lunes, 12 de agosto de 2024

LA INVENCIÓN DE MOREL de Adolfo Bioy Casares

«Acostumbrado a ver una vida que se repite, encuentro la mía irreparablemente casual. Los propósitos de enmienda son vanos: yo no tengo próxima vez, cada momento es único, distinto, y muchos se pierden en los descuidos. Es cierto que para las imágenes tampoco hay próxima vez (todas son iguales a la primera).»

Adolfo Bioy Casares fue un destacado escritor argentino nacido en Buenos Aires en 1914. Proveniente de una familia acomodada, desde joven se inclinó por la literatura. Aunque inició estudios en Derecho y Filosofía y Letras en la Universidad de Buenos Aires, no los concluyó, optando por dedicarse a la gestión del rancho familiar. Su carrera literaria despegó en la década de 1930, y en 1940 publicó su obra más famosa, La invención de Morel, un hito en la literatura fantástica y de ciencia ficción argentina. Bioy Casares colaboró frecuentemente con Jorge Luis Borges, publicando antologías y escribiendo bajo pseudónimos como H. Bustos Domecq. Entre sus obras más notables se encuentran El sueño de los héroes y Diario de la guerra del cerdo. En 1991, fue galardonado con el Premio Miguel de Cervantes, subrayando su posición como uno de los autores más importantes de la literatura en español. Falleció en 1999, dejando un legado literario significativo y una influencia perdurable en la narrativa argentina.

Jorge Luis Borges calificó La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares como una obra «perfecta», un elogio que refleja su profundo respeto por la precisión y la estructura narrativa impecable que define al relato. Borges, tras discutir con Bioy «los pormenores de su trama» y releer la novela, afirmó sin reservas: «no me parece una imprecisión o una hipérbole calificarla de perfecta». Y Borges, cabe resaltar, no utilizaba el término «perfección» con ligereza, y quizá llamó «perfectas» a una o dos obras literarias más. Este juicio se basa en la minuciosa construcción de la historia, donde cada elemento está calculado y se interconecta de manera que la trama se cierra sin fisuras. Además, la perfección que Borges reconoce también radica en la capacidad de Bioy Casares para abordar temas filosóficos complejos—como la inmortalidad, la percepción de la realidad y el tiempo—de manera accesible y provocadora. Inspirada en parte por el cine y las innovaciones tecnológicas de su época, la novela explora nuevas formas de narrar. A pesar de su brevedad, la obra es rica en significados y culmina en un desenlace que sorprende por su lógica interna y su inevitable resolución, lo que reafirma, según Borges, la maestría de Bioy Casares en la creación de un universo literario único. 

Bajo la sombra de la reseña y opinión de Borges, que orla la contraportada del propio libro, ¿qué podría decir yo, un simple lector, sobre esta obra de Bioy Casares? Sin embargo, debo intentarlo, aunque antes, para contextualizar de qué trata la historia, he aquí la sinopsis:

«Un fugitivo llega a una isla desierta, buscando refugio de sus perseguidores. Al explorar la isla, descubre una misteriosa estructura habitada por un grupo de personas que parecen ignorar su presencia. Intrigado y desconcertado por su comportamiento, el fugitivo comienza a investigar, intentando desentrañar los secretos que esconde la isla y el enigmático científico responsable de la construcción. A medida que avanza, se ve envuelto en un misterio cada vez más inquietante.»

Previo a la lectura de La invención de Morel de Adolfo Bioy Casares, mis expectativas, aunque elevadas por la calificación de Borges, no alcanzaban la altura que suelen acompañar a las grandes obras, que tendemos a asociar con una extensión considerable, como Crimen y castigo de Fiódor Dostoyevski, Ulises de James Joyce, o En busca del tiempo perdido de Marcel Proust. Estas son novelas que, por su tamaño monumental, a menudo vinculamos con la idea de «gran literatura». Sin embargo, al reflexionar, me di cuenta de que esta es una percepción estereotipada. La grandeza de una obra no reside en su extensión, sino en su capacidad para resonar profundamente en el lector, independientemente de su longitud. Existen ejemplos claros de obras breves que han dejado una huella imborrable en el canon occidental, como La metamorfosis de Franz Kafka, El extranjero de Albert Camus, o La náusea de Jean-Paul Sartre. Si miramos hacia la literatura en español, encontramos joyas igualmente breves pero impactantes, como La familia de Pascual Duarte de Camilo José Cela, El túnel de Ernesto Sabato, y Réquiem por un campesino español de Ramón J. Sender. Estas obras demuestran que la extensión no determina ni la importancia ni la maestría de un texto; es simplemente una característica más. Algunas historias necesitan mil páginas para desarrollarse, mientras que otras logran una perfección absoluta en menos de doscientas o quizá trescientas. La invención de Morel es una de estas obras completas, sin palabras de más ni de menos, que se despliega con una precisión narrativa impecable, logrando tocar fibras muy profundas en el lector.

