perder su coherencia. Este recurso no es nuevo en su obra: ya lo exploró con destreza en El palacio de la luna, donde las narrativas se entrelazan como espejos enfrentados, y lo retomaría más tarde en Brooklyn Follies y Un hombre en la oscuridad. Auster construye sus relatos como un universo en expansión, siempre insinuando que lo contado es solo una parte de algo mayor, algo que podría seguir existiendo más allá de las páginas que lo contienen.
Paul Auster, además de su consagrada trayectoria literaria, incursionó en el cine como guionista y director, aunque esta faceta suya no haya alcanzado la misma notoriedad que sus novelas. Entre sus contribuciones al séptimo arte destacan Cigarrillos (Smoke), de 1995, dirigida por Wayne Wang y escrita por Auster, y Heridas de amor (Lulu on the Bridge), de 1998, en la que además de escribir el guion asumió la dirección. Lamentablemente no he visto ninguna de esas películas por lo que no puedo opinar sobre su valor o contribución fílmica. El libro de las ilusiones trasciende la biografía de Auster como un tributo al cine de los albores del siglo XX, aquel que no contaba ni con sonido ni con color, y cuya narrativa dependía de la expresividad casi coreográfica de actores como Buster Keaton y Charles Chaplin. Era un cine de gestos, de ademanes precisos, donde la sutileza del movimiento debía transmitir emociones completas. Películas como El maquinista de la General, de 1926 y Luces de la ciudad, de 1931, son paradigmas de ese arte primigenio que Auster homenajea, no solo por su estética, sino por su capacidad para proyectar la fragilidad y las complejidades humanas con una pureza que hoy, para algunos, parece perdida, aunque desde mi punto de vista no es así y creo que, si buscamos lo suficiente, encontramos buen cine en toda época, en cada año y literalmente en cualquier parte del mundo.
David Zimmer, protagonista de El libro de las ilusiones, carga desde el inicio con una pérdida tan devastadora que la mera idea de recuperación parece una ficción cruel: su esposa y sus dos hijos murieron en un accidente de avión. No hay palabras para atenuar un duelo así, ni cicatrices que puedan formarse sobre heridas tan definitivas. Los estudios señalan que la muerte de un cónyuge es una de las pérdidas más demoledoras, pero la de un hijo, insisten los psiquiatras, jamás se supera; solo se aprende a convivir con la ausencia. Auster presenta a Zimmer como un hombre irremediablemente roto, cuya melancolía impregna cada página y envuelve al lector en una empatía profunda y necesaria. Su único alivio parcial surge de las películas y, más tarde, de la enigmática figura de Hector Mann, un actor de cine mudo que, tras un ascenso brillante y fugaz, desaparece sin dejar rastro. Cuando Zimmer descubre la posibilidad de que Mann aún esté vivo medio siglo después, la historia se convierte en una carrera contra el reloj para alcanzarlo antes de su muerte, una búsqueda que trasciende al hombre y a su obra: películas inéditas destinadas a desaparecer en cenizas junto con él. La tragedia de Mann es tan insondable como su talento, una culpa que lo impulsa a crear pero que, al mismo tiempo, lo condena a destruir. Su arte, una extensión de sí mismo, queda atrapado en el mismo dilema: su necesidad de dejar huella se enfrenta al peso de su propia condena, y lo que podría haber sido su legado se convierte en una negación de su existencia, destinada al olvido deliberado.
El libro de las ilusiones es, en esencia, una exploración sobre lo efímero: la fragilidad de la vida, el arte y la memoria. Auster construye una novela que se debate entre la necesidad de dejar un legado y la imposibilidad de controlar su permanencia. Hector Mann, con su decisión de destruir las películas que marcaron su vida oculta, encarna este dilema, pues su arte no solo refleja su talento, sino también su culpa, ese peso invisible que lo condena a la autonegación. A través de David Zimmer, un hombre devastado que encuentra en las películas de Mann un refugio para su duelo, Auster teje una meditación sobre el poder del arte como puente entre el caos interno y la conexión con algo más duradero, aunque solo sea por un instante. Lo que comienza como una búsqueda externa se convierte, para ambos personajes, en una indagación sobre el sentido de crear cuando todo, incluso nosotros mismos, está destinado a desvanecerse.
