«¿Cómo explicar que a la gente que conocía de toda la vida –gente a la que respetaba, a la que quería– se había convertido en una turba? Se dijo a sí misma: podría haberme hecho una idea más clara si hubiera estado allí desde el principio y hubiese visto cómo empezó, pero eso no era más que pura racionalización, la negativa a enfrentarse a esa fiera desmandada y descerebrada que puede surgir cuando se provoca a un grupo de gente asustada. Había visto fieras así en las noticias de la televisión, normalmente en otros países. Jamás había esperado verlo en su propio pueblo.»
El manuscrito de La Cúpula comenzó a escribirse en 1976. Cuando Stephen King había llegado a la página setenta y cinco se detuvo. No estaba del todo satisfecho y prefirió ordenar sus ideas. Desde el comienzo sabía que sería una novela de una gran extensión y con muchos personajes, pero ese no era el problema, era el escenario. Encerrar y aislar a un pueblo era lo que creaba un reto más allá de lo imaginado. Harían falta tres décadas para que la idea surgiera con nuevos brillos y se convirtiera en una novela digna del canon de lo más destacable del autor. De esas setenta y cinco páginas iniciales apenas rescató las primeras cuatro, el capítulo del accidente de la avioneta y el de la mutilación de la marmota.