miércoles, 17 de julio de 2019

EL DÍA QUE SE PERDIÓ EL AMOR de Javier Castillo


«Al final del camino descubrirás que solo dos cosas cambian la vida: el amor, porque la mejora, y la muerte, porque la termina.»
Javier Castillo en un millennial que está haciendo eco en el mundo literario y donde ha obtenido críticas diversas. Por un lado, tenemos a un gran séquito de seguidores, la mayoría jóvenes lectores, que gustan de su estilo narrativo simple y potente, con más giros que un tornillo; y por el otro, críticos literarios que acusan a Castillo de ser un mero fenómeno de marketing editorial, sin brillo y con arte narrativo pobre, casi nulo.

Ese estira y encoje entre quienes quieren leer y quienes saben de literatura es muy parecido a esas críticas dispares en el mundo del cine. Algunos lectores, entre ellos me incluyo, en ocasiones buscamos una novela para pasar el rato, entretenerse sin demasiadas pretensiones; así como cuando uno busca esas películas de acción absurdas como Resident Evil, Transformers o Piratas del Caribe que no tienen otro objetivo que verlas en automático, acompañándolas con algunos snacks y soda, sabemos que son malísimas en el guion, dirección y actuación, pero no importa, tienen buenos efectos especiales y coreografías, y uno la pasa bien. Esto incluso lo puedo homologar al mundo de la comida: de una hamburguesa o pizza no se pueden tener demasiadas expectativas, son lo que son, comida rápida que buscan resolver una necesidad, no aportan demasiado elementos nutricionales y en contraparte están repletas de grasas saturadas y calorías; ocasionalmente no hacen daño e incluso hasta se disfruta. Así es «El día que se perdió el amor» una hamburguesa literaria, pero quizá insípida.

Esta novela es la continuación de «El día que se perdió la cordura», novela revelación que ya comenté en un post anterior y que tenía como principal cualidad desarrollar un velo de misterio sobre los personajes, una niebla muy espesa que mientras se avanza en la lectura empieza a levantarse hasta quedar revelada todas las cartas de una manera no tan satisfactorias. Esos últimos capítulos de «El día que se perdió la cordura» habían perdido completamente la cordura, rayaban en lo absurdo y no se correspondía demasiado a las premisas que había enhestado en la parte inicial. Había muchos hilos sueltos imposible de resolverlos sin caer más profundo en el desastre de la trama.

Cuando leí IT (ESO) de Stephen King no podía creer que todo desembocara en el enfrentamiento de una tortuga y una araña gigante; esa novela se convirtió para mí en la mejor analogía de la estatua de Nabucodonosor: cabeza de oro, pecho y brazos de plata, vientre y muslos de bronce, piernas de hierro y pies de barro. No es que esté comparando a Castillo con King, de hecho, me recuerda más al estilo de Dan Brown, pero me pareció importante traer esa relación. «El día que se perdió la cordura» es otra estatua de Nabucodonosor literaria, aunque más pequeña, cuyos pies de barro son incapaces de soportar el peso de las expectativas, y eso que es una novela de pura entretención de la cual no se espera demasiado realmente, y aún así decepciona llegado a ese punto.

«El día que se perdió el amor» es completamente barro. Parte de la conclusión absurda de la anterior y se convierte en un innecesario epílogo en lugar de una segunda parte. Aquí todos los personajes fueron desposeídos del misterio, y actúan por la pura inercia de la historia, es decir, van de aquí para allá, hacen y actúan según la trama lo requiera para avanzar. La novela va en diversos hilos, de acuerdo al rol de cada personaje, varios tiempos narrativos, igual que en la anterior. Aquí la sinopsis: 
«A las doce de la mañana del 14 de diciembre, una joven llena de magulladuras se presenta desnuda en las instalaciones del FBI de Nueva York con varias notas amarillentas en la mano. El inspector Bowring, jefe de la Unidad de Criminología, intentará descubrir qué oculta la joven y su conexión con otro caso, el de una mujer que aparece decapitada horas más tarde y cuyo nombre coincide con el que estaba escrito en una de las notas. A medida que avance en la investigación se dará cuenta de que este caso abre antiguas heridas difíciles de cicatrizar.»
No hace falta ser demasiado perspicaz u observador para darse cuenta que es prácticamente la misma fórmula de enganche que «El día que se perdió la cordura», y como sabemos de qué va el asunto en la anterior ¿Qué sorpresa podemos tener? Por más giros que se trate de dar a la historia, no solamente se ven completamente forzados, sino además y curiosamente, obvios o esperados.

Si la terminé de leer, algo bueno tengo que decir, no todo puede ser malo ¿o sí?, realmente no es mi estilo ser demasiado severo con mis comentarios, después de todo no soy un crítico literario, no he estudiado filología e incluso he abandonado varias veces la lectura de Rayuela (Cortázar, a veces te admiro, a veces te detesto). La novela mantiene, aunque con mucha batalla, esos cliffhangers ahora típicos de Javier Castillo. A pesar de que a veces la tomaba con mucho cansancio, no me quedé dormido leyéndola. Así que finalmente termina cumpliendo el propósito por el cual fue escrita, entretener.

«El día que se perdió el amor» es una sombra de «El día que se perdió la cordura»; para poder entenderla no hace falta recurrir a la primera, esta obra no es de esa complejidad, fluye fácilmente. Incluso me atrevería a decir que el propio Javier Castillo tampoco se tomó muy en serio esta continuación, que probablemente la escribió a petición de los fans o de la propia editorial y no colocó toda la pólvora en la recámara porque seguramente tenía otro proyecto que le atraía más. Imagino que Castillo en algunos capítulos habrá pensado «esto ya es demasiado, nadie se lo va a creer, pero bueno, sigamos». Realmente no investigó nada acerca de los procedimientos del FBI, de la psicología humana, de los métodos criminalísticos, de los aspectos legales y judiciales norteamericanos, de la geografía, entre otras muchas cosas más; no es que en la anterior lo hubiese hecho, pero aquí esos defectos son más notorios al llevar a sus personajes a simples estereotipos con diálogos cliché. Tarjeta amarilla Javier Castillo, no siempre se puede abusar de esos recursos sin salir indemne y los lectores aficionados con el pasar de los años se tornan exigentes. 

Esta es una novela aceptable para pasar el rato. Solamente.

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