La vida interior de Martin Frost, una de las películas creadas por Hector Mann, es en sí misma un relato dentro del relato de El libro de las ilusiones. La historia, que sigue a un escritor que se despierta en una casa desconocida y encuentra a una mujer misteriosa que parece personificar su inspiración creativa, es tanto una fábula sobre el acto de escribir como una reflexión sobre la relación entre el creador y su obra. Auster, consciente del potencial de esta historia, la publicó posteriormente de forma independiente y, en 2007, fue adaptada al cine, convirtiendo aquello que, dentro de la novela, estaba destinado a las cenizas en algo tangible, algo que existe en el mundo real. Este tránsito del olvido a la permanencia plantea un dilema filosófico y literario profundo: ¿a quién pertenece la obra una vez que ha sido creada? ¿Es propiedad del autor, un fragmento de su alma que tiene el derecho de preservar o destruir, o pertenece a la humanidad como parte de un legado cultural? Cervantes no podría imaginar que su Don Quijote, al definir la novela moderna, se convertiría en un patrimonio universal, pero si hubiera deseado destruirlo, ¿habría sido ético hacerlo? Kafka, en un gesto más cercano, pidió a su amigo Max Brod que quemara todos sus manuscritos tras su muerte, una promesa que Brod incumplió, permitiendo que obras como El proceso, El castillo y América llegaran a redefinir la literatura del siglo XX.
El dilema es ineludible: la voluntad del autor frente al valor objetivo de su creación. El acto de destruir puede interpretarse como una reafirmación de la libertad del creador, una negación de la inmortalidad impuesta. Pero la resistencia a esa destrucción, como en el caso de Brod, puede ser vista como un reconocimiento de que algunas obras trascienden a su autor, que contienen verdades universales que el mundo no tiene derecho a ignorar. Auster, al permitir que La vida interior de Martin Frost exista fuera de las cenizas de la narrativa de Hector Mann, parece inclinarse hacia esta última visión: la obra no solo define a su creador, sino que, una vez liberada, se convierte en un espejo del mundo, capaz de transformar a quienes la encuentran. Tal vez el verdadero dilema radique en aceptar que la creación artística no tiene una única vida, sino tantas como los ojos que la contemplen y las mentes que se pierdan en ella.
En El libro de las ilusiones, el título parece aludir a las ficciones —relatos, películas, historias inventadas—, pero Auster sugiere algo más profundo: que esas ilusiones pueden ser más reales que la propia realidad. Para David Zimmer, el refugio no está en Hector Mann como persona, sino en las películas que este creó, en esas narrativas mudas que, paradójicamente, hablan más alto que el ruido del mundo. Al escribir sobre Mann, Zimmer lo transforma en un personaje, en un enigma que trasciende la verdad biográfica para convertirse en otra ficción, un eco más en el juego infinito de las historias. Martin Frost, a su vez, es una ficción dentro de esa ficción, un personaje tan ilusorio como tangible, cuya vida existe únicamente en la proyección imaginada por el lector o el espectador. Auster nos obliga a confrontar un fenómeno fascinante: los personajes, estas creaciones etéreas, a menudo eclipsan a sus autores. Don Quijote nunca existió, pero su nombre y sus aventuras han superado a las de Cervantes; Ebenezer Scrooge reaparece cada año, por las Navidades, más real en nuestra memoria colectiva que Charles Dickens mismo. Tal vez sea porque estas ficciones nos ofrecen algo que la vida no puede: permanencia. Mientras nuestras vidas, condenadas al olvido, son las verdaderas ilusiones, estas historias —iluminadas por el arte— trascienden el tiempo y se vuelven más reales que la existencia fugaz de quienes las crearon.
«Lo que importa no es la habilidad para evitar los problemas, sino la manera en que se enfrenta uno a ellos cuando se presentan.»
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