«Una hora y otra hora más. El sol pasa por su cuerpo como un lanzallamas lento. La cabeza, la nuca, el cuello. Todo arde. Sudor derramándose. Los labios agrietados y sangrando. Una nube de moscas se cierne sobre ella. Pulgas cebadas con su sangre. No se rasca. Ya no las ahuyenta. Que se la beban toda. Este cuerpo ya no es de ella. Ni el cuerpo ni los dolores. Ella ya no es persona, ni animal, ni nada. Desde ayer, cuando comprendió lo que está haciendo ahí, siente los miembros rígidos, las articulaciones. Las piernas, de madera. Camina sobre ellas como unos zancos.»
David Grossman es un escritor y ensayista israelí nacido en Jerusalén, considerado una de las voces literarias más destacadas de su país. Estudió filosofía y teatro en la Universidad Hebrea de Jerusalén y trabajó durante años en la radio pública israelí, antes de consagrarse por completo a la escritura. Su obra abarca la novela, el ensayo, la literatura infantil y el periodismo, y se caracteriza por una profunda preocupación ética, un estilo intimista y una sensibilidad hacia las tensiones del conflicto israelí-palestino. Entre sus libros más conocidos se encuentran Véase: amor, publicada en 1986, La sonrisa del cordero de 1983 y La vida entera de 2008, esta última escrita tras la muerte de su hijo en la guerra del Líbano y considerada una de sus obras más conmovedoras. En 2017, fue galardonado con el Premio Man Booker Internacional por su novela Más allá del tiempo, y ha recibido múltiples distinciones por su compromiso con los derechos humanos y la literatura.
La vida juega conmigo, publicada en 2021, es una novela que se inspira en un episodio real: la vida de Eva Panić-Nahir, una mujer enviada a la isla-prisión de Goli Otok en la Yugoslavia de Tito, acusada de traición y sometida a torturas y humillaciones extremas. Grossman toma ese núcleo histórico y lo noveliza a través del personaje de Vera, quien carga durante toda su vida con la decisión de haberse visto obligada a elegir entre la lealtad a su marido y la vida de su hija. No obstante, antes de continuar con la reseña, he aquí la sinopsis:
«"Tuvya Bruk fue mi abuelo. Vera es mi abuela. Rafael, Rafi, Erre, es, como se sabe, mi padre, y Nina... Nina no está aquí. No está, Nina. Pero esa fue siempre su exclusivísima aportación a la familia", anota Guili en su cuaderno. Pero con motivo de la fiesta del noventa cumpleaños de Vera, Nina regresa: ha tomado tres aviones que la han llevado desde el Ártico hasta el kibutz para encontrarse con su madre, su hija Guili y la veneración intacta de Rafi, el hombre a quien, muy a su pesar, todavía le tiemblan las piernas en su presencia. En esta ocasión, Nina no va a huir: quiere que su madre le cuente al fin qué sucedió en Yugoslavia durante la “primera parte” de su vida. Entonces Vera era una joven judía croata perdidamente enamorada del hijo de unos campesinos serbios sin tierras, Milosh, encarcelado bajo la acusación de ser un espía estalinista. ¿Por qué Vera fue deportada al campo de reeducación en la isla de Goli Otok y ella tuvo que quedarse sola cuando tenía seis años?»
La Yugoslavia de Tito fue una dictadura europea de posguerra: un Estado socialista que, tras romper con Stalin en 1948, no se alineó del todo con Moscú ni con Occidente, sino que intentó trazar su propio camino en medio de la Guerra Fría. Josip Broz Tito, héroe partisano durante la ocupación nazi, se convirtió en un líder carismático y autoritario a la vez, capaz de mantener unido a un mosaico de pueblos, lenguas y religiones que más tarde, tras su muerte, se desangrarían en guerras civiles. En aquel contexto, ser enviado a Goli Otok equivalía a ser arrojado al corazón mismo de la represión ideológica. No era un campo de exterminio como los nazis, sino más bien un espacio de trabajos forzados, torturas y humillaciones diseñado para quebrar la voluntad del prisionero y forzarlo a la sumisión. Una isla rocosa, desierta y azotada por el viento, donde los «enemigos del pueblo» —muchas veces acusados sin pruebas— eran reducidos a una existencia en miseria, privada de toda dignidad. Más parecido a los gulags siberianos que a Auschwitz, Goli Otok simboliza ese rostro menos visible del socialismo europeo: la persecución interna, el castigo ejemplar, la máquina de triturar individuos en nombre de la ideología.
