martes, 26 de agosto de 2025

SUMISIÓN de Michel Houellebecq

«Esa Europa que es la cumbre de la civilización humana se ha suicidado, en el espacio de unas décadas. Hubo en toda Europa movimientos anarquistas y nihilistas, llamamientos a la violencia y negación de toda ley moral. Y luego, unos años más tarde, todo acabó con esa locura injustificable de la Primera Guerra Mundial. Freud no se equivocó, tampoco Thomas Mann: si Francia y Alemania, las dos naciones más avanzadas, las más civilizadas del mundo, pudieron lanzarse a esa insensata carnicería, significa que Europa estaba muerta.»

Michel Houellebecq es un escritor, poeta y ensayista francés, conocido por su mirada crítica y provocadora sobre la sociedad contemporánea. Estudió agronomía en el Instituto Nacional de Agronomía de París-Grignon y comenzó su carrera literaria escribiendo poesía y ensayos, antes de alcanzar notoriedad internacional con su primera novela, Ampliación del campo de batalla, publicada en 1994. Su consagración llegó con Las partículas elementales, novela de 1998, una obra que disecciona con crudeza el desencanto posmoderno, el vacío existencial y la mercantilización de los vínculos humanos. A esta le siguieron títulos como Plataforma, Sumisión y Aniquilación, en los que combina análisis social, filosofía y ficción con un estilo austero, irónico y pesimista. Su obra ha sido objeto de polémicas y reconocimientos a partes iguales, siendo galardonado con el Premio Goncourt en 2010 por El mapa y el territorio. Actualmente es considerado una de las voces más controvertidas y lúcidas de la literatura francesa.

Europa, nos dice Eslava Galán en su libro La historia del mundo contada para escépticos, atraviesa una contradicción demográfica y cultural: recibe constantes oleadas migratorias de África y del mundo árabe, muchas de ellas de confesión islámica, que lejos de asimilarse a la cultura europea tienden a conservar —cuando no a ensalzar— sus propias costumbres, a menudo en abierta tensión con los valores liberales y progresistas del continente. Mientras tanto, la población autóctona envejece, tiene cada vez menos hijos y cede, casi sin advertirlo, un terreno que no se mide sólo en número de habitantes, sino en representación política y en poder de decisión. Una minoría en expansión primero demanda visibilidad y derechos, luego coloca a sus representantes, y llegado el momento, gobierna. Esta idea, que parece más un apunte demográfico que un argumento literario, es precisamente la que Michel Houellebecq lleva a la ficción en Sumisión, publicada en 2015, donde imagina una Francia gobernada por un partido islámico moderado. No lo plantea como ciencia ficción lejana, sino como una extrapolación de lo que ya está germinando en el presente, en ese choque silencioso entre el desgaste de la cultura europea y la pujanza de comunidades que crecen dentro de ella. No obstante, antes de continuar con la reseña, he aquí la sinopsis:

«Francia, en un futuro próximo. A las puertas de las elecciones presidenciales de 2022. Los partidos tradicionales se han hundido en las encuestas y Mohammed Ben Abbes, carismático líder de una nueva formación islamista moderada, derrota con el apoyo de los socialistas y de la derecha a la candidata del Frente Nacional en la segunda vuelta. François, un profesor universitario hastiado de la docencia y de su vida sexual, que a sus cuarenta años se había resignado a una vida aburrida pero sosegada, ve cómo la rápida transformación que sucede a la llegada del nuevo presidente al Elíseo altera la vida cotidiana de los franceses y le depara a él un inesperado futuro. Los judíos han emigrado a Israel, en las calles las mujeres han cambiado las faldas por conjuntos de blusas largas y pantalones, y algunos comercios han cerrado sus puertas o reorientado el negocio. Y la Sorbona es ahora una universidad islámica en la que los profesores conversos gozan de excelentes salarios y tienen derecho a la poligamia. Al igual que Huysmans, el escritor del siglo XIX convertido al catolicismo al que consagró su tesis, François sopesará pronunciar las palabras que le abrirán las puertas de la religión islámica y de una nueva vida: No hay más dios que Alá y Mahoma es su profeta.»

