lunes, 15 de junio de 2020

EL SEÑOR PRESIDENTE de Miguel Ángel Asturias


«Comidos y con el dinero bajo siete nudos en un pañuelo atado al ombligo, se tiraban al suelo y caían en sueños agitados, tristes; pesadillas por las que veían desfilar cerca de sus ojos cerdos con hambre, mujeres flacas, perros quebrados, ruedas de carruajes y fantasmas de Padres que entraban a la Catedral en orden de sepultura, procedidos por una tenia de luna crucificada en tibias heladas. A veces, en lo mejor del sueño, les despertaban los gritos de un idiota que se sentía perdido en la Plaza de Armas. A veces, los pasos de una patrulla que a golpes arrastraba a un prisionero político, seguido de mujeres que limpiaban las huellas de sangre con los pañuelos empapados en llanto. A veces, los ronquidos de un valetudinario tiñoso o la respiración de una sordomuda encinta que lloraba de miedo porque sentía un hijo en las entrañas. Pero el grito del idiota era el más triste. Partía el cielo. Era un grito largo, sonsacado, sin acento humano.»
El Señor Presidente es una obra cumbre tanto de Miguel Ángel Asturias como de la literatura guatemalteca. Basta con leer el fragmento que he extraído de la novela para quedarnos tan perplejos como maravillados. Jamás el lirismo se hizo tan profundo, sutil y quimérico al mismo tiempo.

Cuando leí por primera vez El Señor Presidente era un adolescente y lo hice por obligación, era parte de las tareas de la clase de «idioma español». En aquellos tempranos momentos no me gustó, no la entendí. No era el momento y tampoco el tipo de libro apropiado para comenzar ese gusto por la literatura. No es una obra fácil de leer, exige demasiado del lector, pero esa es la naturaleza del estilo de Miguel Ángel Asturias, una fórmula que rivaliza con cualquier escritor europeo y que es difícil de clasificar. Contiene muchos recursos narrativos utilizados magistralmente para brindar al lector imágenes tan brillantes como oscuras. Onomatopeyas, anáforas, aliteraciones, metáforas, hipérboles, oxímoron y otras figuras retóricas están por doquier. La estructura va a saltos, con elipsis, y cada personaje aporta una perspectiva diferente. Lo anterior, sumado al basto lenguaje y con muchos modismos guatemaltecos de principios del Siglo XX, convierte este libro en un verdadero reto, por lo que se agradece bastante ese glosario al final.

Miguel Ángel Asturias comenzó esta novela como un relato breve, acerca de los mendigos en el Portal del Señor que era un edificio histórico colonial, justo en el centro de la ciudad y de toda Guatemala, cuya construcción fue concluida en 1781 y por los daños recibido de los terremotos y por haberse convertido en un pasillo de miseria llevaron a ordenar su demolición en 1917. Otro edificio igual de emblemático e importante para Guatemala ocupó ese espacio en 1939, el Palacio Nacional de la Cultura. Los mendigos en la ciudad de Guatemala a principios de siglo desnudaban la crudeza y vileza de la vida política y su deplorable impacto en la sociedad. La miseria y su tristeza era un contraste, a pocos metros se encontraba la aristocracia clasista y racista y los militares al servicio de la dictadura. 