Conviene recordar que, antes de Tito y de Goli Otok, Yugoslavia en sí misma fue siempre un artificio político, un país inventado en la mesa de negociaciones de las potencias vencedoras de la Primera Guerra Mundial. De los despojos del Imperio austrohúngaro y del Imperio otomano surgió un nuevo Estado que agrupaba bajo un mismo nombre a pueblos de religiones distintas (ortodoxos, católicos, musulmanes), de culturas diversas y con pasados enfrentados. La lógica que lo sostenía era la del panslavismo: la idea de que todos los eslavos del sur podían formar una sola nación, aunque en realidad lo que compartían era, más que nada, la geografía y un vago parentesco lingüístico. Era un país arbitrario, de límites frágiles, difícil de gobernar y más aún de cohesionar, porque detrás de la fachada de unidad latían resentimientos históricos y aspiraciones nacionales incompatibles. No es casualidad que hoy Yugoslavia no exista: en su lugar están Croacia, Bosnia-Herzegovina, Serbia, Montenegro, Eslovenia, Macedonia del Norte y Kosovo. La violencia con que se desmembró en los años noventa fue la prueba más cruda de que aquella unión, forjada más por conveniencia diplomática que por voluntad popular, era insostenible.
Volviendo a los campos de trabajo forzados de la época de Tito, más allá de la retórica ideológica, lo que hacía de Goli Otok una experiencia insoportable eran los métodos de doblegamiento, de quebrantamiento. Por la isla pasaron entre dieciséis y treinta mil prisioneros políticos, y aunque no fue un campo de exterminio sistemático, las condiciones de hambre, trabajos forzados y violencia dejaron cientos de muertos y miles de vidas destrozadas. Lo más devastador no era el castigo físico, sino la dinámica perversa de obligar a los internos a humillarse mutuamente, a denunciarse entre sí, a participar en prácticas de autoinculpación que destruían cualquier lazo, por pequeño que fuera. Se trataba de un castigo que persistía más allá de la liberación: nadie salía de Goli Otok indemne, y la verdadera condena era aprender a vivir después de haber sobrevivido.
Grossman conoció a Eva Panić-Nahir en Israel, donde ella pasó sus últimos años de vida. La escuchó narrar su experiencia en entrevistas y documentales, y quedó impresionado no tanto por los hechos —ya de por sí estremecedores— como por la entereza con la que los relataba. Eva hablaba sin aspavientos, como si el sufrimiento fuera parte inseparable de su biografía y ya no le perteneciera del todo. Grossman comprendió que, si intentaba escribir su vida de manera fiel, caería en la tentación del testimonio, del documento histórico; pero lo que buscaba era otra cosa: un espacio de resonancia literaria donde esa historia pudiera interrogar no solo a quienes la vivieron, sino también a las generaciones que la heredan. Por eso eligió crear a Vera, un personaje que no replica la trayectoria exacta de Eva, sino que concentra en sí misma los dilemas éticos, la culpa y las contradicciones de una época.
La novela se construye a partir de un viaje: tres generaciones de mujeres reunidas para enfrentar el pasado silenciado que las atraviesa. Ese desplazamiento físico hacia los Balcanes es también un viaje hacia la memoria, una excavación dolorosa en la biografía de Vera que obliga a las otras dos, hija y nieta, a confrontar sus propias heridas. Grossman entrelaza así las voces y perspectivas de las tres, alternando la confesión íntima con el relato coral, y convierte la narración en una suerte de diálogo intergeneracional donde el pasado se transmite como una herencia malograda. La estructura no es lineal: se fragmenta entre recuerdos, cartas, testimonios y reflexiones, de modo que la historia avanza como lo hace la memoria misma, con saltos, omisiones y repeticiones. En ese juego narrativo, el eje no es tanto el acontecimiento histórico —la estancia de Vera en Goli Otok— como sus reverberaciones en el presente: el abandono de Nina, la incomprensión de Gili, la imposibilidad de vivir una vida plena sin la sombra de aquella traición forzada. La vida juega conmigo es, en ese sentido, menos una novela sobre el pasado que sobre sus ecos: sobre cómo el trauma se hereda, cómo las culpas se transfieren, cómo la memoria, incluso cuando se intenta ocultar, insiste en hacerse presente.