La realidad migratoria de Estados Unidos, tanto la pasada como la presente, responde a una lógica muy distinta a la que atraviesa Europa. Los migrantes latinoamericanos —mexicanos, centroamericanos, cubanos, colombianos, brasileños, y tantos otros— llegan a Estados Unidos movidos por la esperanza, por la promesa de oportunidades que en sus países se sienten truncadas. Trabajan, envían remesas, sostienen a sus familias a la distancia, y aunque conservan por un tiempo ciertas costumbres, terminan por integrarse en la cultura del país de acogida. Ellos y, sobre todo, sus hijos se convierten en estadounidenses, hablan inglés, defienden los valores y el proyecto nacional que los ha recibido, se convierten en republicanos o en demócratas. Lo mismo ocurrió a inicios del siglo XX con las grandes oleadas de europeos del este y del Mediterráneo: trajeron sus tradiciones, llenaron de acentos y sabores las ciudades de la costa este, las volvieron cosmopolitas, pero adoptaron finalmente la identidad estadounidense. Esa capacidad de integración, de fusión con la cultura anfitriona, contrasta de manera radical con lo que sucede en Europa, donde la crisis migratoria ha derivado no en asimilación, sino en comunidades paralelas que a menudo se mantienen distantes o incluso en abierta fricción con los valores locales.

Europa enfrenta hoy un dilema que no debería ser tal: la llegada constante de migrantes de Siria, Afganistán, Irak, Eritrea y buena parte de África, que buscan huir de la guerra, de la pobreza o de regímenes asfixiantes, ha puesto en cuestión no la capacidad de acogida, sino la forma en que esa acogida se entiende. Porque no puede ser la cultura europea la que ceda, ni los valores occidentales los que se relativicen en nombre de una tolerancia mal entendida. Es deber de quienes llegan adoptar la cultura del país que los recibe, respetar sus leyes, su historia y sus avances en materia de libertades individuales. El problema surge cuando, amparados en la libertad religiosa, algunos insisten en mantener prácticas que atentan contra esa misma libertad y contradicen los progresos que costaron siglos a Occidente. A diferencia de Estados Unidos, donde el migrante —latino, europeo en el pasado o asiático hoy— arriba con la esperanza de trabajar, prosperar y convertirse en parte del país que lo acoge, vivir el sueño americano, en Europa los recién llegados no siempre ven una tierra de oportunidades, sino un enclave al que llegar porque no tienen otro lugar adónde ir. Y lo grave es que muchos traen consigo la guerra de la que huyen, no como víctimas, sino como radicalizados de la facción derrotada, dispuestos a perpetuar en suelo europeo las fracturas que arruinaron sus propios países.

La polémica que rodea a Sumisión de Michel Houellebecq bien podría convertirla, en un futuro no tan lejano, en un libro prohibido, si la tendencia cultural y política que él mismo describe no se revierte. Y es que cuando los libros comienzan a censurarse, cuando una denuncia se convierte en escándalo mediático y se recurre a la etiqueta fácil de los ismos o de lo fóbico para arruinar una reputación, algo empieza a andar mal, muy mal. Que un musulmán se sienta ofendido por la novela puede ser comprensible, hasta legítimo en su sensibilidad; lo que resulta más inquietante es que un europeo progresista la repudie con igual vehemencia, sin advertir que los mismos derechos que lo mueven a censurar —la igualdad, la libertad de expresión, la laicidad— son justamente los que, en el escenario descrito, ese musulmán le negaría sin reparo. La paradoja se convierte entonces en ironía cruel: defender en nombre de la libertad lo que tarde o temprano conducirá a perderla.

En la Europa actual, resulta una contradicción palmaria que se pueda ridiculizar sin consecuencias a la Iglesia católica, degradar su liturgia, profanar la imagen de Cristo o incluso mofarse abiertamente de su credo, mientras que criticar al islam, o apenas insinuar una caricatura de Mahoma, constituye un riesgo de muerte, de que se cometa un atentado terrorista en alguna estación del metro o un parque. La paradoja es tan evidente como peligrosa: el ejercicio de la libertad de expresión se aplica con toda severidad hacia una religión envejecida y, sin embargo, se autocensura frente a otra cuya reacción es la amenaza, el atentado y la condena. Salman Rushdie lo encarna de manera trágica: por Los versos satánicos carga desde hace décadas con una sentencia de muerte, dictada por fanáticos que —en su gran mayoría— jamás leyeron una sola página de su novela. Esa es la esencia del radicalismo: juzgar y condenar desde la ignorancia, bastando el eco del dogma para imponer silencio a toda voz disidente.