El Señor Presidente está inspirada en el dictador Manuel Estrada Cabrera. La obra no menciona su nombre, aunque si sus rasgos, además que el período donde se desarrolla la historia coincide. Este oscuro personaje es el epítome de un dictador corrompido por el poder, endiosado como esos emperadores romanos que esperaban culto a su divinidad. Llega a la presidencia tras la muerte de su predecesor y se mantiene interino hasta ganar las elecciones, lo cual consiguió hasta en cuatro ocasiones de forma fraudulenta hasta su derrocamiento en 1922. Durante más de veinte años Manuel Estrada Cabrera hizo de la República su feudo.
«La farsa corona la infamia.» 
El relato de los mendigos se había terminado de escribir en 1922, luego evolucionó a novela en 1925, pero no fue hasta diciembre de 1932, en Paris, cuando finalmente fue publicada. Esta novela también fue la que inauguró un nuevo subgénero literario en Latinoamérica, el de las novelas del dictador. Porque algo que tenemos todos los que vivimos en un país hispanohablante es que hemos estado en algún momento de la historia –o en varios, porque no aprendemos–, bajo la férula de un dictador. Este subgénero ha dado verdaderas joyas como Yo el Supremo de Augusto Roa Bastos, El otoño del Patriarca de Gabriel García Márquez, La fiesta del Chivo de Mario Vargas Llosa, por mencionar algunos. Y aunque la obra de Miguel Ángel Asturias calza mejor dentro del surrealismo literario, también se le ha considerado con frecuencia precursora del realismo mágico. Personalmente no me fue posible apreciar el realismo mágico per se dentro de esta novela, algunos elementos sobrenaturales que son parte de nuestro folklore están entre las páginas, pero su inclusión viene con la inercia del lirismo narrativo que roza lo onírico que como parte de una realidad de sus personajes.
«¡En el ojo de la llave del cielo
cabrías bien, porque fue el cerrajero,
cuando nacías, a sacar con nieve
la forma de tu cuerpo en un lucero!» 
En 1967 Miguel Ángel Asturias recibió el Premio Nobel de Literatura y junto con el éxito mundial de Cien años de soledad de Gabriel García Márquez comenzó la notoriedad de los escritores latinos y sus aportaciones a la literatura universal. Dio comienzo a lo que se conoce como el boom latinoamericano. Además de Asturias y García Márquez, otros escritores que destacaron para incluirse dentro de ese movimiento fueron el argentino Julio Cortázar, el mexicano Carlos Fuentes, y el peruano Mario Vargas Llosa.
«Un inocente a mal con el Gobierno, es peor que si fuera culpable.» 
La novela retrata un clima político donde un dictador veía conspiradores, revolucionarios y enemigos hasta en la sopa de su almuerzo. Era muy delicado y peligroso estar demasiado cerca o estar muy lejos de él. Una palabra sacada de su contexto, sea a accidental o a propósito, podría mal interpretarse y tomarse como una ofensa. Un mendigo a quien apodaban Pelele, que además era idiota, mató a un coronel, José Parrales Sonriente, quien previamente lo había azuzado diciendo la palabra que al mendigo más horrorizaba: madre. Era inconcebible que un coronel muy querido por el Presidente muriera de una manera tan absurda, lo más seguro era que se tratara de un crimen político perpetrado por los enemigos de la patria. Los mendigos, testigos del Portal del Señor, fueron arrestados y torturados hasta que dijeron lo que las autoridades querían, uno de ellos, un ciego, incluso fue torturado hasta la muerte. El general Eusebio Canales y el licenciado Abel Carvajal fueron los señalados de haber matado al coronel. Pero no solamente a ellos les cambió la vida a muerte, otros personajes que tuvieron mayor protagonismos se vieron envueltos en una tragedia que no buscaban, como la hija del general, Camila; el policía judicial Lucio Vásquez; los jóvenes Genaro Rodas, un desempleado, y su esposa Fedina, una mujer ilusionada por tener una madrina para su hijo y que terminó perdiendo hasta el espíritu; pero nada se compararía con el entrañable personaje Miguel Cara de Ángel que era bello y malo como satán, una persona muy cercana e íntima del presidente, quien tiene el arco argumental más amplio y complejo, y de quien más el relato nos causa un nudo en la garganta.

La novela tiene escenas sumamente crudas que helan la sangre. A pesar de toda la prosa y esa forma tan orlada y hermosa de urdir las palabras, existen momentos completamente asfixiantes en los que como lectores debemos detenernos y contener el estómago porque el nivel de maldad llega a extremos irreconocibles, completamente inhumanos. 

El Señor Presidente es una novela brillante, pero al mismo tiempo gris y oscura. Y como el grito del idiota, parte el cielo, porque todo en ella es un lamento largo, alterado, casi inhumano. 
«Ser militar para mantener en el mando a una casta de ladrones, explotadores y vendepatrias endiosados es mucho más triste, por infame, que morirse de hambre en el ostracismo.» 

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