«La gente es incapaz de interpretar los datos de las máquinas.»
Muchas películas de ciencia ficción han sido filmadas basadas en los libros de Crichton; y cómo no, Crichton era de esos escritores que se devoraban libros, revistas y publicaciones de ciencias puras para buscar el telón de fondo perfecto para un thriller trepidante. En ocasiones acertaba con la fórmula para mantenernos en vilo de pasta a pasta; en otras, las cosas no resultaban tan bien y terminaba por aburrirnos un poco entre capítulos donde no pasaba nada más que las necesarias explicaciones para entender la trama. El Hombre Terminal tiene un poco de ambas facetas, aunque esto probablemente se deba a que el tiempo ha castigado la percepción del autor sobre el futuro de la tecnología.
Crichton ha escrito historias fascinantes como Parque Jurásico, que de sus novelas ha sido la más célebre –aunque también debe dársele bastante crédito a Spielberg, porque sin su talento como director tampoco la historia hubiese despegado de la forma como lo hizo, por todo lo grande, haciendo un parteaguas en la industria hollywoodense–. Otras obras del autor que también fueron llevadas a la gran pantalla fueron Sol Naciente, Acoso, Congo, Twister, Esfera, El Guerrero Número Trece (originalmente llamada Devoradores de Cadáveres), El Mundo Perdido (más conocida como Jurassic Park II), y por supuesto, el Hombre Terminal. Probablemente hayáis visto más de alguno de estos filmes que no serán de esas joyas cinematográficas que dejan una huella en el séptimo arte –excepto Jurassic Park–, pero son propuestas que cumplen con el fin último del cine, la entretención, y que además tienen por allí una que otra cosilla interesante que nos merece la pena y atención.
La mayoría de las obras de Crichton, principalmente aquellas donde los avances científicos y tecnológicos son los que dan pie a las historias, tienen como común denominador las consideraciones éticas de la aplicación de la ciencia. El autor buscar con ello aportar una reflexión filosófica sobre el progreso del ser humano donde debieran existir ciertos límites o umbrales que, a su vez, no debieran ser traspasados sin contar con la madurez como especie y la preparación cognitiva para lidiar con las consecuencias. Puede que Crichton haya sido un tanto paranoico por los grandes avances de la humanidad a finales del Siglo XX, o simplemente descubrió un filón inspirativo en la paranoia colectiva y la fobia instintiva al cambio. El escritor literalmente demoniza los experimentos y progresos de la ciencia aplicada al crear personajes que por avaricia o ambición abandonan toda moral y no solo juegan a ser Dios, sino que crean, sin que esa sea su intención, el mismo Infierno.
El Hombre Terminal es una novela que trata sobre avances médicos basados en tecnología, donde la trama deja en segundo plano las implicaciones éticas de su aplicación. Fue publicada en 1971 cuando apenas empezaban a surgir los computadores –aquellos armatostes monstruosos que ocupaban habitaciones completas y que costaban millones de dólares–. En sus páginas se cuenta la historia de un ingeniero en sistemas, un especialista en computadoras, que tuvo un accidente y que a partir del mismo desarrolló un padecimiento poco usual, epilepsia psicomotora. Cada vez que tenía un ataque se volvía sumamente agresivo y violento, perdía el control al extremo de poder lastimar y matar a alguien. Para agregarle sal y pimienta al relato, esta persona era un genio con un IQ de 141 y además mantenía un pensamiento paranoico constante, creía firmemente en la rebelión y control de las máquinas sobre la humanidad en un futuro no muy lejano. Estaba convencido de que las computadoras se volverían cada vez más inteligentes y autónomas, que empezarían a controlar el funcionamiento de toda máquina sobre la tierra. Esto viene pareciéndose un poco al argumento que maneja la saga The Terminator y Matrix, pero es importante indicar que Crichton escribió esto entre 1968 y 1970, muchos años, incluso más de una década antes de que la primera de esas ideas cuajara en algo potable en el cine. Regresando a la trama, un grupo de doctores crea tecnología experimental en la cual, insertando electrodos en el cerebro del individuo, pueden suprimir los ataques epilépticos. Estos electrodos son controlados por una minicomputadora. De allí que el libro se llama El Hombre Terminal, porque la conclusión es que el hombre se vuelve una terminal del computador instalado en su cerebro. Así que la historia contada se ufana de ironía y una hiperbólica conceptuación de los procesadores.