Lo que le ha ocurrido a Europa en las últimas décadas no es únicamente un problema migratorio o cultural, sino el resultado de un trauma histórico que todavía no ha cicatrizado. Las dos Guerras Mundiales dejaron en su conciencia colectiva un sentimiento de culpa y de fracaso civilizatorio tan profundo, que toda afirmación de identidad nacional o cultural parece hoy sospechosa de desembocar en fascismo. La herida del nazismo, la sombra del franquismo, del salazarismo, del colaboracionismo de Vichy, todo ello convirtió a las élites europeas en guardianes de un discurso donde el único antídoto contra el pasado autoritario es la permisividad absoluta. A ese peso se suman las divisiones internas entre países y regiones, que hacen difícil una postura firme y común. El resultado es una Europa que prefiere mostrarse indulgente, incluso con quienes niegan los valores que la sostienen, antes que arriesgarse a parecer intolerante. En su afán por expiar la culpa de la barbarie del siglo XX, la política europea ha caído en una especie de rendición preventiva: se renuncia a defender su tradición cultural y sus libertades como si hacerlo fuera repetir los horrores del pasado, cuando en realidad es lo único que podría preservarlas.

Cuando tomé Sumisión pensé que sería una novela más de corte político, un relato sobre cómo las sutilezas del poder —esas alianzas forjadas en la penumbra, esas traiciones estratégicas, esos acuerdos de última hora que nunca salen en los periódicos pero que definen la política real— terminan configurando un gobierno que, aunque nacido en la sombra, se legitima bajo la luz democrática. Pero no, Sumisión no va de eso. Y no es que la sinopsis engañe, en realidad somos nosotros los lectores quienes nos creamos las expectativas, quienes creemos que el relato se desarrollará por los cauces habituales de la novela política, cuando en esencia Houellebecq ha escrito otra cosa. Lo que seguimos no es la transformación de Francia como proceso político narrado en primera línea, sino la vida de François, un profesor universitario de mediana edad, solitario, melancólico y nihilista, cuyo mayor logro —convertido en una gloria pasada— es haber dedicado su tesis doctoral a un escritor olvidado del siglo XIX. François, aunque protagonista, no impulsa la historia: es más bien arrastrado por ella, como todos los demás personajes, salvo aquellos que se mencionan de refilón en el trasfondo político, como Mohammed Ben Abbes. El resto simplemente observa, contempla los cambios que primero parecen sutiles y luego se hacen cada vez más evidentes, hasta que, casi sin advertirlo, Francia se ha convertido en un Estado islámico. Nadie opone resistencia, nadie se levanta, nadie lucha. El lector tiene la sensación de estar frente a un país entero que se deja llevar, como una rana que es colocada en una olla de agua tibia y que, al subir lentamente la temperatura, no percibe el peligro hasta que es demasiado tarde y ya está cocinada. Esa metáfora es, quizá, la esencia de la novela: la rendición no ocurre con estrépito, sino en silencio, gradualmente, hasta que la sumisión se convierte en destino consumado.

François, en el fondo, no es un personaje excepcional, sino un espejo deliberado de la mayoría de los franceses que Houellebecq retrata con bastante precisión: tiene 43 años, una vida rutinaria marcada por la docencia universitaria que ya no le motiva, una sexualidad abierta pero sin compromiso, y un estado de hastío que se confunde con apatía. Se queja, ironiza, se siente desencantado, pero nunca hace nada. Y en esa pasividad se encarna el espíritu de toda una sociedad que mira el derrumbe de sus instituciones como si fuese un espectáculo más, algo que ocurre en un plano paralelo pero que no merece la incomodidad de una reacción. François no lucha, no se indigna, no organiza nada, apenas se deja arrastrar por la corriente de los acontecimientos, igual que los ciudadanos que observa a su alrededor, quienes aceptan progresivamente la victoria del islam político con la misma resignación con que aceptan el alza de los impuestos o la decadencia de los servicios públicos. Lo inquietante es que Houellebecq no nos muestra a un individuo aislado, sino a un arquetipo: un hombre sin convicciones, incapaz de defender nada, que termina adaptándose a cualquier circunstancia con tal de preservar una ilusión de comodidad. François no es un héroe derrotado; es peor que eso: es el retrato de una sociedad que renunció a ser protagonista de su destino y se resignó a vivir en la tibieza, hasta que la tibieza se convirtió en sumisión.