Los personajes de La vida juega conmigo son, en esencia, tres mujeres enfrentadas a un legado común pero vivido de manera radicalmente distinta. Vera, la superviviente, encarna la resistencia y la culpa: su vida ha sido definida por la elección imposible entre la lealtad política y el amor maternal, y esa fractura la convierte en un ser admirado y cuestionado al mismo tiempo. Nina, la hija, es la herida hecha persona: marcada por el abandono, incapaz de reconciliarse con la madre, vive con una rabia sorda que se traduce en inestabilidad afectiva y errancia vital. Gili, la nieta, pertenece ya a otra época, y aunque no cargó directamente con el trauma, lo recibe como una herencia invisible que se manifiesta en la incomprensión hacia la madre y la fascinación por la abuela. Grossman sitúa a estas tres mujeres en el centro, y deja a los hombres —maridos, amantes, padres— en un plano secundario, casi tangencial. No es casual: al hacerlo, subraya que el peso de la memoria y de la transmisión recae en lo femenino, en ese espacio donde la vida y la supervivencia se encarnan con mayor crudeza. Los hombres aparecen, pero no determinan; son presencias periféricas en un relato donde la verdadera batalla se libra en la intimidad de estas mujeres, allí donde la historia política se vuelve cicatriz personal.
Ahora bien, conviene aclarar que, pese a lo señalado anteriormente, La vida juega conmigo no es una novela feminista en el sentido programático de la palabra. Grossman no busca reivindicar un discurso de género ni erigir a sus protagonistas como banderas políticas, sino explorar la forma en que la memoria —y las heridas que arrastra— se transmiten de generación en generación. El hecho de que el centro narrativo lo ocupen mujeres responde menos a una intención ideológica que a una necesidad literaria: son ellas las portadoras del trauma, las que encarnan el legado del silencio y de la pérdida. La historia de Vera no es, además, un caso aislado: en su biografía se reflejan miles de vidas rotas por distintas formas de privación de libertad. No se trata únicamente de Goli Otok, sino de las gulags soviéticas, de los campos de exterminio nazis, y de tantas cárceles políticas que aún hoy existen bajo regímenes totalitarios cuya brutalidad no requiere ser nombrada porque su tiranía se exhibe sola, a plena luz mediática. La experiencia de Vera es una cicatriz que no pertenece solo a ella, sino a la memoria colectiva: una herida que nunca termina de cerrarse y cuyo dolor, inevitablemente, engendra más dolor.
En cuanto a su valoración literaria, La vida juega conmigo ocupa un lugar intermedio dentro de la trayectoria de David Grossman. No alcanza la hondura ni la perfección estructural de La vida entera, que puede considerarse su obra maestra, pero tampoco puede despacharse como una obra menor. Lo que sí deja en el lector es la sensación de que el tema daba para más, que Grossman pudo haber construido una obra monumental, de esas que rozan el millar de páginas y que aspiran a abarcar no solo un drama personal, sino toda una época. No lo hizo, y fue deliberado: prefirió la condensación, la sobriedad narrativa, la mirada íntima, aunque distante, antes que la panorámica total. No se trata de sostener la absurdez de que un libro es mejor por ser más extenso, pero tampoco es casual que muchas de las grandes catedrales de la literatura universal —En busca del tiempo perdido de Proust, Guerra y paz de Tolstói, Vida y destino de Vasili Grossman, Los miserables de Victor Hugo— sean largas y densas, como también lo son en la modernidad La broma infinita de David Foster Wallace o Las benévolas de Jonathan Littell. En comparación, la novela de Grossman se siente contenida, lúcida a pesar de sus vacíos, pero sin la ambición desbordada que el tema parecía permitir, lo que en ocasiones la hace parecer muy fría. El resultado es una obra más interesante que intensa, más significativa que entretenida, y que deja flotando la sospecha de lo que pudo haber sido.
La vida juega conmigo es una novela que merece leerse, aunque no es para todos. Quien espere melodramas, quiebres emocionales o grandes escenas de redención quedará decepcionado. Grossman escribe con el tono de los testimonios en los que se inspiró: una asunción del dolor como parte inseparable de la existencia, una aceptación de la fractura sin gestos teatrales ni exageraciones. Porque Grossman no es un cronista del sufrimiento, sino un novelista que convierte la memoria en una pregunta que nos interpela a todos: ¿cómo se vive con lo irreparable? La respuesta que ofrece no es consuelo, sino conciencia. La herida no se cura, no se olvida, no se transforma en algo redentor; simplemente se integra a la vida, como una cicatriz que acompaña cada gesto, cada relación, cada generación. Y en esa sobriedad, en esa negativa a embellecer lo insoportable, radica lo plausible de la novela. La vida no es menos por contener dolor ni más por albergarlo: es simplemente vida, con todo lo que tiene de pérdida, memoria y persistencia.
«Hay semillas a las que les basta con un solo granito de tierra para germinar.»
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