Al comenzar a leer La invención de Morel, me resultó inevitable recordar la historia del náufrago Robinson Crusoe, creada por Daniel Defoe. Este eco literario pronto trajo a mi memoria otras historias de náufragos y aventuras en islas desiertas, como La narración de Arthur Gordon Pym de Edgar Allan Poe, La isla misteriosa de Julio Verne, e incluso Los viajes de Gulliver de Jonathan Swift. Es curioso cómo todas estas historias, que conforman gran parte del canon literario occidental, parecen desprenderse de un origen común: Homero y su Odisea, que es, en esencia, la madre de todas las historias de islas extrañas y misteriosas, ya sean descubiertas por náufragos, fugitivos o protagonistas perdidos. Con La invención de Morel, Adolfo Bioy Casares no solo retoma este legado literario, sino que lo reinventa, remontando su exploración e inspiración a las mismas bases de la literatura universal, creando una obra que dialoga con las grandes narrativas del pasado mientras traza su propio camino en la tradición literaria con la contextualización del despertar siglo XX.

Cuando Adolfo Bioy Casares escribió La invención de Morel, el cine estaba en plena expansión, convirtiéndose en una de las formas de entretenimiento más revolucionarias de la época, hoy en día se dice que está en decadencia, pero eso es otra historia. A diferencia del teatro, que había sido el medio de expresión escénica predominante durante siglos, donde cada función, aunque basada en el mismo texto, variaba ligeramente en su ejecución —con actores que interpretan sus papeles de manera diferente, improvisaciones en el diálogo, o cambios en el elenco— el cine ofrecía una experiencia repetible y uniforme. Una película, una vez creada, permanece inmutable; no importa cuántas veces se vea, los fotogramas, las actuaciones y los personajes siempre serán los mismos, atrapados en el tiempo, inmunes al paso de los años. Bioy Casares, observando esta nueva dimensión que el cine aportaba a la narrativa visual, imaginó una isla donde la vida misma se repite sin cesar, como en una película eterna. Este concepto resuena con la idea del «eterno retorno» de Nietzsche, donde los acontecimientos se repiten infinitamente en un ciclo sin fin. Bioy Casares crea entonces una historia en la que la realidad misma queda atrapada en un bucle perpetuo. Sin embargo, aunque podríamos etiquetar La invención de Morel como una obra de ciencia ficción debido a su tratamiento de la tecnología, la novela se adentra más profundamente en el terreno del existencialismo y la filosofía. La repetición inmutable de la vida en la isla no es solo un truco científico, sino una reflexión sobre la naturaleza del tiempo, la realidad, la existencia y la búsqueda de sentido en un mundo donde todo parece condenado a repetirse indefinidamente.

La idea del «eterno retorno» de Nietzsche en La invención de Morel, en mi opinión, es el concepto filosófico que, como columna vertebral, utiliza el autor para construir una narrativa en la que el tiempo se convierte en un ciclo interminable, atrapando a sus personajes en una repetición incesante. Nietzsche propuso el «eterno retorno» como la idea de que el universo y todos los eventos en la vida se repiten eternamente en ciclos. En la novela de Bioy Casares, este concepto se manifiesta a través de la máquina de Morel, que graba y reproduce una semana de vida de sus protagonistas, conmemorándolos o condenándolos, según la perspectiva de la reflexión, a revivirla eternamente. Esta repetición no es solo un juego con el tiempo, sino una exploración profunda sobre la inmortalidad y la obsesión humana por capturar y conservar momentos de felicidad o amor, aunque a costa de la autenticidad y la libertad.

Capturar momentos, como lo hace Morel en la novela de Bioy Casares, no parece una idea descabellada hoy en día; al contrario, salvando diferencias, es parte de nuestra cotidianidad. Tomamos fotografías, grabamos videos y los compartimos de forma casi impulsiva en redes sociales, inmortalizando instantes de nuestras vidas y las de nuestros seres queridos. Este rastro digital se asemeja al esfuerzo de Morel por preservar una semana en la eternidad. Han pasado dos décadas desde la irrupción de las redes sociales, y ahora podemos revivir nuestro pasado a través de estas cápsulas de tiempo, que nos muestran quiénes fuimos y quiénes ya no están entre nosotros. Las redes sociales indirectamente se han convertido en una especie de epitafio digital, y es probable que en treinta años haya tantos usuarios vivos como fallecidos, si es que las plataformas de hoy siguen siendo las mismas. 

En un solo día pueden suceder tantas cosas como en toda una vida; esa idea, aunque quizás difusa, resuena en la elección de Morel de conservar una semana. Ignoramos si fue la semana más feliz de su vida, pero el fugitivo estaba dispuesto a sacrificarse para ser parte de esa imitación de vida, porque para él, compartir ese momento con Faustine era real si lograba hacerlo parecer real. Esto nos lleva a reflexionar sobre nuestra capacidad para distorsionar los recuerdos: a menudo los embellecemos o los ensombrecemos según nuestra perspectiva. Para el protagonista, la vida en soledad carece de significado, y en esa isla desierta, donde lo irreal es lo único que lo cautiva, no hay nada más importante que convertirse en parte de esa irrealidad. Porque, al final, ¿quiénes somos nosotros para definir qué es real y qué no lo es? Una obra de ficción no deja de ser real solo por su naturaleza imaginaria; es un conducto para expresar emociones, pensamientos e ideas en un contexto específico. Eso es precisamente lo que sucede con La invención de Morel: una obra de ficción que, con sus múltiples capas, explora tan profundamente la condición humana que bien podría leerse como un ensayo filosófico, aunque no lo pretenda abiertamente.