Houellebecq, con la figura de François, construye mucho más que un personaje: edifica una metáfora de la decadencia de Occidente. El profesor no es únicamente un individuo sin rumbo, es el símbolo de un continente que se acostumbró al vacío de sentido, que cambió las convicciones por el escepticismo y la lucha por la indiferencia. Si en otras épocas Europa fue el crisol de las ideas, de las revoluciones, de la fe y de la ciencia, hoy aparece como un espacio agotado, satisfecho de sus logros pasados, incapaz de producir un proyecto vital que dé cohesión a su sociedad. François es nihilista no porque haya elegido serlo, sino porque el entorno cultural en que vive ya no ofrece nada a lo cual aferrarse: ni la política, ni la religión, ni la universidad, ni el amor. Esa desilusión generalizada, que Houellebecq plasma en un protagonista que se deja llevar por los hechos sin resistencia, es el diagnóstico de una civilización que ha perdido la voluntad de afirmarse a sí misma. En este sentido, Sumisión no es solo una sátira sobre Francia y su política, sino un alegato sombrío sobre lo que ocurre cuando Occidente renuncia a sus valores y se repliega en la apatía: deja de ser un actor histórico para convertirse en un espectador, alguien que mira cómo lo inevitable se consuma sin tener ya fuerza ni deseo para impedirlo.

Lo más perturbador de Sumisión es que Houellebecq sugiere que incluso la rendición puede presentarse como un refugio confortable frente al vacío existencial, una salida menos dolorosa que la resistencia, porque resistir exige convicciones, mientras que someterse apenas demanda inercia. Y ese fenómeno no es nuevo en la historia: basta recordar a la Alemania de los años veinte, quizá la nación más brillante de su tiempo, un país que reunía a los mejores científicos, a los escritores más influyentes, a músicos que aún hoy son referentes universales, un país donde la cultura, la filosofía y las artes alcanzaban un esplendor sin parangón. Y, sin embargo, con toda esa inteligencia, erudición y genio colectivo, Alemania cayó en la fiebre del nacionalismo, del nazismo. Seguramente no todos los alemanes lo abrazaron con entusiasmo, pero la mayoría se limitó a no oponerse, a contemplar el ascenso de la barbarie desde la comodidad de sus despachos y de sus casas, hasta que la tragedia se volvió irreversible y vieron a sus hijos marchar a la guerra, sus ciudades bombardeadas, sus mujeres violadas, su país partido por la cortina de hierro. En Sumisión, François no es un obrero despolitizado ni un joven sin instrucción, es un profesor universitario, un académico de carrera, rodeado de otros profesionales que comparten la misma apatía: todos saben, todos entienden lo que ocurre, todos tienen la formación intelectual para anticipar las consecuencias, y aun así ninguno hace nada. La novela revela que la pasividad no es patrimonio de los ignorantes, sino que puede anidar también en los círculos académicos y cultos, allí donde cabría esperar lucidez y liderazgo. Houellebecq, con esa ironía desesperanzada que lo caracteriza, muestra que no se necesita brutalidad para imponer la sumisión; basta con una sociedad cansada, satisfecha de su pasado, carente de propósito, que se deja arrastrar porque ya no cree en sí misma.

La advertencia de Houellebecq no es mera ficción, sino la proyección de síntomas que ya resultan visibles en la Europa de hoy. Francia, que alguna vez fue el corazón de la Ilustración y la cuna de la modernidad política, es también el país donde más claramente se manifiestan comunidades musulmanas herméticas, cerradas sobre sí mismas, que no buscan integrarse sino reproducir sus propios códigos en paralelo al orden republicano. Barrios enteros se han convertido en espacios donde la autoridad del Estado apenas se ejerce y donde rige, de facto, la norma comunitaria. A ello se suman protestas masivas en nombre de la religión, marchas que no apelan a la convivencia, sino a la imposición de una visión del mundo. Incluso existen testimonios de musulmanes radicalizados que proclaman abiertamente que «Francia será de Alá», una consigna que, aunque minoritaria, encuentra eco en quienes no solo rehúsan integrarse, sino que desprecian los valores laicos y democráticos que hicieron grande a Europa. La novela de Houellebecq amplifica estas tensiones para mostrar lo que sucede cuando una sociedad debilitada, marcada por la culpa histórica y por la fatiga cultural, renuncia a defenderse y permite que la sumisión se presente como una alternativa viable. Lo inquietante es que, como en la Alemania de los años veinte, no se trata de ignorancia ni de pobreza de espíritu: se trata de una parálisis colectiva, de una indiferencia que brota del cansancio y que convierte la capitulación en destino. 