Con apenas cincuenta años de diferencia, la época en la que fue escrita esta novela era distinta. Prácticamente las computadoras que existían en el mundo podían contarse e inventariarse en un solo folio. La idea de que existiera una en cada hogar era impensable por el costo astronómico, sin mencionar lo risible que hubiese sido entonces cargar una computadora en el bolsillo –nuestro celular–, y no hablemos del internet, la conectividad de las cosas y la inteligencia artificial que asustarían a Crichton si estuviera vivo. El concepto de computadora personal ni siquiera existía en los sueños de Steve Jobs –que no tendría ni quince años de vida–. Francamente los tecnothrillers no envejecen bien y a menos que el autor tenga una bola de cristal o sea un profeta, lo que nos queda es un argumento en sepia y sensación vintage.
Entre los grandes avances médicos que han salvado cientos de miles de vidas se encuentra el marcapasos, que probablemente tenga más de cien años de estarse desarrollando y perfeccionando. En los años que fue escrito El Hombre Terminal ya se realizaban esas cirugías. Si un aparato con funciones simples de enviar una descarga eléctrica ante las variaciones del ritmo cardíaco era una realidad ¿por qué no uno conectado al cerebro, pero mucho más complejo? Realmente Crichton tenía bibliografía médica y tecnológica suficiente para trabajar y plantear sus teorías, pero ambos campos corren más rápido de lo que imaginaba, tan solo cinco años después de la publicación del libro, IBM estaba lanzando su primera computadora personal y en 1976 Steve Jobs estaba presentando la Apple I.
El Hombre Terminal no es un mal libro, pero tampoco es una obra para alabarla, tiene una estructura lineal, bastante básica, personajes muy planos con motivaciones poco creíbles, realmente muchos de ellos prescindibles del todo. Crichton se luciría de mejor manera en historias posteriores, aunque nunca abandonaría el recurso de disponer del personaje sabelotodo necesario para contar la trama al lector y hacer que la historia avance. Por otra parte, si hubiese leído este libro hace veinte años, mi comentario hubiese sido muy distinto –dos décadas atrás la película The Matrix era la tendencia–. La tecnología tampoco había avanzado hasta los extremos de hoy en día, y nada de eso ha desatado un apocalipsis organizado por las máquinas. La filosofía de los argumentos en estos casos debe primar sobre la ciencia y tecnología per se, no pueden abordarse de una forma tan breve, superficial y hasta inocua, por ejemplo, hubiese preferido que dedicara menos páginas sobre la descripción de computadoras con palabras bastantes técnicas –ahora completamente obsoleto–, y darles mayor profundidad a los pensamientos del paciente y su paranoia, o mejor aún, dotar a uno de los personajes de una posición más crítica y reflexiva sobre la ética y nuestro papel como especie.
De la parte científica, lo que más me llamó la atención del libro fue el teorema de Goedel, que consiste en que ningún sistema puede explicarse a sí mismo, y ninguna máquina puede entender su propio mecanismo; y esto puede expandirse al cerebro humano, por lo que de forma concluyente, ningún humano podría conocer jamás las capacidades, horizontes y límites de su propio cerebro; cuando mucho podría comprender el cerebro de una rana o de un chimpancé si se quiere, pero se necesitaría de una inteligencia superior, no humana para conocer a la perfección el cerebro humano. Bastante interesante la teoría, pero no estoy de acuerdo, porque de igual manera, podría alguien haber concluido en la edad media que la viruela era incurable, o bien, que nadie podría construir algo más alto que las pirámides de Egipto.
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