Adolfo Bioy Casares pergeña una inquietante reflexión sobre la obsesión humana por la inmortalidad y la naturaleza ilusoria del tiempo y la realidad. Aunque sabemos que la inmortalidad es inaccesible, seguimos esforzándonos por retrasar la vejez, dejar un legado o creer en un alma o espíritu como última esperanza de eternidad. La tecnología, en su afán de capturar y perpetuar la vida, se convierte en un instrumento que desafía los límites de lo que consideramos auténtico, pero esa autenticidad no es más que una percepción. ¿Acaso es más real nuestra vida? Calderón de la Barca escribió que «la vida es un sueño», una ilusión. Un hueso fosilizado, un cráneo desenterrado, son sin duda reales, pero la vida que animó ese entramado fue tan breve, tan solo un instante, que ya no queda nada. Bioy Casares también nos enfrenta a la paradoja de un amor (o enamoramiento u obsesión, según lo interprete cada lector) que, aunque inmortalizado en una proyección repetitiva e inalterable, carece de la vitalidad y la espontaneidad que define lo humano. La inmortalidad, en este contexto, es una condena para revivir eternamente un instante despojado de su esencia, un simulacro que, al repetirse, pierde su significado y se convierte en un eco vacío. La soledad existencial que atraviesa el protagonista no es solo la de un hombre aislado en una isla (válgame la redundancia), sino la de una humanidad que, en su desesperada búsqueda por vencer la muerte, sacrifica la autenticidad del vivir en aras de una perpetuidad vacía. El protagonista de La invención de Morel lejos de ver en el mito de Sísifo una condena, lo ve como un escape. Una repetición infinita, para algunos, es mejor que la soledad y la nada.

En el aspecto de la técnica literaria, La invención de Morel es una novela escrita en forma de diario, con un narrador en primera persona que relata sus experiencias en la isla, lo que permite una conexión íntima con sus emociones y pensamientos y francamente esta elección de estructura es la que mejor le queda a la obra. Un narrador omnisciente, incluso subjetivo, no generaría el mismo impacto. La narrativa es lineal, aunque enriquecida por introspecciones y retrospecciones que profundizan en la psicología del protagonista. Los capítulos son breves, reflejando las entradas del diario y manteniendo un flujo continuo y coherente. Los diálogos son escasos, lo que refuerza la sensación de soledad del protagonista, con la introspección y las observaciones dominando el relato. Los personajes, aunque pocos, están definidos con precisión, cada uno desempeñando un rol específico en la trama, especialmente Faustine y Morel, quienes son presentados desde la perspectiva limitada del narrador. El autor emplea una prosa clara y contenida, con un lenguaje directo pero cargado de significado, que construye una atmósfera de misterio a través de descripciones detalladas. El estilo narrativo es en esencia introspectivo y filosófico, y no podría ser mejor.

La sombra alargada de Adolfo Bioy Casares y su obra La invención de Morel se extiende sobre la literatura latinoamericana, dejando su huella en autores de la talla de Julio Cortázar, Gabriel García Márquez y Octavio Paz. No es casualidad que estos escritores, cada uno a su manera, hayan encontrado en Bioy Casares una fuente de inspiración. Cortázar, con su inclinación hacia lo fantástico y lo metafísico, reconoció en Bioy Casares a un maestro en el arte de entrelazar realidad y ficción. García Márquez, por su parte, vio en La invención de Morel un reflejo de su propio realismo mágico, esa capacidad para fusionar lo cotidiano con lo extraordinario. Octavio Paz, siempre en busca de nuevas formas de explorar la identidad y el tiempo, encontró en Bioy Casares un precursor que se atrevió a cuestionar la percepción y la realidad en una época en la que tales preguntas aún no se formulaban con la claridad que lo harían más tarde. Y trascendiendo la lengua española, Haruki Murakami, ha mencionado la influencia de La invención de Morel en sus propios escritos, la manera en que Murakami entrelaza lo real con lo surrealista y explora la naturaleza del tiempo y la realidad tiene su germen en Bioy Casares y su obra. Así pues, Bioy Casares dejó una marca, una huella, un legado de letras en sus contemporáneos, demostrando que la literatura puede, y debe, desafiar las fronteras de los convencionalismos para adentrarse en lo desconocido. Y si todos estos escritores aplauden La invención de Morel, con obviedad, es una novela imprescindible para cualquier lector que aprecie la verdadera literatura.

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