Desde un punto de vista técnico, Sumisión confirma las constantes del estilo de Houellebecq: un tono sobrio, desencantado y en ocasiones cínico, que oscila entre la observación sociológica y la confesión personal. La narración está sostenida por un narrador en tercera persona focalizado en François, cuya voz se aleja de la precisión académica de un profesor universitario y se centra más en el tedio existencial de quien ha renunciado a encontrar sentido en su vida, sin propósito. La prosa es deliberadamente plana, sin artificios ni ornamentación excesiva, lo que contribuye a transmitir la monotonía vital del protagonista y, al mismo tiempo, a resaltar con mayor crudeza los momentos en que irrumpe la ironía o la provocación. Houellebecq no recurre a experimentos formales ni a juegos posmodernos; su técnica es la de la claridad, la de una exposición directa de los hechos y pensamientos, lo cual genera un contraste entre el estilo despojado y el trasfondo corrosivo de lo narrado. En Sumisión no encontramos grandes descripciones líricas ni personajes que brillen por su vitalidad, sino un lenguaje que parece diseñado para enfatizar la inercia y el vacío. Esa austeridad estilística no es un defecto, sino un recurso narrativo que potencia el efecto global: el lector percibe la sumisión no solo como tema, sino también como atmósfera, como una experiencia de lectura que, en su misma frialdad, refleja el desgaste espiritual de Occidente.

En definitiva, Sumisión no es una novela política en el sentido convencional, sino una radiografía de nuestra fragilidad cultural y de la facilidad con la que las sociedades más orgullosas de su pasado pueden resignarse a perderlo todo. Houellebecq no describe una conquista armada ni una revolución violenta, sino algo más insidioso: la lenta evaporación de una civilización que dejó de creer en sí misma. Lo que la novela plantea no es solo una distopía francesa, sino una advertencia europea, acaso occidental: que el vacío espiritual, la culpa histórica y la indiferencia social son el terreno más fértil para cualquier forma de sumisión. Y lo más perturbador es que, al terminar el libro, el lector no puede sacudirse la sospecha de que lo narrado no pertenece al futuro, sino al presente; que ya estamos en esa olla de agua tibia donde la temperatura sube sin que nadie reaccione. 

Houellebecq nos recuerda que los derrumbes no se anuncian con estrépito, sino que avanzan en silencio, paso a paso, hasta que un día despiertas y tu país ya no es tuyo. No nos ofrece consuelo ni esperanza: nos recuerda, con la crudeza de un diagnóstico filosófico, que la libertad nunca muere con un grito, sino con un silencio.

Para concluir, unas líneas que vale la pena volver a leer:

«Sólo la literatura permite entrar en contacto con el espíritu de un muerto, de manera más directa, más completa y más profunda, por duradera que sea una amistad, uno nunca se entrega en una conversación tan completamente como lo hace frente a una hoja en blanco, dirigiéndose a un destinatario desconocido. Por supuesto, tratándose de literatura, la belleza del estilo y la musicalidad de las frases tienen su importancia; no cabe desdeñar la profundidad de la reflexión del autor ni la originalidad de sus pensamientos; pero ante todo un autor es un ser humano, presente en sus libros, y en definitiva poco importa que escriba muy bien o muy mal, lo esencial es que escriba y que esté, efectivamente, presente en sus libros.» 

«Es la sumisión. La idea asombrosa y simple, jamás expresada hasta entonces con esa fuerza, de que la cumbre de la felicidad humana reside en la sumisión más absoluta.»


1 comentario:

  1. Sumisión metafóricamente la representaría, cuando la presa fue superada en número por su depredador solo espera a que sea devorará.

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